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Nuestra última entrada de esta serie, la colaboración de David Delgado López, reflexionando en torno a los valores socio-morales que han impregnado el conflicto vasco todos estos años a partir de su análisis de la película La muerte de Mikel (1984), nos abre la puerta para seguir hablando de cine, y de víctimas, antes de encarar la segunda parte de esta serie.

     En este caso, lo haremos en torno a una película —en realidad, un documental— que dio mucho que hablar cuando se estrenó en el Festival de Cine de San Sebastián en medio de lo que ETA dio en llamar «la socialización del sufrimiento», a partir del asesinato del concejal del PP en San Sebastián Gregorio Ordóñez, en 1995, cuando sus atentados se centraron en atacar a representantes políticos y sociales contrarios a sus ideas, más que a miembros de las fuerzas de seguridad. Me refiero a La pelota vasca, la piel contra la piedra (2003), de Julio Medem (San Sebastián, 1958).

La pelota vasca es un documental, rodado por completo en el País Vasco, en el que, utilizando el formato de la entrevista, el director busca testimonios que permitan comprender el conflicto vasco. Según Menem, «pretende ser una invitación al diálogo» y, para ello, dispuso a los entrevistados en sillas portátiles en distintos frontones del País Vasco, que es un espacio común en la orografía urbanística de Euskadi, en cualquier pueblo, en cada barrio, de manera que pareciese, o le pareciese al espectador, que las distintas opiniones enfrentadas estaban conformando un diálogo.

Sin embargo, esas intenciones iniciales quedaron lastradas por la negativa de los miembros del PP a participar en el proyecto, lo que lo dejaba cojo de salida, y por la posterior polémica que se suscitó tras el estreno del film, cuando la profesora Gotzone Mora y el periodista Iñaki Ezquerra, ambos miembros del Foro de Ermua, el foro de una parte de la sociedad civil principalmente profesores de universidad, fundado, entre otros, por Fernando Savater y Agustín Ibarrola, exigieron la retirada de sus testimonios en el documental, por considerar que ensalzaba el discurso nacionalista y justificaba la violencia.

La película, en su intento de confrontar los dos extremos del conflicto, superpone una serie de planos, como cuando equipara el sufrimiento de las víctimas de ETA con el de los familiares de los presos, sin introducir ningún matiz crítico, que conllevó a acusaciones de equidistancia para el director. El episodio lo detalla con minuciosidad Géraldine Galeote en «La pelota vasca, la piel contra la piedra: análisis de una polémica», un capítulo del libro Le cinema de Julio Medem (2008). Y pone de relieve un problema muy evidente en este conflicto, como es el de la representación de las víctimas.

En ese problema ahonda Edurne Portela, nuestra próxima protagonista en esta serie, en el ensayo El eco de los disparos (Galaxia Gutenberg, 2017). Allí describe la tensión del binomio víctima/victimario en el caso vasco. Se queja, amargamente, de la censura que se ha creado en los campos de la imaginación, de la creación, al imponer un tipo estándar y monolítico en la representación de la víctima que impide avanzar en la resolución del conflicto. Para ella, «debido en buena medida al deseo de respetar el sufrimiento de estas [las víctimas] —cuando han sobrevivido— o de los familiares de los muertos, no se permiten los matices de interpretación necesarios para una representación de la complejidad de la situación» (p. 122).

Portela deja clara una característica fundamental de todas las víctimas: la naturaleza individualizada del sufrimiento, ya sea de la viuda o del huérfano, ante la ausencia del ser querido, o incluso el resentimiento del afectado que sobrevivió. Esto se observa claramente si utilizamos el documental de Medem como prueba. A las críticas de los miembros del Foro de Ermua que participaban en la película, se unieron las de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) por una supuesta ecuanimidad entre víctimas y verdugos, visibilizadas en la ceremonia de los Premios Goya de 2004. En cambio, otros familiares de víctimas se posicionaron a favor del documental de una u otra forma. Así sucedió con la hija de Ernest Lluch, político del PSOE asesinado por ETA, que donó parte de su herencia para la producción del film, o con el hijo de José Javier Mújica, concejal cuya vida también sesgó ETA, y que fue el primero en abrazarse con el realizador tras la presentación del documental en San Sebastián, además de los hijos de otra víctima de ETA, Froilan Elespe, que publicarían un artículo en el Diario vasco apoyando el proyecto de Medem por su honestidad.

Estas muestras de ambivalencia en el seno del colectivo de víctimas, como reacción a un documento fílmico problemático pero honesto, muestran la complejidad emocional que envuelve a la víctima. Ejemplo paradigmático es el de Maixabel Lasa, referente moral en Euskadi, viuda de Juan María Jáuregui, político del PSOE asesinado por ETA en el año 2000. Lasa se significó como defensora de todas las víctimas del conflicto vasco desde su puesto al frente de la Dirección de la Atención de las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco a partir de 2001. Eso le supuso críticas de algunas organizaciones de víctimas y, lo que es más paradójico, la amenaza de muerte de ETA, que creía que nadie ajeno debía defender a lo que consideraba como «sus víctimas», muestra de que como en el caso de Menem, tratar de romper la narrativa de buenos y malos es lo que más molesta. La historia de Lasa, en este caso, sobre su relación con los asesinos de su marido en un proyecto de reinserción gubernamental, la vía Nanclares, ha sido llevada a la pantalla recientemente por Itziar Bollain (Maixabel [2021]), y demuestra que hay otras vías para solventar un conflicto tal como pretendía Menem.

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