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La luz debajo…

        «Allá adelante,  en los días que se nos vienen, las personas serán sepultadas con vida dentro de otras. Y serán como «matryoshkas” errantes. Y bajo los cometas que transitan furiosos allá arriba, quienes realmente amen, podrán casarse con los muertos.»

                                                             Las profecías de Wilson Aleister Lucas, el Hombre del Saco.

 

           En el pasado, las personas no se iban a vivir dentro de otras como hoy lo hacen. Antes, las personas cuando morían, se iban para siempre. Eso ya no sucede.

        Desde la entrada del cementerio se veía como las naves empujaban el polvo de la tierra hacia arriba, justo antes de aterrizar. Decenas de ellas, una tras otra, aglomerándose a lo lejos. Hermosos aparatos que provocaban gritos mecánicos y ciclones entre los árboles. Inmensas estructuras; así venían bajando, igual que ataúdes colosales dejándose caer como plumas que se incendiaban desde las nubes.

         Cerré los ojos para concentrarme en sus manos acariciándome. Si eran sus palmas, o la bruma de las turbinas, me daba igual. No debía abrirlos todavía. Aprendí tarde que cuando abres los ojos, aquellos que amas, desaparecen.

         Ven, entra conmigo.

        Tomé sus manos entre las mías. Las acerqué a mi boca y las besé. Abrí mis ojos y caminé por la puerta de metal. Quien me tocaba, quién me acompañaba, había fallecido algún tiempo atrás. No fue grave cuando se mudó a mí. Solo daños leves. No era el primero o la primera que guardaba en mi Psique.

         Las primeras siembras de personas sí fueron aterradoras. El hijo que no quieres perder, tu amiga que dejarás sola, tu madre conectada a una máquina, tu amante que siempre te espera en el aeropuerto; todos entraban a una lista, y podían pasar décadas antes de ser llamados. Esperaban, muchos encerrados sin vivir, esperaban lo que fuese necesario. Nadie quería correr el riesgo. Cuando esto empezó, nadie quería morir.

         El horror se descubrió mucho después. La mayoría, sin saberlo, se reescribía encima de otros que tenían tiempo sin recordarse. Nadie se percató a tiempo de esta circunstancia siniestra. Lo que quedaba eran residuos de seres deformes enfrascados en un dolor terrible; y todos ellos se arrojaban al subconsciente.  Quienes conseguían esconderse en los recuerdos ajenos, en esos en donde nunca estuvieron presentes, de los que nunca formaron parte, fueron más afortunados. Igual, muy pocos lo lograron.

          Hoy, la siembra es más precisa y se hace con mucha más… compasión.

      Ahora que lo pienso, siento que hubo alguien a quien quise mucho. No recuerdo su nombre, solo lo siento. Quizás por el aroma de este jardín, las flores en el agua empozada, su hedor a velorio; el olor a diesel de las turbinas a lo lejos, el flequillo azul, cubriéndole la mirada, su figura diminuta, el perfume en su cuello, ambos sobre una pista de aterrizaje que, de nuevo, se disolvía enfrente de mí.

      Atrás se veía la gente ya entrando por la puerta de metal. Vestidas de negro y rojo, uniformados como banderas en fila. ¿Sabes a quién trato de recordar? Cerré mis ojos. ¿Sabes a quien quiero recordar? «Es difícil», le escuché decirme desde adentro, «también me cuesta recordar quién pudo haber sido».

         ¿Podría ser papá? A mi padre lo sembraron en mí y luego fue su funeral. Vimos juntos su cremación, pero papá viene por oleajes y las conversaciones son breves. Mamá no podía ser. Cuando mamá falleció, su siembra fue complicada, como en partes. Los diseñadores insistieron en que nunca hubo una siembra limpia, completa; y por esto, mi relación con ella solo podía suceder en mi imaginación. Quienes no eran transferidos existían solo como en manchas, o copias borrosas, labradas en la remembranza.

         Desde entonces escucho su voz en ecos. Suaves, tímidos ecos; como si vinieran desde el fondo del pasillo. Cada vez menos.        Ahora que recuerdo, una vez me dijeron que los ecos de mamá podían usarse como semillas. Pero debían sembrarse pronto. ¿Sembrarse cómo?, ¿sembrarse en dónde? Estas flores eran sus favoritas… Ese árbol amarillo… Cerré los ojos para escuchar su respuesta. «Ese árbol, solo aparece en los sueños porque a esos árboles los siembran en el sol». Quizás lo más saludable es terminar de borrar la diferencia entre lo que es real y lo que solo sucede en mi imaginación.

