Me envía mi hermana una foto de la calle de la infancia,
es una calle fea, con más baches ahora que la pavimentaron
que cuando solo era un río de tierra. Al fondo,
en el cielo, está la excusa de la foto, un arcoíris,
y no me quiero poner nostálgico, pero es la calle de la infancia,
la que recorría descalzo y apurado
rumbo a la tienda de la esquina con los pies quemados,
persiguiendo charcos de sombra de las nubecitas huidizas
o de los árboles que desde entonces comenzaban a escasear
en la ciudad.
También es la calle de la aventura adolescente,
del futbol con los otros hijos de vecinos,
de las primeras excursiones rumbo al recién hallado misterio
la mujer, y las nocturnas charlas de un doméstico futuro
con muchachas con quienes no me voy a casar.
Regreso a la fotografía y observo el desordenado pentagrama
que forman los cables de un poste a otro,
marcando el compás de esas canciones que de niño cantaba
y que ya no las escucho.
Pero, si bien hay canciones a las que no
volveríamos, jamás se nos olvidan,
aunque siempre exista el peligro de no reconocer
que las recordamos con letras incorrectas,
estribillos inconclusos, sentimientos encontrados.
El tiempo luego nos demuestra que nada es
lo que esperábamos, que esto de crecer es
más bien irnos muriendo y a cuenta propia,
como una eutanasia desapercibida, lenta, natural, impostergable.
Ahora vemos que el león no es como lo pintan
y menos si en vez de haber estado viendo a un león,
mirábamos ingenuos y orgullosos al espejo.
Un amigo, diez años más joven
me dice que las tertulias están sobrevaloradas
y yo le concedo la razón solo de domingo a jueves
porque a pesar de que ahora, lejos de esa calle,
mi corazón y mi patria son mi hijo y mi mujer,
a veces hablar solo, o con esos amigos
en quienes confías tanto que hablas como si hablaras solo,
es jugar de nuevo en la infancia,
es reír en la inocente calle casi desolada
donde unos cuantos niños conocen de escondites,
travesuras, y a qué casas no debe irse nunca la pelota.
A veces hablar solo, o con esos amigos,
es saberse con la misma ilusión de quien
se anima una vez más a pintar un cuadro,
a contar un cuento o a hacer una canción, un poema
que nos diga en dónde inició nuestro camino
o a dónde, a veces sin saber, estamos
siempre queriendo regresar.
El tiempo en las imágenes de las feas calles de la infancia
es todos los tiempos, porque también nos recuerda
que nuestros padres son ahora los abuelos de otros niños.
Pero en la foto de mi hermana hay un arcoíris,
donde habitan el cuadro del pintor, la canción, el cuento, el poema,
los recuerdos, las sonrisas, la vida y la muerte, la belleza
tras los pentagramas de la luz y, sobre todo,
habita detenida, congelada, como postergándose a sí misma,
la continua despedida que enunciamos en cada respiro.