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La música más allá de la música.

Tal vez el mayor aporte de la etnomusicología a los estudios musicales sea haber ampliado el sentido de lo que entendemos por música. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la define como “el arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, de suerte que produzcan deleite, conmoviendo la sensibilidad, ya sea alegre, ya tristemente”. Afirmar que la música se compone de sonidos, es a la sazón una nonada. Más arduo resulta defender que ella implica dimensiones allende lo auditivo. ¿Puede hablarse de música más allá del mundo de los sonidos?

La tradición musicológica occidental rehusó largo tiempo la idea. Siguiendo la definición de música de Eduard Hanslick como “forma sonora en movimiento”, ésta se inició a finales del siglo XIX con una serie de estudios concentrados en las estructuras melódicas, rítmicas o armónicas de las piezas que estudiaba. El apogeo de la música instrumental decimonónica, nos dice Carl Dahlhaus, había inspirado la idea de una música autónoma, carente de objeto, programa o contenido más allá de su forma, es decir, una música absoluta. Desde una visión historicista, el análisis de la organización compositiva debía dar cuenta del proceso evolutivo de la música como un fenómeno universal. Una de las consecuencias epistemológicas de este paradigma fue que se pasó entonces a diferenciar entre lo extramusical y aquello que en la jerga musicológica se ha tildado de “música como música”.

La etnomusicología, que nació como disciplina auxiliar de la musicología histórica, se adhirió durante su etapa formativa a dicha tradición. A decir de Erich von Hornbostel, la labor del etnógrafo musical se restringía a localizar los factores constituyentes del sistema tonal de otras culturas: las constantes rítmicas en cuanto a métrica, compás y acentuación; la estructura melódica de las canciones, sus escalas, su ámbito interválico y sus motivos recurrentes; y los fundamentos armónicos de consonancia y distancia que presentaba. El estudio del contexto cultural, argüía Hornbostel, “era asunto de los etnólogos”. Por consecuencia, limitó su labor a clasificar en el gabinete los registros acústicos que le proveían antropólogos, misioneros o funcionarios coloniales. Desde entonces, mucha agua ha corrido bajo el puente.

La antropología de la música

 

Tengo que admitir que ni los absolutistas más recalcitrantes ignoraron por completo el contexto. Dahlhaus y Paul Henry Lang, por ejemplo, se han referido al enorme peso —aunque a veces negativo— que tuvieron la biografía o el Zeitgeist (el espíritu de la época) en la musicología al momento de explicar las grandes obras de la música cortesana europea. Igualmente, los estudiosos de la otrora llamada “música primitiva”, pronto tomaron conciencia de que sin informaciones adicionales sobre su entorno ambiental, cultural o religioso, cualquier disertación sobre la música de pueblos remotos estaba destinada al fracaso. Pero aún en esas representaciones, el contexto quedaba relegado a un segundo plano, pues se entendía que éste no era competencia del experto en transcripciones y partituras.

Músicos de Potosí durante el Rally Dakar (foto de Víctor Gutiérez).

El genial aporte de Alan P. Merriam a los estudios musicales fue el de librarlos de la artificiosa delimitación entre texto y contexto. En aras de una antropología de la música, Merriam planteó a comienzos de los años sesenta del siglo pasado que el estudio de la música conformaba tanto el análisis de sus estructuras sonoras cuanto del comportamiento unido a ella y de los conceptos que la sustentan. Que la música está relacionada con un comportamiento físico por parte de quienes la producen —se ejerce una manipulación de partes del cuerpo para tocar un instrumento o para cantar una pieza— es tan obvio como que su producción grupal presupone un comportamiento verbal entre los participantes. Menos obvio resulta, en cambio, aceptar que nuestra conducta en una sala de conciertos, en una fiesta cumbanchera, en un festival de heavy metal o en un ritual de iniciación entre los azande centroafricanos, está estrechamente asociada a conceptos que determinan de dónde proviene y para qué sirve culturalmente dicha música. Dicho en dos palabras: acompaña a la enorme diversidad musical del planeta una igualmente amplia variedad de concepciones y comportamientos relacionados con ella.

