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La conquista de Joserra Ortiz

Reseña de La Conquista del Monte de Venus‘ de Joserra Ortiz


Toda persona merece expiar sus fantasmas, escribe Joserra Ortiz en ‘La Conquista del Monte de Venus’ (Abismos 2017), una historia que comienza con un hombre perdido, arrastrándose en el Valle de Guadalupe en baja California Sur una tarde calurosa de 1923, buscando el Egipto art decó que vislumbraríamos en ‘Los Diez Mandamientos’ de Cecil B. deMille con Charlton Heston, un set irrisorio y extravagante, de lámina y brillantina; pero esto no ocurriría nunca porque dicha película se filmaría por completo en el Monte Sinaí en 1956, y ese hombre no pisaría el desierto de California sino hasta quince años después, un hombre llamado Peter Schaz, pornógrafo trastornado, antecesor del cine de explotación o grindhouse, un género de muy bajo presupuesto y contenido altamente polémico que lapidaría su carrera y haría que su muerte se deslizara por el tamiz de la indiferencia. El encargado de expiar esos espectros es Hans, amigo cercano y quien podría haber inventado a este personaje según ciertas teorías de conspiración, o peor aún, que podría ser él mismo.

‘La Conquista del Monte de Venus’ es una novela estéticamente escrita, cuyos capítulos pueden leerse de igual manera como relatos cortos. Una capitulación métrica como el cine mismo, con una continuidad que recuerda al trabajo de edición de Sergei Eisenstein —el padre del montaje cinematográfico— ya que para el director soviético la edición no era sólo un simple método utilizado para enlazar escenas, sino un medio capaz de manipular las emociones de su audiencia; así mismo, Joserra Ortiz enlaza los treinta capítulos de esta historia, maniobrando las turbaciones del lector a través de un personaje que se desvive entre la noche y la bohemia, los enormes sets y las cutres salas de cine; un individuo prestado a la amargura, una frustración que supo convertir en experiencias, celebradas todas con sendos tragos de mojito y prostitutas a la media noche.

Peter Schaz podría representar al artista, que a su vez representa al fracaso frente al mundo de la crítica; pero el éxito y el fracaso no tienen su significado habitual en la boca de Schaz, un director de cine que jamás había dudado, ni por un momento, de la autenticidad de su genio, o rebajado por un segundo sus parámetros en cuanto al deber de ser artista. Quizás podríamos considerar que el fracaso, en el sentido en el que Joserra Ortiz lo formula en “La Conquista”, significa sobre todo el fracaso del publico para recibir; la culpa es de la crítica, pero eso no mitiga la catástrofe ni vuelve menos deseable la idea de un orden de las cosas, en el que la audiencia aceptara con gratitud y comprensión de manos del artífice aquello que en última instancia es la esencia más sutil del público mismo. Peter Schaz conquista el Monte de Venus, y conquista la nada.

Una novela corta o memorando en el que Joserra descubre que más allá de la ficción está la realidad, pero la realidad no está simplemente allí, debe ser investigada y usurpada; así convergen personajes ficticios con verdaderas estrellas del cine de Hollywood de los años de oro, luminarias como Elizabeth Short —La Dalia Negra—, la devora hombres Clara Bow, la hermosa y sicalíptica Jean Simmons —con el nombre de Heidi—, Gloria Grahame, el comediante Mickey Rooney, el fotógrafo austriaco Anton Kolm, el escritor francés Émile Zola y los directores de cine Cecile B. deMille, Jean Renoir, D.W. Griffith, Jess Franco y Fritz Lang —obviamente—, pero los personajes que más me inquieta leer en esta novela, aparecen en el marco del ‘Primer Congreso Internacional sobre Cine B y Pornografía’ de la Universidad de Harvard: Fred Schneider de la banda B-52, Doris Wishman —en su momento guapísima y directora de la película ‘Satán era una dama’ (1975)— y el Sumo Pontífice del Trash: John Waters, quien en dicho coloquio opina que Peter Schaz fue el primero en filmar lo que los estudios no querían filmar, y que en sus películas todo eran tetas, en muy diversas situaciones pero sólo tetas. Aparte de Joserra Ortiz, el único escritor capaz de meter en una novela a John Waters, ha sido… John Waters, que en realidad dice ser escritor y no director de cine: “En verdad es lo que soy, escritor; siempre he escrito los guiones de mis películas, así que no es raro que al final acabara escribiendo para revistas y, finalmente, escribiendo libros, metiéndome yo mismo en ellos.”, expresa el director de ‘Pink Flamingos’ (1972), por eso la apropiación de Waters en la novela de Joserra me entusiasma en demasía; no conozco de otro referente literario que lo haya logrado.

Roman Jakobson sostiene que el mensaje literario, a diferencia del corriente, no apunta referencialmente hacia ningún objeto, sino a sí mismo; en este caso, a una obsesión que yo desconocía en Ortiz: la obcecación por el cine, y sobre todo, del género de explotación, de temas de violencia y morbo; un cine repleto de diálogos sin sentido e ininteligibles.

Joserra Ortiz se descubre en ‘La Conquista del Monte de Venus’ como un gran autor de frases novelísticas, puesto que también estamos frente a un libro de axiomas y aforismos de quien ha conocido el oficio en medio de las palabras y el miedo a derrumbarse con todas ellas; frases, juegos verbales que dotan a la novela de una riqueza prosística y refuerzan el valor estético de la misma:

Morir es comenzar un viaje y no apearse sino hasta llegar a un sitio donde hablan el mismo idioma que uno, pero otro lenguaje.

… algo había de anarquía también, anarquía liberadora del sexo.

Todavía no había guerra, aunque se adivinaba porque el aire ya se respiraba como un cuajo de sangre. 

Bien sabíamos que en el sexo encontrábamos la fuerza para conquistar mundos.

A nadie le gustan las jorobas ajenas, porque son como espejos que reflejan las agonías que llevamos encajadas en nuestras conciencias. 

El amor no correspondido transforma a cualquiera en un completo idiota y lo conduce a la perdición del autoengaño.

Y la máxima de los narradores:

Uno no debe cambiar de relato hasta haber contado exactamente lo que quiere decir.

Una novela, una reconstrucción de la época de oro y el cine B, un homenaje lúcido a los perdedores e indiscutibles artistas, estetas de la noche y el alcohol, de la mujer y el celuloide, de la inclusión y la perversión; una literatura que ilumina las salas y las butacas, que nos revela ahí mismos, sentados frente a la pantalla, llorando o disimulando no hacerlo, tocados por un escritor sensible, que escribe palabras que en realidad son pájaros negros que se desbandan a veinticuatro cuadros por segundo en una película de Hitchcock, robots revelándose contra la clase intelectual del poder, “luciérnagas que tiritan en la oscuridad de la desmemoria”. Un tributo, el gran tributo, dedicado a quienes estamos deteriorados, deformados por el cine.

 

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