La teoría literaria y otras formas de autocensura

 

     Últimamente, cuando voy a la biblioteca de la universidad y me siento en aquel salón inmenso, con pinturas neobarrocas sobre los estantes de libros, una pregunta se asoma con persistencia a mi mente. Pienso en ella sin éxito, y en ocasiones me roba el tiempo necesario para otras cosas más urgentes. Me persigue también mientras espero el bus de regreso a casa, mientras ceno o mientras veo alguna serie coreana o japonesa en Netflix: ¿qué le ha sucedido a mi imaginación literaria durante mi paso por la academia? No sé realmente por qué esta pregunta se presenta justo ahora. Me cuesta comprenderlo. Tal vez sea porque pronto terminaré mi doctorado en Literatura Comparada; quizá porque en los últimos años mi escritura ha cambiado de maneras inesperadas; o tal vez simplemente es una más entre tantas preguntas que suelen aparecer en ciertos momentos de la vida.

     Sea cual sea el motivo, no me ha dejado tranquilo.

     Contemplo la cuestión por la mañana, por la tarde, por la noche. Incluso, algunos viernes en el bar, en lugar de enfocar mi atención en las noticias deportivas de la televisión o en la melodía de Taylor Swift que las acompaña, intento discutir el asunto con Mari, la camarera. Ella escucha con desgana, aunque de vez en cuando responde con preguntas sencillas que me desarman: «¿Por qué piensas tanto en eso?». Una vez añadió algo más inquietante: «Quizás sea porque ya no puedes escribir sin pensar antes en lo que dirán los demás». No respondí nada. Me quedé mirando cómo Mari salía del mostrador a toda prisa para atender otras mesas, mientras mis recuerdos navegaban hacia aquellos días en los que, sin formar parte aún del mundo académico norteamericano, imaginaba aquel espacio como algo libre y abierto, semejante a los diálogos de Platón o a aquellas plazas griegas donde los filósofos se sentaban día y noche a conversar sin límites, o, mejor dicho, con los únicos límites importantes: la razón y la imaginación.

     Entre copa y copa me pregunto cuántos escritores terminaron en la academia, o empezaron en la academia para después dedicarse a la escritura. Nabokov, Brodsky y Borges vienen a mi mente. Seguramente se podrían llenar páginas de libros con quienes han pasado de un campo al otro o, con mayor frecuencia, quienes comenzaron en ambos al mismo tiempo. Cada uno conoce sus motivos, aunque intuyo que las razones económicas suelen ser primordiales, como ocurre en tantos otros ámbitos. Pero mis pensamientos siempre vuelven a mí mismo, a aquellos días en los que creía que estudiar literatura, bajo condiciones ideales de libertad en el aula, solo podría ayudarme a expresar mis ideas con una mayor claridad y lucidez de la que lo hacía en el pasado, donde el límite había sido el de mi propia imaginación y pudor. A veces también me pregunto si realmente tuve alguna vez esa libertad, o si simplemente la idealicé al compararla con lo que vino después cuando empecé a escribir para mis seminarios de crítica literaria.

     Ni Mari, ni los tres Jack Daniels, ni la caminata de regreso a casa logran resolver esta cuestión. Mientras avanzo entre los altos edificios de la universidad y cruzo el puente que conecta el campus con las residencias, sigo pensando, recordando, reflexionando. Por momentos, como si el aire fresco del otoño se mezclara con el whiskey, mis recuerdos se hacen más nítidos. Me veo sentado alrededor de la mesa redonda en aquella aula iluminada por la luz que entra por cuatro grandes ventanas hacia los puntos cardinales. Observo los árboles y a los estudiantes que caminan cerca de ellos, mientras términos de teorías literarias y culturales francesas flotan en el aire del salón como aves extrañas. Procuro entender, pido ejemplos, intento hacer tangibles los conceptos en situaciones concretas… pero todo es en vano.

     En aquellas clases comprendí pronto que, para muchos y muchas, el término «literatura» estaba cargado con un aire imperial, por lo que había que permanecer atento a sus ideologías ocultas, y en los casos más extremos, estudiarla como un agente del poder, ya que al final no era más que una invención europea en su empresa colonizadora. Para otros, no había diferencia sustancial entre literatura, farándula, deportes o lucha libre: todo era parte de una producción cultural ideológica, aunque la literatura se había impuesto frente a las otras. No todos pensaban igual, por supuesto, pero esa era la sensación predominante, difícil de ignorar.

     Con el paso del tiempo, la promesa inicial de libertad creativa e intelectual, similar a la plaza socrática, se convirtió en una sensación de encierro, de agotamiento frente a la aceptación e incluso al culto a la teoría. Empecé a sentir que toda intuición creativa debía justificarse mediante una jerga que cambiaba constantemente, igual que cambian los vestidos de baño cada temporada. Recuerdo aquella tarde en que dije que García Márquez era un gran escritor, pero que desafortunadamente apoyaría una dictadura de izquierda y por ello tanto los escritores de izquierda como de derecha podrían llegar a ser igual de peligrosos. El silencio incómodo que siguió a mis palabras me enseñó rápidamente lo que podía y no podía decirse. Me censuraba. Todos lo hacíamos.

     ¿Y si la literatura no era una herramienta del imperio, sino una expresión necesaria de la experiencia humana? Me preguntaba en silencio en aquellas clases en las que ya había empezado a sentirme incomodo y a desaparecer bajo la mesa, no solo porque todo volvía siempre al mismo lugar —el poder y la política—, sino porque sentía que todos y todas, salvo escasas excepciones, promovían la misma visión del mundo, lejos de aquella plaza socrática de discusión llena de disidencias que había imaginado.

     Todo esto lo pienso día y noche.

     Al regresar a casa, me siento frente al computador sin encender la luz del salón. La única luz proviene del monitor encendido y del débil resplandor del poste frente a la ventana, que se filtra hacia el interior. Antes de mover un dedo, observo la pantalla. El Google Drive donde guardo mis documentos —cuentos, fragmentos de novelas inconclusas, artículos académicos, capítulos de mi investigación— permanece siempre abierto. Muevo el cursor lentamente, abriendo y cerrando carpetas. Me detengo en frases sueltas, en comienzos de cuentos abandonados, en hipótesis que alguna vez me entusiasmaron. Aun así, no logro distinguir con claridad qué pertenece a mi repertorio creativo y qué al académico. Tal vez sea esta la paradoja más inquietante: mi imaginación sigue allí, intacta, pero ya no sé con certeza a quién le escribe, ni reconozco completamente la voz que escucho al escribir.

 

 

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