Concebir la música como un sistema tripartito —sonido, comportamiento y conceptos— nos lleva a entender que su significado no se encuentra solamente en las estructuras sonoras, en la música como música, sino en la actividad social y cultural mediante la cual los individuos la producen en un espacio y en un tiempo dados. La música entendida así es performance. El neologismo musicking propuesto por Christopher Small implica, por ejemplo, tanto acciones relacionadas con la interpretación como formas de escucha, de aplicación de la tecnología del sonido, de condicionamiento corporal durante el baile, todos componentes tenidos antaño como secundarios por no estar considerados como música por la musicología decimonónica. ¿Qué significa una música más allá de la música como música?

La música más allá del sonido

La atención prestada a las concepciones sobre música ha llevado a la etnomusicología, como refiere Philip Bohlman, a admitir que esta ha generado diversas ontologías a lo largo de la historia humana: la música puede ser forma, espíritu, naturaleza, maldición, sanación o simplemente llano entretenimiento.

Es, sin duda alguna, en el campo de la percepción musical donde el conocimiento etnomusicológico ha soterrado más azarosamente los fundamentos de la música expandidos por el racionalismo ilustrado que basado en la lógica de la ciencia moderna occidental instituyó para ella una óptica racionalista, empirista y pragmática que la hacía cuantificable y analizable en términos acústicos y estructurales, desechando como superchería toda concepción alternativa. Trabajos relacionados con culturas indígenas americanas, por ejemplo, muestran que éstas no siempre fragmentan las experiencias sensoriales para percibir la música.

José María Arguedas.

Es famoso el capítulo de Los ríos profundos en el que José María Arguedas se explaya sobre las concordancias entre luz y sonido en los Andes centrales peruanos. En un pasaje, Arguedas confiesa: “Los hombres del Perú, desde sus orígenes, han compuesto música, oyéndola, viéndola cruzar el espacio, bajo las montañas y las nubes, que en ninguna otra región del mundo son tan extremadas.” A diferencia de la mirada reduccionista occidental, parece decirnos el escritor peruano, la concepción holística indígena mantiene aún vigentes las implicancias visuales de la música, pudiendo observar su forma en el espacio. De manera análoga, Thomas Solomon se ha referido a la sirina, caídas de agua en los Andes bolivianos, consideradas fuente de materia prima musical en la región de Potosí. Como recuerda Solomon, el agua es el vínculo sagrado que une con su discurrir los tres mundos que conforman la cosmología andina: el hanaq pacha (mundo de arriba), el kay pacha (nuestro mundo) y el uku pacha (el inframundo); el sonido de su paso no se describe con categorías sonoras sino visuales como opaco, cuando viene interrumpido, o cristalino, cuando fluye libremente como caída. ¿Cómo denominar esta especie de sinestesia cultural? No se trata de exclusividad alguna de las culturas del Ande. En un hermoso texto sobre los yoreme mexicanos, Helena Simonett nos refiere la relación que establecen ellos entre cantos, colores y visiones de los pájaros mitológicos del grupo. “El sonido es inútil”, le confiesa uno de sus informantes. “Hay que tener una visión, uno tiene que visualizar en sonidos, no en palabras”. Como en un poema simbolista de José María Eguren, los preludios de los yoreme son azules, rojos o amarillos.

Con la irreverencia que lo caracterizó, Friedrich Kittler saludó el arribo de los sintetizadores por cuestionar nuestro concepto de arte sonoro al hacer posible una supramúsica más allá de los sonidos naturales. No siempre es necesaria la tecnología para remecer nuestras convicciones artísticas. Como sugiere Simonett, las culturas indígenas americanas también nos planteen repensar el sonido como una experiencia multisensorial y holística. ¿Nos atreveremos?

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