Ciudad de México, primavera del 2003.
La Avenida Miguel Ángel de Quevedo se tomaba un respiro a media mañana mientras la gente acudía a sus labores y los niños ocupaban sus pupitres escolares. En la librería El Sótano también se respiraba tranquilidad en aquellas horas. Pero mi corazón latía deprisa. No sabía si porque me había escapado de la redacción del periódico donde trabajaba o por recorrer aquel sitio de la compañera inolvidable de aquellos días.
Buscábamos, comentábamos, reíamos ante cada título que nos interesaba o que ya habíamos leído, en especial novelas o cuentos. Entonces, en un momento, ella se acercó a los libros de arte. Yo raramente me paraba por ahí. Y me dijo: “te voy a mostrar mi pintor favorito”. Y sin saberlo, así, de forma involuntaria me contagió la pasión por aquel artista norteamericano que plasmó historias completas en un lienzo: Edward Hopper.
Esa narrativa inmóvil que te invita a darles un principio, un nudo y un final me conquistó desde el primer momento. Imaginas lo que sucedió un segundo antes de ese instante infinito y las consecuencias los minutos después de lo que ha pasado. Inventas los diálogos o escuchas los silencios de los protagonistas.
Sin conocer nada de su obra, comprendí de inmediato que Nighthawks era sin duda su obra maestra. Y tanto lo es que durante décadas ha sido representada de diferentes maneras, desde Lego hasta Los Simpsons o incluso interrumpidos por un hooligan británico.
También, desde el primer momento sentí una enorme tristeza por Habitación en Nueva York. Esa imagen de una pareja donde ninguno se mira. Al contrario, se ignoran. Él, absorto en su lectura de un diario, mientras ella toca algo en el piano, con una actitud aburrida e indiferente. Que la habitación sea tan pequeña no es gratuito. La cercanía pone de manifiesto el enorme abismo que puede separar a una pareja.
Y así, poco a poco, me fui adentrando en el mundo del Hopper hasta convertirlo en parte de mí. Llegué incluso a pellizcar un poco mis ahorros para ir con mi familia desde Barcelona a Madrid y ver algunas de sus obras cuando se presentaron en el Museo Thyssen-Bornemisza. Por supuesto, la exposición estaba tomada por una multitud.
Entonces llega el 2020 y junto con él, la pandemia que nos obliga a hacer cuarentena, a encerrarnos, a confinarnos. Y Hopper se vuelve indispensable para explicar el mundo actual a pesar de que han pasado más de setenta años desde que creó algunas de sus obras más reconocidas. Por primera vez dejamos de ver a esos personajes como protagonistas de unas historias que no eran las nuestras. Sino que de repente se convierten en espejos y nos vemos ahí, mirando a través de las ventanas las calles soleadas pero vacías, sin nosotros.
Aquella mañana de primavera en los inicios del Siglo XXI en la Ciudad de México fue decisiva para sentirme parte del universo de un pintor que vivió un tiempo y una realidad alejada de la mía. Quizá esa una de las tantas cualidades que tiene el arte. El integrarnos como especie en un mundo tan diverso y tan cambiante.
Y hoy, cuando todavía no nos hemos librado de la sombra del coronavirus, nos apropiamos de Hopper para explicarnos a nosotros mismos y comprender que el aislamiento y la soledad no es exclusiva de una sola cultura. Porque, al final, vivimos en un planeta solo y aislado en un rincón del universo. Pero eso sí, lleno de color. Como los cuadros de Edward Hopper.