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La infancia de Jesús, de J.M. Coetzee

la-infancia-de-jesus-593x600Los pasos en las huellas

La última novela de J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), La infancia de Jesús, ha provocado un verdadero revuelo entre algunas de las voces críticas más destacadas de la prensa en castellano y en inglés. En The New York Times, la novelista Joyce Carol Oates, desconforme con el libro, lo calificó como “una alegoría -algunos podrían decir, haciéndose eco de Melville, ‘una alegoría horrible e intolerable’- pero no una alegoría con la transparencia de La alegoría de la caverna de Platón, Pilgrim’s Progress de Bunyan o Granja de animales de Orwell”. David L. Ulin, de Los Angeles Times, escribió que la novela, si bien interesante, “cae presa del vacío que describe (…) En La infancia de Jesús la alegoría nunca se extiende más allá de sí misma, más allá de la imagen de un pequeño grupo de vagabundos, a la deriva en un universo sin coordenadas, ‘buscando un lugar en el cual estar’”. Theo Thait, en The Guardian, asevera que la novela no hará nada por cambiar la imagen que se tiene del autor, “un escritor respetado, pero no querido, famoso pero no popular, visto como un ‘pedante que se divierte con literatura de ficción’”.

Por su parte, José María Guelbenzu, de El País de Madrid, lo consideró un “relato desconcertante”, para preguntarse luego “¿qué ha pretendido el señor Coetzee con esta obra tan diferente a todas las suyas anteriores? La respuesta es que no hay respuesta”. El novelista español Antonio Muñoz Molina fue, en nota aparecida en el suplemento Babelia, particularmente duro: en primer lugar, ubica a La infancia de Jesús dentro de una “tendencia”: “Podría así decirse con soltura, y sin remordimiento, por ejemplo, que la novela histórica es tendencia, igual que, según me informan, son tendencia esta temporada los cueros y los brillos”, para atribuirle de inmediato el pecado de lo reiterativo, tras compararlo con otros textos como La carretera, de Cormac McCarthy: “El paso de la novedad chocante a la fatiga desdeñosa de lo muy sabido es cada vez más rápido. Pero también sucede, de manera enigmática, que algunos lugares comunes siguen pareciendo nuevos durante mucho tiempo…”. En cambio, el argentino Rodrigo Fresán, un tanto más compasivo aunque sin dejar de mostrarse extrañado, sostuvo que “El que la nueva novela de un Nobel provoque –tanto en el lector general como en el consumado seguidor- sorpresa, desconcierto, inquietud y hasta incomodidad, habla bien de su autor”.

Y es el mismo Fresán quien, tratando de llegar al meollo del texto, cita al propio Coetzee en una de sus escasas entrevistas: “todos parecen ver nada más que desolación y desesperación en mis libros. Yo no los siento así. Yo me veo a mí mismo como alguien que escribe libros cómicos, libros sobre personas que intentan llevar vidas normales y opacas y felices mientras el mundo entero se cae a pedazos”.

Lo horrible de lo cómico

En su libro de ensayos El arte de la novela, tras insistir en que Kafka había escrito La metamorfosis y el resto de su obra nada más que como una broma que por extraños caminos se había convertido en una trágica alegoría del mundo moderno, el checo Milan Kundera opina que “lo cómico es inseparable de la esencia misma de lo kafkiano”, para sostener líneas más adelante que “lo kafkiano (…) nos conduce al interior, a las entrañas de la broma, a lo horrible de lo cómico”. Estas hipótesis, y todas las demás de las que se la acusa, parecen nutrir La infancia de Jesús, la historia de un hombre de unos cuarenta y cinco años –Simón- y un niño de cinco años –David-, que, desde el mar y desde un campamento de frontera (Belstar), arriban a un lugar llamado Novilla, donde el único idioma que se habla es el español.

Apenas llegados, e intentando encontrar un lugar donde hospedarse, se dan de lleno contra algunos vericuetos burocráticos encarnados en Ana, una hermosa joven encargada de solucionarles algunos problemas básicos: vivienda, comida y trabajo. Una de las consecuencias inmediatas de la adaptación a Novilla es olvidar paulatinamente el pasado personal. “Le sonará despiadado, pero la mayor parte de la gente, cuando llega aquí, ha perdido interés por sus antiguos afectos”, le dice Ana a Simón explicándole las características de ese nuevo mundo al que deberán adaptarse, si es que desean subsistir. Simón no tiene ningún parentesco con David, y la identidad de los padres del niño, registrada en una carta que este llevaba colgando del cuello, se ha perdido en la travesía. No obstante, la tarea a la que deberá abocarse Simón será justamente dar con la madre del pequeño.

Así planteada la trama en su comienzo, todo indica que la misma recorrerá los caminos de una búsqueda física, que se resuelve sin embargo, también en las primeras páginas, con la aparición de una mujer, Inés, a quien Simón le atribuye obcecadamente la maternidad del niño. Entonces, la búsqueda toma otros senderos y se aboca al limitado interior de sus protagonistas, a la escasez de sus dudas, a la desolación emotiva, a la ausencia de deseos, todo lo que además se transmite por el uso excluyente del lenguaje. “A nuestras propias palabras les falta peso, esas palabras en español que no parecen sinceras”, reflexiona Simón a cierta altura de la historia, para preguntarse, arbitrario: “Anodina: ¿es una palabra española?”, y para quejarse más adelante, ante la invariabilidad de todos los enunciados: “Busca ironía, pero no la hay, como no hay salero”.

