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Jim Thompson, negro absoluto

Siempre que alguien me habla de Jim Thompson empiezo a salivar. Hoy lo hizo un colega que mostró en una foto las portadas de los libros del autor norteamericano que atesora en su biblioteca (yo tengo más pero no se lo dije). Allí estaban ejemplares de la mítica colección Etiqueta Negra de Silverio Cañada y Paco Ignacio Taibo II en la que tuve la dicha de publicar mis dos primeras novelas.

No he sido muy consciente de ello, pero con los años me he dado cuenta de la influencia que el norteamericano tiene en mis novelas, incluso antes de haberlo leído, y que una de mis frases filosóficas y vitales, Aquí y ahora, resulta que es el título de una de sus novelas.

Uno de los mayores elogios que he escuchado, y no hace tiempo, de uno de mis colegas es que una de mis novelas, Mala hierba, ambientada en la Norteamérica profunda y que se ha reeditado en la colección La Orilla Negra, es tan thompsoniana que es mejor que las novelas del propio Jim Thompson. Semejante piropo lo he estado esperado durante los 35 años de trayectoria literaria, pero nunca es tarde aunque no me lo crea.

Mi idea, no muy descabellada, es que los thompsonianos, de los que hay un buen puñado en España, formemos algo así como un club de debate sobre la novela negra hard boiled de la que el autor de 1280 almas fue un abanderado. Tal es mi entusiasmo por ese autor que llevaba sangre cherokee en sus venas y era hijo de un sheriff corrupto, alcohólico y pendenciero (lo escribo y creo que Thompson tomó a su figura paterna como molde de los personajes oscuros y despiadados que pueblan sus novelas), que ya anuncio que en ese festival de género negro que organizo en los salvajes valles en los que vivo, poblado por jabalíes, ciervos y osos, pondremos una mesa de debate para hablar de nuestro maestro y quizá una botella de Jack Daniels también para desembocar en una conducta inapropiada tras las correspondientes libaciones, aunque hoy apenas beben los novelistas de género negro y el look canalla haya quedado demodé.

Jim Thompson nació en Oklahoma en 1906. Fue el típico self made man, hombre hecho a sí mismo, que tuvo vivencias como botones, trabajador de oleoducto, proyeccionista, portero de noche, vigilante armado, experto en explosivos y escritor policiaco. Como les sucedió a muchos autores de la época, y del género, tuvieron que ser los editores franceses los que le redescubrieran con excelente olfato y lo catapultaran hacia su país de origen en donde no pasaba de sobresalir de entre la medianía.

Jim Thompson, escritor de oficio, sometido muchas veces a un ritmo de trabajo excesivo que mermaba la calidad y el acabado de sus obras, estuvo en las listas negras por sus simpatías hacia toda clase de desheredados y el carácter social de su obra, pero era un personaje tan poco relevante para los macarthistas que pudo trabajar con nombre y apellidos como guionista en dos importantes filmes de Stanley Kubrick: Atraco perfecto y Senderos de gloria. Casi nada haber participado en ese par de obras maestras.

De sus experiencias vitales, que marcaron su rostro pétreo y adusto, tan parecido al del duro Lee Marvin o al del no menos rudo realizador Samuel Fuller, han surgido libros muy autobiográficos como Los alcohólicos (Thompson tuvo serios problemas con el alcohol, que incluso llegan a evidenciarse en su discurso literario en ocasiones inconexo); Texas (Thompson trabajó en los oleoductos del enorme estado de la estrella solitaria); o Los timadores (Thompson conocía muy bien el mundillo del juego, sus tretas y sus miserias).

De su abundante obra, no menos de veinticinco novelas publicadas, cuatro de ellas fueron llevadas al cine con buenos resultados: Una mujer endemoniada, La huída, Los timadores y El asesino dentro de mí, y de entre ellas destacaría, por su ejemplaridad y virtuosismo, la penúltima (no es casualidad que Stephen Frears, uno de los más brillantes realizadores británicos del momento, heredero directo del free cinema, director de películas como Mi hermosa lavandería, Sammi y Rose se lo montan y Las amistades peligrosas, se fijara en el texto lúcido y amargo de Thompson y convenciera a Martín Scorsese para que produjera el proyecto) y la seca brutalidad de la versión cinematográfica que Michael Winterbotton hizo de la última, El asesino dentro de mí, sin descartar la versión de Sam Peckinpah de La huída con Steve McQueen y Ali McGraw, antológica por sus tiroteos ralentizados. Sí muchos novelistas no tuvieron mucha suerte con las versiones cinematográficas que de sus obras se hicieron, Thompson fue una excepción porque las películas inspiradas en sus novelas están casi a la altura de ellas.

La negritud de Jim Thompson no está sólo en sus argumentos –en muchas de sus novelas ni siquiera hay un crimen a reseñar, y si lo hay es accidental, mediocre, carece de espectacularidad– sino en los ambientes que refleja: bares terminales, garitos de juego, hospitales cochambrosos, moteles infectos en donde no se cambian las sábanas y, sobre todo, en la personalidad de sus marginales criaturas, perdidas en las urbes, sin norte, desencantadas, conscientes de sus miserias, sin posibilidad de redención y por ello tan terriblemente humanas. Un retrato moral de la sociedad norteamericana que encontraba su doble pictórico en los cuadros de Hooper.

Hoy Jim Thompson, padre de la nueva narrativa negra norteamericana, la que presta más atención al delincuente y al marginado que al servidor de la ley en una inversión de papeles de lo que era la literatura detectivesca de Chandler y Hammett, se ha convertido en un clásico del género sin proponérselo, en un autor de culto dentro del negrocriminal, al que todos los estudiosos hacen referencia, cuando él creía estar haciendo literatura popular sin pretensiones para sobrevivir, y se ha convertido en un autor de primera división sin él mismo saberlo.

La magia de la literatura que planea muchos palmos por encima de sus autores y ellos que ni se enteran.

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