Yo no quisiera tomar ese tren pero es lo mejor que puedo hacer porque de todas maneras ella, aunque yo no me largue -eso lo sé-, ella tiene que volver. Yo en este tren. Ella en un avión. No voy en tren, voy en avión, hace tiempo que no la escucho. Me gustaría oír esa canción. Ahora. Aquí. Pero no la encuentro en mi iPod. ¿Conseguiré el pasaje? Lo quiero para hoy, ahora mismo, no la tengo en el iPod y en la radio no ponen la música que a mí me gusta, un pasaje en cualquier clase en cualquier rincón en el primer tren a una provincia nueva para mí, eso no era Charly García, eso lo cantaba Silvio Rodríguez, que no es lo mismo pero es igual. O no. Que salga. ¡Ay!, tú te viene, tú te vay’, no me digas que te vay’, desde algún lugar me llega un reggeatón y mis audífonos están defectuosos. O lo han estado siempre. Son defectuosos. No deben haberle salido muy caros a quien quiera que haya sido que me los regaló. Una visitante humanitaria, seguramente. Se les cuela el ruido exterior. No sé por qué me inclino a pensar que fue aquella suiza, ¿o era escandinava? Eso sí que es más o menos lo mismo. Y ahora no hay modo que no me entre este reggeatón. Osmany “La Voz” es más fuerte que Charly, y Silvio ya me parece que nunca existió. De todas maneras a ninguno de los dos ni los pasan en la radio ni los encuentro en el iPod. Dame un chupi chupi, que yo lo disfruti, abre la bocuti, y trágatelo tuti. Hasta a lomo de burro me iría con tal de abandonar esta ciudad antes que ella. Claro que yo no sé montar burros, pero debe ser fácil. Tampoco es tan grave si me caigo. Sólo algo importa: que sea yo, no ella, el primero en salir.
Tiene que ser ahora, o en dos horas, o hasta tres. Pero no pueden caer las siete de la noche y que esté todavía yo en esta ciudad porque entonces ya no sabría evitar que mi cuerpo se arrastre calle 23 abajo hasta el cine La Rampa. Y eso no puede ser. ¿Para qué tomarla de la mano si luego -¿días, una semana o dos, un mes?- ella volará y a mí va a quedarme un hueco lacerando la palma de la mano. Tan blanca, mi mano. Un hueco rojo cavado por el recuerdo de su piel negra bajo la noche del Vedado. Y la madrugada.
Porque el Malecón es el Malecón y sin Malecón no hay Malecón.
Pero en las aceras del Vedado abiertas en su mitad por las raíces de laurel soy, incluso si mi cuerpo a veces confunde la brisa del mediodía, reptando desde los arrecifes, con el viento frío que sube por el East River, serpiente insidiosa Brooklyn adentro.
Y el Malecón va de Oeste a Este y viceversa, del Vedado a La Habana Vieja o al revés. Y por esas calles de ahí, Centro Habana, las calles donde según se acercan las horas de volver (siempre hay que volver y tomar ese avión y regresar a la realidad que no sé cuánta realidad es, por eso, porque las aceras del Vedado y las calles de Centro Habana, porque la brisa, por eso mismo), ahí en Centro Habana, aun cuando hay que volver y evitando pestilencias por la calle Salud, ya empieza a suceder, antes de tiempo, mucho antes de haberme ido, ya los rostros de los hombres aquellos de Allá comienzan a desdibujar el flaco recuerdo de este otro hombre de esta ciudad de Aquí, en la que yo soy, el hombre con quien quiero o quería o quise ir al cine La Rampa a ver películas de Tarkovski. Nostalgia, para ser exactos, incluso si es sólo por el título y porque sí, por la ciudad y porque hay que volver. Siempre en mitad de la tersa melancolía, al filo de los últimos días de agosto, volver.
Me saldrá caro este pasaje pero no importa si me voy antes de la noche y total ya soy pobre y estos 63 pesos más los 2 CUC de propina para la vendedora no van a cambiar en mucho mi pobreza oficial. Para ella no sería nada, 63 pesos nacionales y 2 pesos cubanos convertibles. Ella es así, Rampa arriba/Rampa abajo en sus taxis de 10 pesos, no 10 CUC ni los 10 o 20 dólares que le exigirían Allá. Pero Aquí, como si volara, etérea, de una esquina a otra de la ciudad; enviándome SMS al celular que yo no quiero responder porque son 0.09 CUC por cada uno y duelen, tanto o más que lo que vendría después, cuando ella tome su flight en el José Martí y yo le diga adiós con la manita blanca, a punto de salirle su herida aunque todavía no, como si la fuese a volver a ver otra vez, con estos casi-casi cuarenta años que los dos llevamos en las costillas, nuestra languidez y la desesperanza (todo eso, claro, sólo si no consigo marcharme de esta puñetera ciudad antes de las siete de la noche). Porque por esas horas más o menos, se supone, ella me esperará a la entrada de La Rampa. ¿Qué busca? ¿Qué espera? Si yo no tengo ni dos pesos para gastármelos con ella. No puedo ofrecerle ni carreras en taxi, ni cerveza Heineken, ni siquiera, que es el colmo, una bola de helado de chocolate en Coppelia que la haga cerrar los párpados y mentir ¡qué rico!, sólo porque recuerda sus diecisiete años en esta ciudad, tal vez sentada sobre la misma burda imitación de la silla Bertoia que hoy puede costar $677 +tax en una exclusiva tienda de SoHo, bajo los mismos jagüeyes escondiendo la misma basura de siempre o unas brujerías más o menos pestilentes o benignas, siempre peligrosas. El mundo es uno solo pero no se hace rico en La Habana un hombre triste, al borde de los cuarenta, sin profesión definida y rebelde, con causa o sin ella. Por eso me tengo que ir. Aunque quisiera verla.
