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Humphrey Bogart en Miami

 

El viejo hotel estaba en la Collins Avenue, lejos del ajetreado oropel nocturno y del glamour en blanco y negro de los cuarenta. Tenía una entrada convencional, plagada de ficus, fértiles árboles de viajero y orquídeas virtuosas.

Cuando entré a la recepción, percibí los colores pasteles, los manteles bordados y la amplitud impetuosa. Era, en otra escala, una imitación flagrante de los salones estrechos y llenos de humo de un policial de Hollywood. En el fondo, después de unos escalones calculados, había un escenario mínimo encima de un piso a nivel. Como un telón invisible había un ventanal del tamaño de una pared. Más allá, las cabelleras inquietas de las palmeras se movían según el viento furtivo. Cuando bajé la vista hacia el piso me encontré con un lujoso heredero de los conciertos de jazz. Era un negro piano de cola y estaba cerrado.

Pagué la habitación y caminé hasta el ascensor sin dejar de mirar, extasiado, el negro piano de cola. Al sortear los pisos, nunca imaginé lo que sucedería por la noche.

Se hizo la hora de la cena. Bajé. Mi sorpresa fue mayúscula: el mudo salón del mediodía ahora tenía vida. Un hombre negro, vestido con un impoluto traje blanco, tocaba una pieza en el piano. Al principio, los acordes me fueron indiferentes. El ventanal amplio y oscuro dejaba que el brillo blanco y ecuánime de las estrellas iluminara el salón. Los visitantes eran escasos. Pedí una medida de whisky y el mozo, desobediente, me trajo rápidamente una serie de vasos que temblaron en mis labios. Me senté cerca del amplio ventanal: las palmeras huidizas temblaban, oscuras, al compás de la marea que refulgía con el reflejo sigiloso de la luna.

El impoluto pianista negro apoyó las manos en el teclado y tocó algo que empecé a reconocer. Las arañas se apagaron y la música hirió los cristales vibrantes. En un instante incierto, una mujer rubia y alta se paró a mi lado. Juro que no era una alucinación. La mujer tenía los rasgos y el porte de una actriz sueca. Llevaba, orgullosa, un cigarro en la mano que devolvía el humo con parsimonia y perseverancia. Impetuosa, caminó y se acercó al piano. Rozó la impecable cubierta negra y un viento frío y extraño corrió por mi espalda. Sentí que la realidad era una imitación del arte. La mujer no era Ingrid Bergman pero emulaba, secreta y prolijamente, los ademanes imposibles del ayer. Se sentó al lado del pianista y permaneció en silencio, parca, como si estuviera a punto de decir una frase memorable.

No sé si mi memoria o el whisky completaron lo que siguió. Al rato, mientras contemplaba su larga cabellera dorada, escuché, desde no sé dónde, la voz rasposa e inimitable de Humprey Bogart: “tú la tocaste para ella y la puedes tocar para mí”. En ese momento, el pianista aceleró el ritmo de sus manos y la música de Casablanca inundó el salón.

Al día siguiente tuve una segunda revelación. Ocurrió en la esplendente Ocean Drive. Era de noche y los neones y las estridentes voces estaban escoltados por las veredas rojas y las palmeras pegadas a la playa. En un punto de la calle, abarrotada de bares y músicos, estaba estacionado, eterno, un antiguo auto negro. Me acerqué. Pegué mis ojos a los cristales. El motor estaba apagado y las ruedas, inmóviles, despedían un olor a arena húmeda. Miré hacia el volante y percibí que una figura tiesa, a contraluz, ni siquiera movía las pestañas. Al acomodar mi cuerpo, descubrí que era una escultura que imitaba los rasgos de Humphrey Bogart. Al principio me espanté, pero después acomodé mis fantasmas y advertí la operación que había hecho el destino.

Mi memoria espuria reunió los retazos. En la noche anterior habían estado juntas las sombras huidizas de Humphrey y de la falsa Ingrid en el oscuro salón del hotel, escoltadas por el melancólico piano. Ahora, en un cordón de la Ocean Drive, reposaba la muda y olvidada silueta de Humphrey Bogart.

Pensé muchas cosas pero hay una que no puedo olvidar: un orden secreto e irrefutable preside la afanosa realidad. Pensé que Humphrey Bogart estaba solo siguiendo un principio de causalidad desconocido. Pensé que ella lo había dejado la noche anterior, en el hotel, repitiendo el cruel argumento de la película. Azorado, herido por los neones de los frentes Art Deco de la brillante Ocean Drive, pensé que la imaginación es más terca que la realidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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