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Húmedos, sucios y violentos

Negación

 

No cerraron la puerta de tu casa esa noche. No planifiqué todo durante los últimos seis meses. No soborné al vigilante de tu casa, no le di mil dólares a María, tu empleada. No manejé dos horas hasta La Molina. No dejé estacionado el auto a tres calles de tu casa. No llevé tres trozos de carne con somníferos en una bolsa negra. No les arrojé la carne a tus perros. No me llevé a Rebeca, tu hija de seis meses. No pagué por un pasaporte falso ni fragüé los permisos de salida del país. No soy la madre, no soy el padre. Y ahora, yo no soy yo, y ella, tu hija, ya no es ella. Mi nombre ya no será mi nombre. Su nombre ya no será su nombre. Ya no somos nosotras. Ya no seremos nunca las mismas. Y tú no sabrás nunca dónde estamos ni cómo vivimos. Y para ti, de ahora en adelante, la vida ya no será vida.

 

Corre, Santiago, corre

 

Mi mamá me lo dijo hace como un año. Era Noche Vieja. Papá llegó muy borracho. Comenzó a tirar adornos, sillas y todo lo que encontraba a su paso. Antes de alcanzar la cama cayó al suelo. Mamá le echó un balde de agua fría y él, como si nada, se dio media vuelta y siguió durmiendo. Ella se quedó mirándolo un rato, como si no supiera quién era él. Me tomó del brazo y me llevó al baño, que quedaba afuera de la casa, en el solar. «Es un secreto, Santiaguito, nadie puede saber. ¿Me juras que nunca se lo dirás a nadie?». «Sí, mamita, te lo juro. Nunca le diré nada a nadie». Y entonces me dijo toda la verdad, susurrando, para que ni el viento la escuchara. Me dijo que mi papá, ese que estaba en el piso dentro de la casa, no era mi papá. Al verdadero lo habían secuestrado los extraterrestres. «Los malos, porque también hay buenos, Santiaguito, también hay extraterrestres buenos. Por eso tenemos que irnos lejos, Santiaguito, adonde no puedan encontrarnos. Pero si nos encuentran, tú tienes que ser fuerte y sacar tus poderes. Recuerda que tú eres un superhéroe, como esos de los dibujos animados que tanto te gustan, Santiaguito. Eso sí, solo los podrás utilizar en caso de mucho peligro». Esa noche nos fuimos con una pequeña maleta. Caminamos hasta la estación de autobuses y partimos cuando todavía no había amanecido.

Mamá supo que debíamos huir de allí unos días antes. Yo me había quedado solito en la casa. Hacía mi tarea en la mesa del comedor. Papá llegó temprano. Estaba rojo, sudado. Se metió en la cocina y sacó una cerveza. Vino al comedor. «¿Dónde está la puta de tu mamá?», me preguntó. Así hablaba él siempre. Le dije que estaba en el médico y que llegaría más tarde. Tomó su cerveza y volvió a preguntar: «¿Y tú qué mierda estás haciendo?». Le dije que mi tarea. Me tomó del brazo y me llevó a rastras hasta el cuarto del fondo, ese que está antes de salir hacia el solar. Papá se sentó en el viejo colchón que estaba sobre el piso. Yo me quedé de pie, mirándolo. Me dijo que me quitara la ropa. Lo hice tan rápido como pude, no fuera a enojarse y pegarme. Me observaba mientras él también se quitaba la ropa. Me dijo que me acercara y comenzó a tocarme con una mano, mientras se tocaba a sí mismo con la otra. No sé cómo, pero mi mamá entró y empezó a gritar como una loca, traía un tubo de fierro en la mano. Mi papá salió corriendo, y mi mamá detrás de él. Alcanzó a darle en la cabeza. Mi papá chorreaba sangre. Mi mamá lo sacó de la casa, cerró la puerta con una tranca y vino a abrazarme. Me vistió rápido. Lloraba mucho. Me dijo que no me olvidara que yo era un superhéroe, que si papá regresaba yo debía subir al techo y correr, correr, correr.

Ha pasado un año. Vivimos en un departamento en el décimo piso de un edificio viejo. Pero el extraterrestre que habita el cuerpo de papá hoy nos ha encontrado. Mamá me ha dejado en este cuarto. La escucho gritar. Sé que debo ser valiente. Esta ventana es grande. La gente se ve chiquita allá abajo. Mamá sigue gritando. El extraterrestre está golpeando la puerta. Debo correr. Voy a correr.

 

Contrato con la Muerte

 

La Muerte, atraída por mi curiosidad y mi veneración, se animó una tarde de verano a visitarme. Aunque me tomó por sorpresa, debo admitir que la esperaba con ansias. Pensé que partiríamos de inmediato, pero ella me pidió antes un café. Pasamos la tarde charlando sobre las pasiones humanas, en especial sobre aquellas que a mí más me gustan. Excitada por mi relato, quiso la Muerte probar un poco de lo contado. Esa noche, con mi autorización, tomó mi cuerpo dejando que mi espíritu siguiera consciente durante toda la experiencia. El clímax de la noche lo alcanzamos juntas cuando, después de hacer el amor por quinta vez con un hermoso ejemplar masculino, decidimos clavarle un puñal en el corazón. Desde entonces tenemos un contrato indefinido: cada mes, algunas noches, la acompaño a realizar su trabajo cediéndole mi cuerpo. De esta manera, ella disfruta de la vida, y yo disfruto de la muerte.

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