Con un puño en alto emulando a líderes nazis, y al grito alcoholizado de “Que venga el principito, que le daremos batalla”, aquel año entrábamos en guerra con una súper potencia. El personaje que arengaba a las masas desde la Plaza principal, parecía extraído de una película de terror donde un dictadorzuelo de una incipiente república bananera y con perdón de las bananas, que gozan de mi apetito y de cualidades mas saludables, hacía de las suyas con el pueblo oprimido. Era la segunda vez que nos enfrentamos. Casi dos siglos atrás, los habíamos echado del territorio nacional a puro coraje y baldazos de aceite hirviendo lanzados desde terrazas convertidas en precarias trincheras. La diferencia era que esta vez el conflicto fue utilizado con fines políticos entre una dictadura en decadencia y una mujer que, con mano de hierro, trataba por todos los medios de implementar reformas estructurales para salir de una recesión económica post industrial. Ambas razones, justificaron una guerra inútil y así perdimos la soberanía en tierras continentales, al sur, cuyo precio a pagar fue de miles de jóvenes inocentes muertos y una desesperanza sin parangón. Un gusto amargo, mezcla de bronca y traición, nos dejaba con sed de revancha.
Pero como el tiempo no descansa y nos alcanza, la tarde del 22 de Junio de 1986 la historia nos daba otra oportunidad en plena democracia. Era la tercera. La venganza de los vencidos y la gloria de los vencedores se definiría esta vez, acorde a los nuevos tiempos, rápido como un relámpago, en noventa minutos. Grandes cambios se sucedieron para tal fin. El campo de batalla fue neutral. El frío suelo empantanado al sur del mundo se había convertido en un césped verde y sin trincheras. Los soldados cambiaron el uniforme camuflado por camisetas con números en las espaldas y patrocinadores en el pecho. Las botas altas se relajaron y pasaron a ser botines, y los fusiles automáticos y los aviones de combate cedieron paso al balón. No era un partido más, era “El partido del año”, “del siglo”, “de la vida”. No importaba si ganábamos la copa como ya lo habíamos hecho en plena dictadura y que había sido bastante controversial por cierto. Ganar esta vez, era vengar a nuestros chicos muertos, reivindicar nuestra soberanía frente al usurpador en una lucha desigual, como la de David y Goliath pero sin piedras, a pura gambeta.
Minuto cero. Al grito de “O juremos con gloria morir!», nuestro jugador estrella Diegol, movía la pelota desde el centro dando comienzo al tenso partido. En la tribuna, la muchedumbre se movía al ritmo de grandes olas de pasión. En las pantallas gigantes, los avisos comerciales intercambiaban imágenes con el campo de juego. En la cabina de transmisión y mientras los jugadores se situaban en posiciones de defensa y ataque, periodistas de todo el mundo relataban pormenores históricos del encuentro y nosotros, las treinta millones de almas vestidas con los colores patrios y con los puños apretados y las gargantas ansiosas, lo veíamos por TV y a color. Los primeros cuarenta y cinco minutos entre amagues de gol y gambetas fallidas, pasaron sin pena ni gloria.
Tras el primer tiempo empatado pero con la moral todavía alta, nuestro jugador estrella Diegol, comenzó a desequilibrar el partido. Las pantallas desprendían olor a gol inundando los hogares de ansiedad cuando este tomó el esférico fuera del área contraria y con pase corto habilitó al puntero que corría por el lateral izquierdo. En la tribuna, la gente se puso de pie y agitaba banderas alentando a nuestra selección. El puntero, que se llevaba la pelota hacia el centro del área, fue interceptado por un defensa que en su afán de despejar pateó la pelota hacia arriba y en un raro efecto, la bola fue para atrás, habilitando de esta manera a Diegol. En nuestras casas, parados y a centímetros de la pantalla hacíamos fuerza tratando de empujar el balón. Ya dentro del área y con la pelota cayendo, Diegol la fue a buscar a la par del guardameta que, salió adelantando su puño derecho para rechazar la pelota justo cuando desde el cielo bajó lenta y solemne, una mano envuelta en un aura etérea y blanca que cubrió a los jugadores en plena acción. La palma, se interpuso entre el puño y la cabeza de estos empujando el balón, que picó solo una vez y rodó hasta la meta final. Durante el lapso que duró la jugada, ningún atleta reaccionó. Era como si una fuerza extraña hubiese paralizado a todo el estadio, que por unos segundos, permaneció en silencio. Nadie podía dar crédito de lo que estaba pasando. En todos lados, el grito de gol se vio ahogado por la duda y quedó atrapado en millones de gargantas. Los árbitros y jueces de línea se peleaban entre ellos y los periodistas deportivos planteaban la controversia, pero: ¿Quién se atrevería a discutir un mandato divino? ¿Que mortal dudaría de los designios de Dios? Y cuando todo eso pasaba, se escuchó un órgano celestial por los altoparlantes y en las pantallas, la leyenda intermitente de “Habemus gol”, confirmaba el primer tanto del encuentro, que ya era todo un desencuentro. Entonces, Diegol seguido por nuestros jugadores corrió hacia el lateral derecho a fundirse en un abrazo con la tribuna que estalló en un solo clamor mientras mirábamos hacia el cielo en señal de gracia porque el todopoderoso era uno de los nuestros y pateaba para el mismo arco. Pero Dios, a veces se conduce por caminos misteriosos y para que no queden dudas de su poder, promediando el segundo tiempo, Diegol tomó el balón desde la mitad del campo de juego, llevándose por delante entre driblings a mitad del equipo contrario que ni siquiera podía pararlo a patadas y en una jugada maestra y fuera de este planeta, amagó frente al arquero que quedó despatarrado y lejos del arco, pateando la pelota hasta el fondo de la red, convirtiendo el segundo en una obra maestra que no tuvo ni tendrá discusión y quedará para siempre en los anales de la historia del fútbol mundial. Todo un pueblo lloraba de felicidad mientras los relatores lanzaban metáforas cósmicas al aire y en las gradas, las banderas se agitaban al son de cánticos populares.
Aquel año entramos en la historia de la mano de Dios y entre lágrimas de dolor y alegría, alzamos la copa mundial al cielo por segunda vez, regando de gloria nuestro suelo y reivindicando el coraje de nuestros soldados muertos en cumplimiento del deber. Dicen que solo nosotros fuimos testigos del fenómeno divino y quizás sea cierto, pero eso no importa, porque éramos felices, creíamos en todo, hasta en los milagros.
Ilustración: yugo shimizu