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La balada cruel de Keisuke Kinoshita

La sensación que nos queda al terminar de ver una pieza de cine generalmente determina la manera en la que luego pensamos sobre ésta. En el caso de La balada de Narayama (1958) de Keisuke Kinoshita es posible que la impresión que se tenga después de verla sea ambigua. El filme muestra con una fotografía de hermosos colores la crueldad de una antigua tradición con un cariz poético. Se presenta así la dicotomía entre esa tradición y su amoralidad. Esto se advierte en el acercamiento del director a través del arte cinematográfico a lo teatral, o más bien al kabuki (teatro clásico japonés que incluye elementos dramáticos y danzas); es también la aproximación y simultánea separación entre fábula y realidad.

La historia narra cómo en un pequeño pueblo rural se les impone a quienes cumplen 70 años de edad tener que abandonarlo y ascender a la montaña de Narayama. Estos ancianos deben ser llevados en las espaldas de sus hijos con la intención de dejarlos allí para morir. El fallecimiento de los abuelos representa su abandono y, ulteriormente, su homicidio. Igualmente, desamparar a estos miembros de la familia ayudaba a reducir el número de bocas que alimentar en un momento en que, luego de la Segunda Guerra Mundial, Japón se encontraba en un periodo de gran escasez.

Tal como he mencionado, más que ver un filme me pareció que observaba una obra de teatro. Kinoshita crea un juego con los colores a modo de tablado y escenografía teatral. Se manifiesta un constante cambio en las luces y sus matices al unísono con los sonidos y las palabras que se expresan. Por ejemplo: la luz azul advierte dolor frente a la amarilla que sugiere alegría. De modo similar, el color rojo denota furia y venganza, asemejándose a la sangre pero también al rojo del otoño y, con esto, la llegada del invierno, momento en que Orin, mujer viuda que encarna el personaje principal, decide que irá a Narayama. Estos cambios cromáticos intensifican las emociones en la historia.

De ahí que La balada de Narayama linde con lo poético. Inclusive, además de la forma artificiosa en la que se presentan los colores, existe también un intercambio estético entre las palabras habladas y las que se cantan, entre lo que pueden ser acciones que apelan a lo ritual como aquello que invita a intuir lo emocional. Por eso es fácil entender el dolor del hijo y de la nuera de Orin que no quieren aceptar la tradición. A ambos les acongoja saber que ésta se irá y sufrirá de hambre y frío en la montaña. Sin embargo, también se ve la antítesis de esta situación en los vecinos de la familia: el anciano que rechaza la idea de ir a Narayama frente al hijo que desea desprenderse de su padre. Estas dos perspectivas se enfrentan al concluir la pieza, poniendo en tela de juicio la tradición, pues, sea cual sea el lado que se tome ambas hacen daño y traen consecuencias atroces.

El filme a pesar de haber sido creado hace más de medio siglo conecta con una realidad humana que aún hoy se confronta. El abandono de los ancianos es real y actual (por supuesto, no como algo impuesto, más bien como opción de algunos), se trata de un acto cruel hacia quienes se vuelven débiles o inútiles para los estándares de la sociedad. Es en este punto de coincidencia (entre otros) en el que puede verse lo magistral de la cinta de Kinoshita. Ese lugar en el que a través de las diferentes culturas se puede entender lo humano y en el que lo implacable duele, sin importar la época ni el sitio en el que uno se encuentre.

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