He leído varias veces Krapp´s last tape (La última grabación de Krapp, en español), y sigo quedando impresionado al final de cada una de ellas. Samuel Beckett no solo demuestra que la economía de recursos es una virtud, sino que en la extrema brevedad se puede lograr todo lo necesario para mandar un mensaje poderoso y producir una obra maestra. A Beckett le bastaron menos de 15 páginas.
Es una tontería intentar desestructuralizar grandes obras que tanto esfuerzo le requirieron al autor. Es como ver un edificio hermoso y querer deshacerlo: absurdo. Lo que me parece pertinente es una reflexión que parta y/o gire en torno a la obra.
Krapp´s last tape es, en su sentido más fundamental, una obra sobre la soledad humana, y por eso la brevedad se vuelve un atributo de la mayor relevancia. La soledad se vive en momentos cortos, cortísimos, a pesar de lo larga que pueda ser. En esos momentos se vuelve pesada, incómoda. La alegría deja una impronta fácilmente recordable que casi se puede revivir con un poco de imaginación; la soledad es única, distinta a cada momento, por ello inencasillable. Quien la ha vivido sabe que muta, así es como carcome, que cada vez que se le piensa se muestra como si acabara de llegar, como una nueva convidada a la mesa que no se piensa ir nunca. A la soledad, como muestra Krapp, no se le ve dos veces los mismos ojos: en ocasiones como el recuerdo del amor, la espera de la muerte, el juego con el perro, la mesa vacía, unos tragos, la voz de fondo o el lento pelar de un plátano, no se le puede enfrentar sino reinventándose ante cada faceta con que nos encara. Ahí el desafío de la soledad: Krapp necesita ser uno nuevo constantemente, y es, en efecto, muchos Krapps a lo largo del corto monólogo.
Hace poco le leí a Sergio Téllez-Pon en una columna sobre Cioran que en el mundo no hay lugar para los pesimistas, y cómo lo va a haber, si a nadie le gusta hablar de sus miedos, ¿por qué alguien habría de estamparnos en la cara lo que se ha enterrado con tanto trabajo? Menos aún considerar la gran posibilidad de que se vuelvan lo real. Beckett viene de la tradición de Cioran, ve en el optimismo de pacotilla, y muchas veces en la vida, un absurdo. El amor no realizado, que no se convirtió en el sentido de la vida; la madre que agoniza mientras su hijo espera ansioso la noticia de su muerte; Krapp llega a los 69 años y no es rico ni feliz, ni tiene hijos ni nietos que lo llenen de alegría en su cumpleaños, ni una esposa, ni un perro, ni la experiencia de una vida que le permita sobrellevar todo con tranquilidad. Krapp está frustrado, triste, no ve un mundo bello, no le encuentra el sentido a nada (porque es probable que no lo tenga), y parece odiar su existencia.
Uno no llega a viejo para encontrar la respuesta a todo, parece decir Beckett. La vida no es una escalera en la que cada paso que se da es hacia un estado mejor, puede que sea un camino circular, uno recto que no lleva a ningún lugar, o un tobogán sin fin. El pesimismo, dirán algunos, es un vicio. El pesimismo, diremos otros, es una forma de vivir, que hace menos duro este juego. No llegamos al final para ser felices, llegamos, como Krapp, porque de una u otra forma teníamos que acabar ahí.