A 27 días para celebrar el bicentenario en Perú, todavía no sabemos quién será el próximo presidente. Por esta fecha, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski ya habían sido proclamados por el Tribunal Electoral como los virtuales ganadores de los comicios generales en 2011 y 2016, respectivamente. Es más, sus partidos coordinaban para definir los miembros del Gabinete Ministerial y el trabajo en el Parlamento. Sin embargo, el actual proceso electoral resulta una excepción. No solo por la pandemia que ha golpeado muy fuerte en lo económico y social, sino porque el resultado final de la segunda vuelta presidencial del pasado 6 de junio fue inesperado: el izquierdista Pedro Castillo se impuso a la derechista Keiko Fujimori por un margen apretado de tan solo 40 000 votos. Es decir, el país se partió en 50-50 con estos dos candidatos que generaron una polarización similar a la de 1990 cuando, precisamente, el expresidente Alberto Fujimori venció al Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa.
Como describí en una columna “Perú entre la protesta y la polarización” de hace casi un mes, tanto Castillo como Fujimori no eran los candidatos que 25 millones de peruanos deseaban ver en la definición presidencial. Pero la democracia dictaba que se tenía que elegir a uno de los dos en las urnas. El primer flash de la encuestadora más importante de Perú dio como ganadora a Fujimori. Después, un segundo reporte de la misma empresa mostró otro resultado: Castillo tomaba la delantera. A partir de la noche del 6 de junio, la polarización –que se pensaba iba acabar con la jornada de la elección– comenzó a marcar la agenda política del país. Pero con una palabra sensible, pero poderosa que pone en tela de juicio la transparencia de unos comicios democráticos: fraude. Quien introdujo este término fue Fujimori en una conferencia de prensa. La derechista había señalado que su rival Castillo realizó una estrategia sistemática –con la complicidad de las autoridades electorales – para ganar votos en las mesas de sufragio de las zonas rurales, donde logró un demoledor apoyo.
Lo que vino después es, hasta ahora, un escenario similar a lo ocurrido con la elección presidencial de Estados Unidos en noviembre de 2020: Fujimori no aceptando su tercera derrota electoral (2011 y 2016), tal como pasó con el republicano Donald Trump ante el demócrata Joe Biden. Durante la campaña de segunda vuelta, Fujimori firmó dos compromisos de respetar fuese cual fuese el resultado final de los comicios. Es más, uno de esos documentos fue gestionado por el hijo mayor de Vargas Llosa y antiguos rivales políticos de la derechista en los últimos 10 años. Sin embargo, no cumplió su palabra. Y no resultó una sorpresa porque, hace cinco años, Fujimori nunca reconoció públicamente el triunfo de Pedro Pablo Kuczynski, a quien, desde el Parlamento, no dejó gobernar. Entonces, Fujimori apeló a la narrativa del fraude de Trump para cuestionar las elecciones. En esa cruzada, además, ha sido apoyada por sectores de la derecha peruana más conservadora que ha mostrado posturas racistas y fascistas similares a las del partido español VOX.
Fujimori conformó un grupo de abogados que presentó una solicitud para anular 200 000 votos de Castillo por “presuntas irregularidades”. Su argumento principal es que hubo una fábrica de firmas falsas para suplantar a electores de las ciudades más recónditas y pobres del país. Apelaban, como lo hacen ahora, a la estadística. Sin embargo, todas las pruebas presentadas carecen de legalidad. Ninguna ha sido aceptada por el tribunal electoral porque contienen argumentos absurdos. E inverosímiles. Incluso, los ciudadanos acusados de esta supuesta práctica han salido a desmentir a Fujimori. Aquí un primer paralelo con Trump: el republicano contrató a 92 abogados para presentar 51 demandas en ocho estados que dieron como ganador a Biden. Entre ellos estuvieron Georgia, Michigan, Pensilvania y Wisconsin. Cuestionaba el conteo de las boletas y trataba de paralizar este proceso. Las cortes ignoraron sus solicitudes.
Tras las sucesivas derrotas, Keiko Fujimori recurrió a la calle para polarizar a la sociedad. Fue la abanderada de marchas en los últimos tres fines de semana en Lima. En esos eventos, la derechista se encargó de instaurar el mensaje de que le robaron la elección y que un probable gobierno de Pedro Castillo sería ilegitimo. Esto vino acompañado, como decíamos, con iniciativas de sus aliados de la derecha más conservadora para que las fuerzas armadas perpetren un golpe de Estado, cuyo único objetivo sea impedir el ascenso al poder de Castillo. Y la fundación de movimientos extremistas para generar violencia en las calles. Con Trump también pasó algo similar. El republicano, al verse debilitado por el rechazo sucesivo de sus recursos legales, agitó a sus seguidores supremacistas blancos que se agruparon en el movimiento de extrema derecha QAnon para realizar protestas en Estados Unidos. El punto de quiebre fue el pasado 6 de enero cuando tomaron el Capitolio con el objetivo de bloquear la proclamación de Joe Biden como vencedor de las elecciones norteamericanas.
En síntesis, Fujimori trata de dilatar el proceso electoral. Su última carta ha sido recurrir a la Organización de Estados Americanos (OEA) con el objetivo de que realice una auditoria internacional como sucedió en las elecciones presidenciales de Bolivia, cuando Evo Morales ganó su tercera reelección. Pero son realidades diferentes. En esa oportunidad, la misión de observadores de la OEA sí reportó irregularidades en la victoria de Morales. En cambio, en el caso peruano, el Departamento de Estado de Estados Unidos y la Unión Europea han felicitado a las autoridades por conducir con éxito y transparencia la segunda vuelta presidencial. En síntesis, Trump no pidió auditoria, pero nunca dejó de golpear la institucionalidad como lo hace Fujimori, quien impide la transición democrática de cara al cambio de gobierno el próximo 28 de julio. Ojalá que la polarización se deje atrás en Perú, tal cual pasó en Estados Unidos, con la llegada de Pedro Castillo al poder. Se necesita trabajar en una agenda para los próximos cinco años del país. Ya se vivieron cinco turbulentos desde 2016. No tratemos de que sea una década perdida para Perú.