Enterrad mi corazón en Wounded Knee, Dee Brown.
Editorial Turner Noema, Madrid, 459 páginas.
La supremacía blanca.
Wounded Knee es un pequeño paraje ubicado en Dakota del Sur, Estados Unidos, cuya población asciende, según los últimos censos, a 382 habitantes. En Google Earth pueden verse algunas fotografías del lugar: campos desangelados, una angosta carretera que parece no tener fin ni principio, un monolito y un portón de hierro y ladrillos a la entrada de un cementerio, algunas plumas multicolores colgando de unos alambrados que simulan separar la nada de la nada. En ese lugar, el 29 de diciembre de 1890, el muy famoso Séptimo de Caballería comandado por el coronel James W. Forsyth mató a unos trescientos indígenas sioux, en su mayoría mujeres, ancianos y niños, el último grupo de aborígenes que había acompañado en su infinito peregrinar al cacique Toro Sentado, muerto de un par de balazos dos semanas antes en el mismo sitio.
Ese fue el último de los episodios que se enmarcaron en las llamadas Guerras Indias, una política de despojos y exterminio planeada desde Washington y desarrollada a sangre y fuego, que se extendió entre 1860 y 1890 con el objetivo de ocupar las tierras que habitaban desde tiempos inmemoriales un puñado de tribus pieles rojas, y que comprendían desde el llamado midland yanqui hasta las doradas tierras californianas.
Alexander Brown, un novelista e historiador más conocido como Dee Brown, nacido en Lousiana en 1908 y fallecido en Arkansas en 2002, escribió, entre sus muchos libros (una docena de novelas, otros tantos trabajos sobre la historia del Lejano Oeste), el volumen Enterrad mi corazón en Wounded Knee, en el que da cuenta, con exhaustivo y detallado método, de lo ocurrido durante ese período. El libro fue publicado en 1970, de inmediato conoció numerosas reediciones y fue traducido a quince idiomas. En 2007 fue adaptado a la pantalla, con la dirección de Yves Simoneau y las actuaciones de Aidan Quinn y Anna Paquin, obteniendo innumerables reconocimientos y una docena de Premios Emmy.
Orígenes de una mitología.
En un breve prólogo a la primera edición, Brown escribía que durante aquellos treinta años “fueron destruidas la cultura y la civilización del indio americano, y en ella nacieron virtualmente los grandes mitos del Oeste: las narraciones de cazadores de pieles, montañeros, pilotos de barcos fluviales, buscadores de oro, jugadores, pistoleros, soldados de caballería, vaqueros, cortesanas, misioneros, maestras de escuela y colonos”. Es decir, todo lo que alimentó el interminable relato de una epopeya a través de múltiples expresiones, pero en particular del cine a lo largo y ancho del siglo XX. Y es también decir toda una amalgama de nombres que muchas generaciones, no solo de estadounidenses, incorporaron dentro de imprecisos códigos de heroicidad, valentía y entrega. Nuestra propia infancia fue construida sobre tan cruento pedestal y, quien más, quien menos, supo ofrecer sus respetos a los generales Custer, Sherman, Sheridan y Ulysses S. Grant. Muy diferente suerte corrieron los líderes de la otra parte, aun cuando llegaron a inmiscuirse en la memoria colectiva: Toro Sentado, Caballo Loco, Cochise y Gerónimo, entre algunos otros.
Descartando una mirada que debería dar comienzo con la llegada de Cristóbal Colón al nuevo continente, los primeros pasos de este conflicto fueron provocados por el arribo de colonos y buscadores de oro a las tierras del Oeste, por el tendido de las vías del ferrocarril, por el incontenible aluvión de inmigrantes europeos que iban llegando a la nueva y prometedora tierra con sed de dinero y posesiones. Y si bien los primeros peregrinos fueron recibidos por los indios con absoluta generosidad –baste recordar los hechos que dieron origen al Día de Acción de Gracias, en los que en 1620 la tribu wampanoag de Massachussets cobijó y alimentó a un grupo de famélicos colonos ingleses arribados en el Mayflower-, el pago recibido fue de una crueldad superlativa.
Los primeros nativos víctimas de la ofensiva que dio comienzo en 1861 fueron los navajos, quienes se dedicaban a la ganadería y al cultivo de la tierra. Establecidos desde siempre en territorios luego pertenecientes al estado de Nueva México, ya habían tenido que vérselas primero con los españoles y luego con los mexicanos, que no habían logrado derrotarlos. Pero tras los enfrentamientos con el ejército americano, en poco más de cinco años no solo tuvieron que huir de sus ancestrales paisajes, sino que debieron ser testigos de la destrucción de sus propiedades, entre ellas de cinco mil árboles frutales.
Con la ayuda del sol.
La sangrienta Guerra de Secesión que enfrentó a los ejércitos del Norte (unionistas) y del Sur (confederados) entre 1861 y 1865, fue un verdadero respiro para muchos de los pueblos nativos. Mientras los blancos se mataban entre sí, las tropas no estaban disponibles para perseguirlos, aunque de todos modos algunas tribus debieron abandonar los lugares que habitaban. Desde años atrás, el gobierno había hecho firmar diversos tratados por los que, a cambio de tierras, los indígenas recibirían ayuda estatal –provisiones, ropa, dinero-, compromisos que pronto se convertirían en letra muerta y que fueron violados sistemáticamente por los representantes oficiales, movidos por fines espurios o simplemente por desidia.
Una vez concluida la Guerra Civil, una casta de militares triunfantes se acercó a Washington (Grant se convirtió en Presidente en 1869 y gobernó durante dos períodos), en tanto otros fueron destinados a las campañas de exterminio indio. Uno de los casos más notorios fue el del general George Amstrong Custer, un individuo tan ambicioso como cruel que en 1868 dirigió el Séptimo de Caballería en la batalla de Washita, acabando con una población entera de sioux y cheyennes, pero que también supo recibir su merecido en la batalla de Little Big Horn en 1876, perdiendo la vida a manos de tribus comandadas por el cacique Caballo Loco.
Pero lo cierto es que en esos treinta años los indios debieron entregar millones de hectáreas y ser confinados en reservas donde por lo general eran víctimas del hambre y de enfermedades como la viruela y la malaria, provocadas justamente por el contacto con los hombres blancos. Los indios también debieron presenciar el exterminio de enormes manadas de bisontes, que antes les proporcionaban alimento y pieles para vestirse y construir sus viviendas –entre 1872 y 1874 los cazadores blancos, solo en pos de las pieles, mataron casi cuatro millones de animales-.
El libro de Brown, formidable en todo sentido, recorre una a una las tribus que fueron víctimas de la ambición de una raza, que finalmente se adueñaría de cada uno de los rincones de aquel mundo que cobijaba en armonía a sus pobladores. Con igual convicción, reproduce una y otra vez los testimonios directos de aquellos caciques que defendieron en vano la integridad de sus pueblos. “La tierra fue creada con la ayuda del sol, y como se creó debe dejarse que permanezca”, decía, a modo de ejemplo, el cacique Jefe Joseph, de los nez percés (nariz perforada). “Las llanuras y los campos fueron creados sin límites ni demarcaciones, y no debe ser el hombre quien se los ponga. Veo cómo los hombres blancos ganan riqueza por doquier y veo también su deseo de darnos las tierras que carecen de valor. La tierra y yo sentimos lo mismo.”