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La honestidad simple de un “Y vivieron”

 

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María José Navia

Fui a ver Frozen, la última película de “princesas” Disney, sin saber muy bien de qué se trataba. Sin grandes expectativas. Y salí del cine cantando todas las canciones. Y es que, si bien desde hace un rato que Disney estaba intentando ponerse más acorde con los tiempos, con princesas más aventureras y complejas como la Rapunzel de Tangled, siempre caía en el error de dejarnos con un príncipe azul que salvara el día. Es cierto que el príncipe era cada vez más desteñido y se convertía en héroe medio por equivocación o sin quererlo mucho pero, de todas formas, acababa por salvar el día.

En cambio, en Frozen, esto no pasa. De partida se trata de dos hermanas que se adoran pero a las cuales un secreto de infancia acaba por enfriar (literalmente) sus relaciones. Una está encerrada en su cuarto para no causar desastres (Elsa) y la otra pasea por todos los rincones de palacio intentando buscar compañía (Anna). La segunda es algo torpe y adorable y busca el amor, mientras a la primera el tema de la pareja no puede importarle menos.

Un día se abren las puertas de palacio y, con ello, Anna tiene la oportunidad de encontrar a alguien con quien compartir un número musical amoroso en la más pura tradición Disney (luego de una secuencia magnífica en que la chica “dialoga” con importantes obras de arte colgadas en las paredes y canta ‘For the first time in forever”), mientras Elsa, quien acaba de convertirse en reina, termina por revelar su lado oscuro y, en lugar de volver a esconderse, decide dejarlo todo (la canción es “Let it go” y es TREMENDA) y disfrutar de la belleza de aquello que la hace especial en soledad.

El problema es que Elsa, al dar rienda suelta a su verdadera personalidad y poder, ha dejado todo el reino de Arendelle congelado, con lo cual Anna tiene que ir en busca de hermana  y ahí la historia comienza a mover sus engranajes, siempre llena de sorpresas. La chica encuentra a un joven que trabajaba sacando hielo (y cuyo trabajo ha dejado de ser necesario) y la ayuda en su búsqueda medio a regañadientes, conoce a Olaf, un curioso muñeco de nieve que sueña con conocer el verano e ir a la playa, y canta junto a unos trolls que le dicen que todos somos “fixer-uppers”, que no hay nadie perfecto.

No quiero arruinar la película pero acá el dilema se resuelve entre hermanas, con los supuestos príncipes ocupando roles bastante secundarios (e incluso decepcionando brutalmente más de una vez) y con un par de escenas para enmarcar. Ya no se trata de un cierre a lo “vivieron felices para siempre” sino de un simple, pero más real, “y vivieron”. No sabemos si las hermanas vivirán felices para siempre con sus decisiones (y son decisiones tan distintas, lo que se agradece) y, la verdad, no importa. Está bien que así sea.

Frozen es una película ambiciosa que sacude una vez más los presupuestos asociados a las películas de princesas. Va en buen camino, Disney. Ahora solo queda pedirle que, para la próxima, las protagonistas no tengan cuerpo de muñecas barbies y estamos.

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