La cuna, el muro y el orbe rojo

Y vi cuando abrió el sexto sello,

y hubo un gran terremoto;

y el sol se puso negro como tela de cilicio,

y la luna se volvió toda como sangre.

Apocalipsis 6:12

 

     Había una vez un niño que coexistía en una cuna que sabía mecerse sola. Bueno, no sola del todo. Porque ese niño, con su pequeño pie, empujaba una y otra vez la madera contra la pared hasta que: ¡tac… tac… tac…!, un hoyo se fue abriendo, reducido al principio, pero constante. Como un ojo. Era una noche sin astro, una de esas noches donde la oscuridad no asusta, sino abraza.

     Y entonces apareció Él. El Orbe Rojo. No flotaba como un globo. No brillaba como una linterna. Sólo estaba. Redondo, rojo, quieto… como el corazón de algo muy antiguo que no ha dejado de latir.

     El niño lo miró. Y el Orbe lo miró también. No se dijeron nada. Pero se entendieron. Porque ese niño dormía justo donde Macario había muerto. Macario, el patriarca. El que sabía cortar carne como quien lee un destino. El que vendía barbacoa, pero también ofrecía algo más… algo que no estaba en el menú, algo que sangraba sin ser visto.

     Macario, como aquel que hizo un pacto con la Muerte por un guajolote. Aquel que no quería compartir su alimento ni su secreto. Macario también hizo pactos. Pero los hizo con el silencio. Y cuando murió, su aliento se quedó flotando en ese cuarto, como el olor de una carne que nunca se terminó de cocer.

     Después, el tío Pepe vino a acostarse allí también. Un hombre solo, lleno de misterios, como si su voz solo sirviera para esconder cosas, no para contarlas. Él también murió en ese cuarto. Y nadie lo lloró como se llora a los árboles. Solo lo dejaron allí. Otra sombra más en el muro.

     Pero este niño no. Este niño rompía paredes. Con su piecito. Con su voluntad.

     Y lo que descubrió al otro lado no fue un monstruo. Fue una estrella. Porque en ese cuarto había un tragaluz. Y por allí, cuando el niño alzaba la vista desde su cuna, podía ver las estrellas colarse en la oscuridad como si fueran semillas.

     Una noche, ya más grande, cuando el niño era joven y sacrificaba carneros en un rastro municipal, volvió a ese cuarto. Y aunque todos decían que daba miedo, él no sintió desconfianza. Él sintió paz. Hasta que recibió el llamado. Un cuchillo en el vientre. Un dedo en la llaga. Nada que él no haya hecho antes. Nada malo. Solo una estampa de su pacto con el Oscuro:

“Despierta.

Hay algo que debes ver.”

     Y lo vio, aunque no con los ojos. Vio que ese cuarto no era una habitación. Era una grieta. Un altar. Un teatro donde se representaba una historia ancestral. Y él era el único espectador que no cerraba los ojos.

     Después, con el tiempo, vendría la perlesía de la quimera. Como si el Oscuro dijera:

“Quieto. Escucha.”

     Y en ese silencio impuesto, donde ni el viento se atrevía a rozar los muros, escuchó cosas. No con los oídos, sino con esa parte del alma que ya no teme a la oscuridad porque se ha vuelto parte de ella. Allí nació el asesino. No con un grito, sino con un suspiro que quebró la luna en dos. Era cuarto menguante. Era La Noche de San Juan. Era el día marcado para tu muerte. Y ahora, mientras tus ojos se deslizan hacia el punto final, alguien —sin prisa— hunde un dedo en tu costado. Ya no hay escapatoria para los cerdos. El rastro eres tú. Y la cacería ha comenzado.

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