La malinterpretación de la libertad: Notas sobre la anarquía intelectual moderna

Apagué el televisor después de ver los créditos y me quedé un rato mirando mi reflejo en la pantalla negra, con el control remoto en una mano y una botella de agua en la otra. Ya era tarde, pero la historia seguía rodando en mi cabeza. Cuando subí a la habitación, le dije a mi esposa que acababa de ver una película —Sovereign, de este año— y que la trama me había quitado el sueño. En la película, Jerry Kane —interpretado por Nick Offerman— le enseña a su hijo, Joe —Jacob Tremblay—, lo que significa ser un pensador independiente. La historia, basada en hechos reales, termina en una tragedia, pero el argumento es claro y sostiene que la única forma de ser verdaderamente libres es luchar contra la manipulación. “Pensar”, dice Jerry, “es desconfiar, y desconfiar del mundo nos hará libres, hijo.” Me acosté con una sospecha que no me dejó dormir: que pensar por uno mismo no siempre significa pensar bien y que, a veces, puede llevarnos directo a la catástrofe.

Dormí poco. Las imágenes de la película seguían apareciendo cada vez que cerraba los ojos. A la mañana siguiente, al bajar a preparar el café antes de salir a trabajar, seguía pensando en lo mismo. No en Jerry Kane exactamente, sino en todos los que se le parecen un poco. Lo cierto es que eso del libre pensamiento —aunque nunca lo entendí del todo— siempre me llamó la atención desde que llegué a Estados Unidos, a principios de los dos mil. En aquella época, la idea del libre pensamiento tenía algo de cautivador, casi como un ideal en el que uno podía creer y practicar en su nuevo país adoptivo. Era una promesa que se respiraba desde los periódicos y las universidades hasta los supermercados y las marcas de zapatos. En aquel entonces, la palabra tenía algo heroico, incluso cinematográfico, con el individuo libre viajando por carreteras infinitas, escuchando a Bruce Springsteen con la melena al aire y bebiendo una Budweiser en una cantina perdida del desierto de Arizona. El disidente solitario que defiende su verdad y que, de paso, invita al resto del mundo a defender la suya.

Pero, con el tiempo, aquella idea empezó a sonar distinta, hasta que un día me desperté y ya no significaba nada. O peor aún, empezó a significar lo contrario. En el bus, observo a mi alrededor y veo a todo el mundo con la mirada puesta en el teléfono celular, y me pregunto si tiene sentido pensar en esa idea hoy en día. Pensar por uno mismo se volvió sinónimo, en el mejor de los casos, de seguir un buen algoritmo, y en el peor, de terminar en un hoyo negro de falsedades. En Sovereign, el padre quería liberar a su hijo del engaño y terminó arrastrándolo a la ruina; afuera, en la pantalla del mundo, ocurre lo mismo, solo que a una escala industrial.

Creo que la malinterpretación del término en la actualidad viene de un malentendido que se popularizó. Hace unos tres siglos, el filósofo alemán Kant dijo que la madurez humana consistía en “atreverse a pensar por uno mismo”. En su momento, eso fue una revolución, pues significaba usar la cabeza sin miedo, dejar de repetir lo que el cura o el rey decían y confiar en la propia razón. Esa idea, junto con el nacimiento de la ciencia moderna, marcó una época que apostó por la curiosidad, la duda y la evidencia antes que por la obediencia intelectual. Pero con el tiempo, quizá con la avalancha de información de las últimas décadas, esa idea se radicalizó hasta el punto de deformarse. La libertad de pensar se volvió una especie de licencia para arrastrar a la basura hasta el conocimiento mismo. Kant no se equivocó, pero su idea maduró tanto que acabó demente. Lo que imaginó como una liberación del pensamiento terminó convertido en su peor pesadilla: opinar sin escuchar, llamar al psicólogo cada vez que alguien nos lleva la contraria, investigar y concluir sin abrir un libro, y juzgar sin tener la menor idea.

La verdad es que, aplicada al pensamiento, la igualdad de opiniones es un desastre. La idea suena democrática, incluso noble, y quien se atreva a dudarlo corre el riesgo de que lo acusen de autoritario o de elitista, que es peor hoy en día. Pero no hay igualdad en las opiniones; es como si una opinión de tres segundos en Twitter sobre una enfermedad, escrita por Juana o Pedro, tuviera el mismo peso que la opinión publicada en una revista de ciencia por alguien que dedicó su vida entera al estudio de la medicina. O como si un comentario en Reddit sobre un accidente aéreo pesara lo mismo que el de un entrenador de vuelo con cincuenta años de experiencia. O como si mi opinión sobre los quarterbacks tuviera el mismo peso que la de Tom Brady. No recuerdo bien, pero en algún lugar leí que no todas las voces suenan igual, aunque todas griten, y que confundir el ruido con el conocimiento se ha vuelto la nueva línea de la igualdad, algo que, en lugar de hacernos libres, nos deja igual de confundidos a todos.

Cuando regreso a casa del trabajo, me siento en el mismo sofá donde la noche anterior vi Sovereign. Apago el teléfono por treinta minutos y me quedo allí, pensando en la idea de la libertad de pensamiento en Estados Unidos hoy en día, y me pregunto cómo llegamos hasta esta anarquía intelectual. Recuerdo Sovereign, donde el padre confundió independencia con aislamiento, libertad con desconfianza, democracia con ignorancia, y pienso en todos esos Jerry Kane que aparecen cada día en la pantalla del teléfono y andan por ahí como fantasmas: el que no cree en la medicina pero vende sus vitaminas por internet, el que sospecha de los profesores pero cita la opinión de un foro anónimo, el que dice “piensa por ti mismo” mientras repite el slogan del mismo video que vieron millones en Youtube. Y me pregunto si la verdadera soberanía no está en desconfiar de todo, sino en saber elegir a quién escuchar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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