Dios si existe sabe que quisiera verla. Pero Dios, el pobre, debe andar muy molesto conmigo –más que de costumbre- porque he mentido: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Le he dicho a ella que era fotógrafo y no es verdad, aunque ahora mismo no sé ni lo que soy. Tal vez hasta puede que sea cierto que soy un fotógrafo y yo ni me haya enterado, uno de esos, callejeros, apostado a la caza de turistas escandinavas bajo las palmas del Capitolio o cerca de la estatua de Martí en el Parque Central. ¿Quién sabe? Un viejo fotógrafo de cumpleaños, con traje y corbata sucios y viejos, tan viejos como yo, tan viejo que estoy que ni siquiera me duele el calor bajo el mediodía, mi canequita de ron en el bolsillo izquierdo del saco. O un payaso. Barrendero. Traficante de oro, carne de kawama o mujeres. Pudiera ser. A mí no me pregunten. Yo todo lo que sé es que no tengo dinero y eso debe bastar para que me marche a toda prisa de esta ciudad y para que Dios no me perdone jamás. Ella no es Dios. Ella no existe. Se va.
Cuando vivía siempre y nada más que Aquí no existían ni Facebook ni Twitter en ninguna parte del mundo ni yo tenía computadora. Sin embargo, las cartas con demora llegaban desde Berlín y Madrid, Basilea o París, llegaban aunque yo no sabía que existía PC y que había Apple, no sabía, y escribía cartas y lloraba y fui feliz.
Pero ha dicho Kundera que la felicidad es el deseo de repetir.
Tengo ese deseo. Quiero repetir. Aun si no sé a ciencia cierta qué me gustaría repetir. Si verlo. Olvidarlo. Si fuese sólo un beso o caminar de su mano rumbo al cine. Tal vez es nada más el deseo de tener nostalgia de él. Desde Allá.
Pero cualquier deseo que sea, sonrío… Pudiera ser felicidad.
Caramelo…, empiezo a teclear. Borro. Querida…, tampoco. Hola… Y eso estaría bien. Pero no, apago el teléfono. No llego a escribirle y temo que me encuentre. Porque siempre hay un avión para marcharse al más Allá. Y sólo Dios sabe dónde queda el más Allá, el suyo o cualquier otro, y a mí no me lo va a decir, ni mucho menos me va a enseñar atajos para llegar Allá porque ya he dicho que Dios, por sobre todas las cosas, no me ama. Entonces ¿para qué tener el celular encendido y escribirle un mensaje que me va a hacer casi diez centavos más pobre de lo que ahora mismo soy?
Ella se irá y yo aquí me quedo con la rabia.
Ni el tren, ni aunque sea puntual, me salva de la rabia.
Allá donde me toca volver vivo en una casa con wifi en todos sus rincones pero eso no servirá de mucho porque me voy en este avión dispuesta a recordar el deseo de caminar hasta el cine de la mano de aquel hombre que no tiene ni Twitter ni Facebook ni apenas unos pocos pesos cualquiera, cubanos, convertibles, lo que sea, o la bondad de unos amigos para chequear alguna vez al mes o de mes en mes su Gmail y correr, 23 abajo, antes de que empiece la tanda de las nueve, cine Chaplin, cine La Rampa. Lo que importa, lo que hay.
¿Qué cartas me van a llegar?
Pero la tengo pegada a la memoria como en un bolsillo el caramelo viejo de la última fiesta de cumpleaños, desde la infancia.
Él nunca apareció, yo no me atrevía a llorar, y por eso no me alcanzó el coraje para entrar sola al cine. Ordenaría un ron con hielo acodada al bar, pero no, dirty vodka martini, cansina le pedí al barman del Superfine, with olives. Recién comienza el happy hour aunque como siempre parece que el mundo se va a acabar, o al menos que el Manhattan Bridge caerá deshecho en añicos de chatarra centenaria cada vez que pasa un tren. ¿El R? Si el puente se desploma el río va a desbordarse y nos inundará a todos. Yo sé nadar bastante bien pero, en cambio, nunca aprendí a rezar. Tengo curiosidad ¿cómo sería? ¿cuánto resistiré bajo el agua? ¿y si las clarias aprovechan la confusión para agarrarme? ¿si me trituran? ¿existirían las clarias antes del Diluvio? Creo que ya tengo miedo. Son las horas felices, nunca vimos Nostalgia y han traído mi trago. Es sólo el primero. Mi barman sabe que voy a repetir. Se lo leí en la sonrisa cuando depositó cauteloso el martini frente a mí. La copa rebosante pero sin una gota derramada. A mí en cambio me falla el pulso cuando empiezo a beber. Saboreo. Como queriendo olvidar. Antes de tiempo y sabiendo que es siempre tarde. Demasiado tarde.