Por Julio Mendívil
Rilke ensalzó la música por inhabitable y esquiva y Baudelaire la describió como el movimiento del mar y como algo incontenible. Es que hasta hace poco tiempo, la música estaba considerada como un arte intangible. Es recién hacia finales del siglo XIX que Thomas Alva Edison logra contrarrestar su fugacidad. Si hasta ese momento los hombres se habían valido solamente de la memoria para conservarla, con la invención del gramófono Edison legó al mundo la posibilidad de manipular el eje cronológico de la práctica musical al fijarla en un soporte. Desde entonces, la conservación de la música ha estado sumamente unida al formato, ya sea este un cilindro de cera, un disco de vinilo, un disco compacto o un archivo digital. Ha sido gracias a la materialidad de los soportes de audio que la música pasó a ser guardada como objeto, dando nacimiento a los archivos musicales.
No es casual que los archivos musicales hayan jugado un rol muy importante en la conformación de la etnomusicología como disciplina científica y que una de las motivaciones principales de sus fundadores haya sido neutralizar el carácter efímero de la música. En un mundo en el cual la modernidad expandía sus tentáculos cada vez más cruentamente, los padres de la etnomusicología pensaban que era urgente registrar las prácticas musicales de las sociedades amenazadas por aquella para salvaguardarlas. Fiel a ese credo, Eric von Hornbostel imaginó un archivo musical que recogiera la música de todas las culturas subalternas del mundo, creando el Archivo Fonográfico de Berlín. Hasta ahí llegaban grabaciones en cilindros de cera de las llamadas culturas primitivas para ser galvanizadas y transcritas, de manera que pudieran ser legadas para la ciencia postrera. Esta visión de los archivos como “salvavidas” de culturas sonoras ha sido harto criticada. Efectivamente, hay algo de morboso en una ciencia que pone más empeño en resguardar la música que la vida de los seres que la producen. Pero hoy que el auge de las teorías poscoloniales ha puesto en evidencia que la práctica etnomusicológica se había valido siempre de estructuras coloniales, los etnomusicólogos han reformulado el papel del archivo musical como almacenes de música para convertirlos en centros de divulgación de la riqueza musical del planeta. Tal vez uno de los primeros pasos en esa dirección haya sido la creación del Music of Man Archive, del etnomusicólogo suizo Wolfgang Laade, una colección que reúne no sólo música de culturas exóticas y amenazadas por el mundo moderno, sino también publicaciones comerciales de música erudita, rock y las músicas populares de todos los rincones del mundo, conformando así un parangón sonoro a la biblioteca de Babel que algún día soñara Borges.
En América Latina, que a diferencia de los países del llamado primer mundo, vivió la experiencia colonial como una historia de subyugación, las urgencias de los archivos musicales han sido sumamente divergentes de las motivaciones europeas. Aunque los primeros fueron concebidos según la práctica germana de fijación y dominación de la alteridad sonora, hoy en día los archivos musicales en América Latina están estrechamente ligados a los procesos de construcción de imaginarios locales o nacionales.
En los días que llevo aquí en el Perú he tenido la suerte de visitar dos archivos musicales que me confirman este viraje. El primero de ellos se encuentra en Lima. El Instituto de Etnomusicología de la Pontificia Universidad Católica del Perú, fundado hace casi treinta años, es la única institución etnomusicológica del país vinculada a un organismo universitario. Dirigido por el etnomusicólogo Raúl Renato Romero, el Instituto promueve el trabajo de campo, recopilando cada año material audiovisual de gran calidad. Pero esta importante labor está involucrada en una política muy diferente a aquella que profesaban los fundadores de la disciplina y no se limita a almacenar soportes de audio como si fueran piezas museográficas a exponerse para una minoría ilustrada. Consecuentemente, el Instituto de Etnomusicología ha asumido, mediante convenios con instituciones internacionales, un importante papel de mediador de la alteridad fomentando la publicación de libros, audiovisuales y discos compactos, en los cuales estas músicas son explicadas para el neófito. En ese sentido, el Instituto de Etnomusicología no sólo conserva la música, sino más allá de ello, la inserta en nuevas prácticas sociales al hacerla circular en diversas esferas de la sociedad peruana y en medios académicos internacionales.
El segundo archivo que he visitado es el Centro Documental de la Música Tradicional de la Región Cajamarca, dirigido por el guitarrista e investigador musical Marino Martínez. Asistido por la antropóloga Fiorela Rodríguez, Martínez y su equipo de especialistas recorren intensamente los rincones más recónditos de la región para grabar en formatos audiovisuales de alta calidad las tradiciones musicales de la población cajamarquina. Con el auspicio del gobierno regional, el Centro Documental graba danzas, huaynos, tristes y muchas otras expresiones, opacadas muchas veces por la industria discográfica. Debido a los limitados recursos de que dispone, el Centro Documental no posee aún una política editorial semejante a la del Instituto de Etnomusicología, optando por ello por la red como medio de difusión. En la página de Facebook del Centro Documental, Martínez y su equipo presentan sus excelentes grabaciones, enriqueciendo nuestro conocimiento sobre las músicas y los bailes de la región norteña peruana.
En verdad, esta idea de conservar la música para hacerla circular no es exclusiva de los países latinoamericanos. Archivos sonoros como el Smithsonian Folkways, el Archivo Fonografico de Berlín o el Australian Institute of Aboriginal and Torres Strait Islander Studies vienen impulsando publicaciones conjuntas con los estados o con los grupos culturales dueños del material grabado y, en algunos casos, incluso, programas de repatriación de patrimonio. Si todos estos archivos mantienen aún algunos rasgos del discurso del rescate —el cual sugiere que una música no amenazada no merece ser conservada— todos ellos están reformulando sus vínculos coloniales y creando nuevos canales de circulación para las prácticas musicales que resguardan. En ese sentido, la conservación de la música ha dejado de ser un fin en sí misma para convertirse en un medio para difusión y defensa de la diversidad musical en nuestros países y en el mundo. La música ya no es más esquivable, como la imaginó Rilke o como huidiza, como la soñó el poeta del spleen parisino. Gracias a los soportes de audio que le dieron materialidad, las músicas del mundo descansan también en los archivos musicales para ser consumidas por las generaciones presentes y futuras.