Yo era un niño de once años. Estaba en sexto grado de primaria. Al inicio del curso llegó a mi salón una hermosísima niña. Se llamaba Warif. Era extranjera. No recuerdo cuándo ni cómo comencé a hacerlo: me sentaba detrás de ella y acariciaba su larga cabellera durante toda la clase. Me gustaba sentir esa exuberante cascada enredándose entre mis dedos. Ella nunca dijo nada, nunca volteó a decirme que no lo hiciera, y nunca me dijo si le gustaba. Solo hubo miradas. A mediados de año dejó de asistir durante algunos días. Algo dijeron de un hermano. Algo dijeron de la familia, que era extraña. Una mañana, Warif regresó. Traía la cabeza cubierta con un raro sombrero. Al principio me gustó. Se veía bonita. Pensé que en cualquier momento se lo quitaría y dejaría en libertad su negra cabellera. Pero no ocurrió así. Mis manos comenzaron a moverse solas. Primero acariciaron los bordes de su pupitre. Después, de manera incontrolable, mis dedos ascendieron por su espalda. En un movimiento fugaz, me vi quitándole el sombrero. Un silencio se apoderó de la clase. Ya no existía su cabello. Su cabeza estaba rapada y repleta de gruesas costuras. Me quedé quieto. Sentí vergüenza y miedo. Ella lentamente giró a verme con sus ojos enormes y húmedos. Torpe, recogí el sombrero y se lo puse. Despacio, su mano agarró la mía. Me regaló por última vez su mirada. Volteó y de nuevo solo me quedó su espalda.
Este texto forma parte del libro Húmedos, sucios y violentos que puedes conseguir aquí