En Novilla todo funciona sin sorpresas, en una superficie tan plana que por ella resbalan sentimientos y rebeldías, donde el hambre es paliado con pan y pasta de alubias, donde el sexo (necesidad solo concerniente a los hombres, no a las mujeres) es atendido por una suerte de terapeutas a las que se encuentra en unas llamadas casas de confort, donde el trabajo es una actividad mecánica y rutinaria, donde la educación es previsible, disciplinada y carente de imaginación. “Aquí no hay sitio para la inteligencia, solo para la cosa misma”, le explica alguien a Simón, y si bien este intenta reaccionar en un principio, gradualmente va ajustando su pensamiento a las pautas que mueven a una sociedad que, como en una especie de socialismo primitivo, supone que alimentación y vivienda, por más sosas o rudimentarias que sean, agotan todas las necesidades de un ser humano.

Pero en toda esa monotonía, la ingenuidad, la curiosidad y la perversidad del pequeño David comienza poco a poco a sacudir algunos cimientos.

Yo soy la verdad

David es el centro de esa alegoría que los críticos han distinguido en la novela, y que obviamente queda plasmada desde su título. Pero ese diálogo que el lector busca de inmediato entre la peripecia de David y la de Jesús no es para nada lineal ni especular, y solo va tomando cuerpo a través del uso del lenguaje que hace el pequeño. Simón intenta enseñarle a leer y a escribir con un ejemplar del Quijote ilustrado, pero David se debate entre la creación de un lenguaje propio, incomprensible para los demás, o confesar que ha aprendido a leer por su cuenta, sin la ayuda de su tutor. Y lo mismo sucede con algunas reacciones ante la muerte (“Puedo hacer que mejore”, dice ante un caballo muerto) y con el enunciado de otras interrogantes (“¿Quién es mi verdadero padre? ¿Cómo se llama?”) y otras tajantes aseveraciones (“Yo soy la verdad”).

Pero en este moroso proceso, Coetzee siembra sospechas: ¿está escribiendo sobre Jesús o está buscando establecer puentes de contacto entre un infante ficticio y otro de linaje histórico pero del que nada se sabe a ciencia cierta? ¿Estamos ante un superdotado o ante un enviado? ¿Lo que hace diferente a Simón de los demás niños de Novilla es su excepcionalidad entendiéndola como un proyecto positivo o mesiánico, o simplemente Coetzee esté parafraseando al “perverso polimorfo” freudiano, que pasa de ciertos grados de normalidad al autismo más descarnado? ¿La pregunta acerca del padre es símil de la duda y del reclamo de Jesús ante Dios o sucede que es, al mejor estilo lacaniano, la búsqueda de una normatividad que emprende David y que nadie se muestra capaz de ofrecerle? ¿Es David un niño parecido -tan simpático como monstruoso- al de El Tambor de hojalata, la novela de Gunter Grass, quien iba destruyendo a su paso todos los iconos de un totalitarismo?

Esta sucesión de preguntas es la reacción lógica que todo lector enfrenta una vez que decide recorrer las páginas del libro, y que sin dudas se hace más intensa al terminarlo. Y también sea acaso una de las razones por las que ha causado tanta incomodidad entre la crítica literaria.

Identidad y lenguaje

La infancia de Jesús no es, como dice Guelbenzu, una obra “tan diferente” a todas las anteriores de Coetzee. Es más: el mundo narrativo del sudafricano puede detectarse de modo sistemático tanto en los personajes como en la anécdota y en los escenarios. Novilla es tan distópica como aquella ciudad atemporal de Esperando a los bárbaros o los suburbios por donde deambulaba el personaje de Vida y época de Michael K., aunque quizás ahora la cercanía con los universos creados por J. G. Ballard, e incluso por el ya citado Orwell, sea más elocuente.

Las búsquedas intelectuales y los devaneos filosóficos están presentes a lo largo de toda la obra de Coetzee, ya sea en Diario de un mal año, en las reiteradas disertaciones de Elizabeth Costello, en el atormentado escritor que va tras los restos de su hijo en El maestro de Petersburgo o en sus tres títulos autobiográficos (Infancia, Juventud y Verano). La sordidez de algunas escenas y el sexo entendido como una condena, por la que el hombre puede llegar a bestializarse y la mujer a convertirse en sujeto de una pasividad exasperante, están también presentes en En medio de ninguna parte, Desgracia e incluso en Foe. Y como en el resto de su obra, todas sus criaturas padecen del mal de la extranjería, ya por definición del exilio –voluntario o no-, por extrañeza ante lo vernáculo o por discordancias con sus propias personalidades, sancionando de modo inequívoco que el vínculo entre identidad y lenguaje es la única posibilidad de humanizarse.

La novela podría dividirse en tres partes: una primera que plantea personajes y circunstancias, una segunda, en la que se plasma la idea y el debate central, y una tercera, el desenlace y la abierta conclusión. En la segunda parte Coetzee parece empantanarse, o al menos, construida esta sobre los debates que sus agonistas entablan, no alcanza el brillo dialogal de otros novelistas, a modo de ejemplo el magnífico Don DeLillo –baste recordar, entre tantos otros, el personaje del señor Tuttle, de Body art-. Pero lejos está La infancia de Jesús de ser ese síntoma de fatiga que aqueja a tantos escritores célebres. No es su mejor título, pero es Coetzee en estado puro.

La infancia de Jesús, de J.M. Coetzee, Mondadori, Buenos Aires, 2013, 271 páginas

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