La Habana según Padura: una ciudad que se escribe a sí misma

En Ir a La Habana (Tusquets, 2024), Leonardo Padura vuelve sobre su territorio más fiel y doloroso: la ciudad donde nació, que lo formó como hombre, periodista y novelista, y que, con los años, ha aprendido a padecer y a escribir. Pero este no es solo un libro de memorias ni un ensayo sobre urbanismo. Es, más bien, una autobiografía sentimental de La Habana narrada desde Mantilla —su periferia y su raíz— hasta el corazón simbólico de una ciudad que, como el propio autor, ha vivido entre el esplendor y la ruina.

Padura lo dice desde el Preliminar: “Este libro es el canto de amor a la ciudad en la que nací y vivo, escribo y padezco, el sitio del mundo al que pertenezco, como una bendición o una fatalidad inapelables”. Esa dualidad —bendición y condena— estructura todo el volumen. A través de dos grandes partes, el escritor reconstruye su biografía urbana y, al mismo tiempo, la historia de la capital cubana, entre el asombro infantil y la desilusión adulta.

La primera mitad, “Cómo llegué de Mantilla a La Habana”, traza una crónica íntima del crecimiento de un niño que descubre la ciudad a través del béisbol, el cine, los autobuses y las ruinas. Cada capítulo funciona como una capa de memoria: desde el barrio periférico donde aprendió el sentido de pertenencia hasta los espacios míticos —La Víbora, El Vedado, el Malecón— donde la ciudad se convierte en experiencia vital y literaria. Padura entrelaza su relato con fragmentos de sus propias novelas, de Pasado perfecto a Herejes, permitiendo que Mario Conde, su detective melancólico, dialogue con el muchacho que él fue. En esa fusión de autobiografía y ficción emerge una Habana coral, “abigarrada como un misterio, incitante como una invitación a descubrirla y poseerla”.

La segunda parte reúne crónicas, reportajes y perfiles que el autor escribió a lo largo de cuatro décadas, donde la ciudad reaparece desde sus márgenes: los barrios olvidados, los personajes que el tiempo dejó atrás, las huellas de un esplendor que se desvanece. Aquí conviven el proxeneta Alberto Yarini, el percusionista Chano Pozo, los chinos del Barrio Chino y los catalanes que levantaron fábricas y calles. Padura los observa como si fueran sombras de una misma ciudad: fantasmas que aún deambulan por sus páginas.

Hay en Ir a La Habana un gesto de arqueólogo y otro de cronista moral. El escritor sabe que narrar su ciudad es también narrar la historia de una pérdida. La Habana de las vidrieras luminosas, los cines, los bares y los clubes se fue apagando con las décadas revolucionarias, sustituida por otra donde la precariedad y la “ajenitud” —esa palabra que Padura rescata como diagnóstico existencial— definen la experiencia urbana. Su mirada, sin embargo, no es la del exiliado sino la del habitante que permanece. Desde Mantilla, desde su casa rodeada de agua y tiempo, el autor asume que pertenecer a La Habana es una forma de resistencia.

El libro se completa con las fotografías de Carlos T. Cairo, que funcionan como contrapunto visual: rostros, muros, fachadas descascaradas que respiran la misma nostalgia de los textos. Entre ambos —imagen y palabra— se levanta una Habana total, hecha de memoria, desilusión y ternura.

Padura ha dicho que escribir sobre su ciudad es un acto de posesión y exorcismo. Ir a La Habana confirma esa pulsión: un viaje de regreso a los lugares que el tiempo destruyó, pero también una declaración de fidelidad. Porque, como sugiere el propio autor, uno no escoge la ciudad que ama: la padece, la sueña y la escribe. Y La Habana, la suya, sigue siendo todas esas cosas a la vez.

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