En 1967 el estudioso francés Roland Barthes publicó La muerte del autor y con esto le dio sepultura a todos los seres que escriben, incluyéndome a mí. Después de hacer un PhD en Literatura latinoamericana y de leer y releer muchísimos textos –junto a las biografías de sus autores–, y de pensar y repensar en las palabras de Barthes me doy cuenta que definitivamente yo sigo viva.
Al ser una crítica literaria y al explorar la producción literaria bajo un lente histórico, no puedo más que abogar por la vida del autor. No me mal entiendan, entiendo perfectamente el punto de vista de Barthes cuando apunta que el libro y el autor se encuentran en una línea única dividida entre el antes y el después. En este sentido Barthes se refiere al momento en que el texto termina de ser escrito y el autor comienza a formar parte del pasado. El autor desaparece, muere. Hoy se intenta explicar esto un poco más indicando que la palabra escrita, una vez publicada, ya no es del autor; es, digamos, parte de la cultura general y le pertenece al fututo (el lector). No obstante, Barthes comenta que el autor existe antes que el texto pues piensa, sufre y vive por este; el autor antecede a su trabajo a través del mismo tipo de relación que existe entre un padre y su hijo.
Aquí es donde la madre que llevo por dentro (y por fuera y por todos lados) sale a relucir. Así como Barthes encuentra una similitud entre el autor y su libro, y el padre y su hijo; yo encuentro una contradicción en su propia propuesta de la muerte del autor. Me dirán que para qué pierdo el tiempo pensando en estas cosas, que además ya Barthes está muerto (muerto de verdad) y que por si fuera poco publicó su libro hace mucho tiempo. Yo les respondo que para eso estamos aquí, para pensar y elaborar sobre lo que otros nos han dicho. Por ende, y como madre que no deja de reflexionar en torno a la maternidad, les recuerdo que los hijos traen consigo características de sus padres, bien sea físicas o de personalidad. Son hijos de uno al fin y al cabo. ¡En algo han de parecerse a uno, ¿no?! Por ello, así como los hijos, los textos poseen la (o algo de la) esencia del escritor. Un detalle tan simple como el idioma en que el texto ha sido escrito depende del lenguaje que su autor maneja y/o con el que se siente cómodo. Asimismo, tomando en cuenta que muchas veces la narrativa, por ejemplo, es una mímesis de la sociedad, el autor ha de impregnar el texto de su propia visión de la sociedad, de otro modo ningún texto podría ser escrito.
Según Barthes, para darle una voz al lector, la del autor debe desaparecer. Así, el lector nace una vez que el autor muere. Pero es en las voces de los hablantes donde nacen las palabras, es en la cuna donde se cría a un hijo, es en el pecho donde descansa un bebé dormido. Es de la leche que sale de ese pecho que se alimenta ese hijo. Es obvio y de conocimiento público que un hijo crece y se hace independiente de los padres, pero es también sabido que los padres siguen siendo los padres, así hayan muerto.
Si de acuerdo a Barthes no es importante enfocarnos en el escritor puesto que es parte del pasado y lo relevante ahora es el texto y su futuro (el lector), entonces estamos negando la influencia del pasado, de la historia sobre el presente efímero y sobre el mañana. De igual modo, si entendemos que el lector es el futuro, y es ese mismo lector quien hace cola en la librería o está pendiente en el internet de la fecha de lanzamiento de la última novela de Vargas Llosa, entonces debemos entender también que el autor está vivo, que sigue existiendo y que además mueve y toca a ese futuro del que Barthes habla.
Yo, en lugar de sentirme fallecida y andar zombie, prefiero entender la publicación de lo que escribo como un paso más hacia la inmortalidad.