Con la escritora Grecia Cáceres (Lima, 1968) he tenido muchas veces la sensación de llegar tarde (o de tener iniciativas demasiado extemporáneas). Cuando leí la novela La colección (Altazor, 2012) y me animé a escribir una reseña ya mi amigo Paul Baudry se me había adelantado a proponer una al medio donde por lo general colaboro. Lo mismo me ocurrió con La vida violeta (Estruendomudo, 2007), novela que descubrí hace poco, muchos años después de que fuera publicada. Ahora, con La espera posible (Foc, 2014) no me ha ocurrido lo mismo. Por una vez, he podido darme el tiempo de leer el libro recién aparecido en formato digital, aunque originalmente publicado en 1998, sin urgencias, pero también con la creciente necesidad de escribir, por fin, algo dedicado a su autora. La figura de Grecia Cáceres se impone a quien pretenda abordar la ficción latinoamericana, no tanto por la presencia mediática, los premios literarios, y tantos otros criterios que sirven ahora para consagrar a quien pretender ser un escritor, sino por una delicada manera de abordar el mundo, reinventarlo con cada una de sus ficciones y, sobre todo, entregarle ese sentido, esa poesía que sin la literatura dejaría caer a todos en un abismo de silencio y olvido.
La espera posible cuenta antes que nada la historia de Isabel, joven peruana que vive en el Huaraz de comienzos del siglo XX, testigo de los cambios sociales que van desde la Guerra del Pacífico hasta la emergencia del APRA en el horizonte político; es otras palabras, un periodo que modificó el sistema social y económico peruano, durante el cual una aristocracia extranjerizante empezaba a cederle su lugar a una emergente clase media. Isabel vive todos estos cambios no con la atención de un testigo privilegiado sino casi con la resignación de alguien que los deja entrar en su ritmo cotidiano, su tiempo interior. Los cambios históricos son el trasfondo apagado de lo que en verdad ocurre en Huaraz, el Huaraz de Isabel, una joven que busca la memoria de su madre prematuramente fallecida, una joven que vive con cierta melancolía la distancia del padre, una joven que disfruta con la compañía de su tía Francisca, una joven que vive (sin hacerlo) la cercanía, y el cortejo, de su primo Aurelio. Sin embargo, antes que cualquier otra cosa Isabel pertenece a esa raza de personajes que viven en las vidas de los demás, sean estos seres de carne y hueso o personajes de ficción, y que en la vida de los demás encuentra tanto una manera de interrogar su propia existencia como cierta forma de redención. De ahí que Isabel ame la literatura (Dumas, Dickens y tantos otros autores del siglo XIX) y que pase tantas horas encerrada en la habitación. No nos engañemos, lo suyo no es la negación alienante de la realidad sino escuchar en sí, y en los demás, lo que ésta tiene de más auténtico.
Por sobre todos los otros seres que la rodean o estuvieron cerca de ella en algún momento, Isabel siente un vínculo especial con su madre, Aurora. Como ella, Aurora fue un ser sensible y sereno, amante de la tranquilidad que entrega la reflexión y las ensoñaciones antes que cualquier otra actividad social. Pero también fue un ser secreto, alguien que tuvo una intimidad exclusiva y que Isabel conocerá a lo largo de la novela, conforme avance en sus descubrimientos o en sus conversaciones con los demás. Sobre todo por boca su tía Francisca, con quien Aurora tuvo un encuentro amoroso. En aquel Huaraz de desfiles y bailes, la ciudad de corridas de toros y efervescentes carnavales, algo ocurrió entre Aurora y Francisca, algo que las acerca para siempre en el ardor discreto de un encuentro. Así lo formula Francisca cuando le cuenta la historia a su sobrina Isabel: “supe, antes que él, la piel tan pura, rocé sus labios con los míos, así se hace le decía, toqué su cuerpo satinado, alumbrándolo con el resto de la vela para grabarlo para siempre en mi memoria, menuda y transparente. Ella seguía inmóvil, los ojos cerrados, y la volteé, la mordí, la besé, le supliqué que no se casara, que no cambiara nada, así se hace le decía, sus senos eran redondos y yo toda plana, ella sonreía. Luego se durmió. Le prometí guardar el secreto. La convencí de que no era dolor ni muerte, la convencí del amor de Vicente”. Así, la mujer se presenta como iniciadora erótica pero antes que nada, cómplice en el secreto que será el recuerdo que la reunirá con Aurora, su amante, y muchas décadas después con Isabel, su hija. El secreto trasciende las épocas, los olvidos, el silencio para guardar, mediante las palabras, intacto el amor.
Luminosa, cristalina, la prosa de Grecia Cáceres reverbera con fuerza en cada una de sus líneas. Es una prosa poco usual, que en casi nada recuerda a la que muchos escritores de ahora utilizan; es decir, ampulosa, cuando no excesiva. La escritura de la peruana es puro nervio, da de inmediato con la palabra precisa cuando se trata de formular de las emociones sentidas por sus personajes o siquiera de esbozar un lugar. No obstante, la autora se las arregla para generar una atmósfera de indeterminación alrededor de cada gesto, como si un atisbo de pudor (o de complicidad) la llevara a sugerir antes que decir. Y es de agradecer pues la manera cómo está escrita La espera posible genera esa sensación de atmósferas en las cuales se deslizan los personajes, casi de puntillas, entre los secretos y las confidencias que se revelan al lector de a pocos como quien empuja una puerta dejada entreabierta.
Entre el olvido y la memoria, la ficción se contrapone a ambos por partes iguales: al olvido puesto que ella evoca y recupera el pasado, a la memoria puesto que ella inventa de nuevo lo vivido. Es el afán de trascendencia propio a la ficción, tal y como lo entiende Grecia Cáceres, quien se impone en última instancia, a los personajes, a los lectores. Cuando el odio, las desavenencias, pero ni siquiera el cariño o el amor parecen tener más materia que el recuerdo de quienes se empeñan en evocar, la ficción novelesca aparece no tanto para restituir tal y cual el pasado como para volver a crearlo y, de esa forma, hacerlo más verdadero. Por eso, mi recuerdo de la lectura de La espera posible no tendrá la sensación de haber llegado tarde o mal a la novela. Antes bien, guardará de ella la frescura con la que está escrita, la sutileza con la que pliega y despliega la intimidad de los personajes, esa manera tan lírica aunque descarnada con la cual se abordan las tensiones y conflictos en ese retazo peruano de inicios de siglo XX. Un retazo de historia, desde luego, pero antes que nada pedazo de eternidad.