     ¿A quién trato de recordar? A mi amigo de la infancia, el que abría los regalos despedazando las cajas. O al otro, ¿cuál?, ¿ese con quién robé la primera vez?, ¿el que murió solo en el hospital?, ¿a una amante?, ¿a un amante? ¿A aquella de trenzas turquesas a quién abrazaba con fuerza sobre una pista?

         Continué bordeando el camino de árboles. Atrás caminaban sin prisa, siguiendo la hilera de tumbas. Adelante sucedería la ceremonia. Allí, en las rocas sobre el acantilado, en donde las personas se juraban amarse para siempre, habían colocado un prendedor índigo azulino.

         Una vez conocí a alguien con el cabello azul. Por ahí rebotan imágenes de su cuerpo. Liviano, transparente. Sus manos calinosas, pequeñas. Recuerdo que sufrías. Te disparaste en la boca y caíste al asfalto minutos luego de sembrarte en mí. ¿Acaso es a ti a quien vengo a ver?

      ¿Por qué los cuerpos reaccionan así luego de quedar vacíos? Se manifiestan aterrorizados. ¿Por qué actúan de esa manera si ahí, dentro de ellos, luego de quitarse la vida, ya no queda nada?    Nunca se supo. Nunca se explicó por qué los cuerpos reaccionaban de esa manera luego de que sus consciencias se mudaran a otros cuerpos.

         ¿Quién eres? ¿A quién… a quiénes trato de recordar? ¿A cuántos tengo sembrados dentro de mí?

        Una cosa que veces sucede es que este tipo de personas indistintas logran hacer vida habitando en la memoria de quienes las llevaban consigo. Pero si esos recuerdos se desvanecen, esos habitantes se desvanecen con ellos. Y aunque ya no se recuerden, sí se podrán sentir, tallados en el espacio como siluetas gruesas, como amontonados en el vientre de un barco sepultado en lo hondo, hinchado de sombras que flotan bajo la cubierta. A esto le llaman el lado infausto de la siembra. Cadáveres de una vida distante, a la deriva, nadando descompuestos dentro de ti.

         Puede que ya no sea importante, pero no quiero dejarte ir. No a ti. Quien quiera que seas, no puedo dejar que te deteriores en el tiempo. Que quedes irreconocible. Que te sumes a las sombras.

       Atrás llevaban racimos en las manos. Diferentes ramos de flores. Cerré mis ojos y esa estructura de piedra en el otro lado, en este ahora era de cristal y luz.

         Con los párpados apretados, quien me acompañaba parecía no estar más. Solo veía a una figura que se acercaba. Vestida como de mosaicos traslúcidos arrancados de las ventanas de alguna iglesia; o como esos espectros de fósforo destellando al borde de los espejos, o como la luz de las burbujas que se arman con la brisa sobre la arena, a la puesta del sol, y los niños detrás de ellas intentando aplastarlas.

        Atravesaba el jardín. En el mundo de los ojos abiertos quedaban los invitados. Allí no había nada caminando a través de ellos. Por eso no me atrevía a abrir los ojos. No quería que desapareciera. Venía a mí. Cada vez más cerca, su piel chorreando colores, su mirada como dos candiles, sonriéndome y mostrándome el cosmos en su boca. Permanecí inmóvil dándole la espalda a los invitados; pero a ninguno de ellos les importó verme solo. Adentro éramos dos sombras que se encontraban entre el crepúsculo de los dos lados. Y habíamos decidido hilar nuestras vidas a una sola.

         Ya recordaba quién eras, y para qué yo había venido a este lugar. Y sé que, si llegase a abrir los ojos, retornaría al funeral, donde las flores eran arrojadas para cubrir a la novia que yacía debajo, dentro de una caja blanca, enterrada entre una multitud de lápidas.

         De este lado, podré amarla para siempre.

    Cuando finalmente el resplandor me alcanzó, había aprendido a llorar con los ojos cerrados.

 

 

 

 

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