Puede que este nombre, el de Hubert Selby, no les diga nada a muchos norteamericanos, y no digo a los españoles. Los libros llegan a uno de forma aleatoria por vericuetos extraños, por amigos que te los recomiendan o regalan, por una crítica literaria que uno lee al azar, por verlo destacado en el escaparate de una librería de referencia. No me ocurrió nada de esto con el escritor norteamericano. Última salida a Brooklyn llegó a mis manos tras verlo en una librería, editado por Anagrama, la mejor editorial literaria que existe en España, y seguramente me atrajo el título. Así es que hace quince años compré esa novela, me la llevé a casa y la devoré en cinco sesiones a pesar de su considerable número de páginas. Me di cuenta entonces de lo gran escritor que era ese tal Hubert Selby del que no había oído hablar hasta entonces, de lo magistralmente que, en sus páginas, radiografiaba el dolor y la soledad, por haberlos sufrido en su persona, y lo bien que retrataba el paisaje urbano desolado en el que se desenvolvían sus personajes, su Brooklyn natal. Sin que hubiera crímenes, especial violencia o sangre en sus páginas, y, desde luego, ninguna trama criminal al uso, Última salida a Brooklyn era una genuina novela negra poblada por personajes perdedores abocados a un destino trágico—existe una conexión evidente entre novela negra y tragedia griega—, y desde entonces, en conferencias, foros o artículos, la pongo como ejemplo del género, que, en realidad, no es sino una mirada crítica a la sociedad que nos envuelve, y Selby odiaba con furia la sociedad en la que le había tocado malvivir.
Curiosamente he vuelto a Hubert Selby en mi último viaje a Nueva York, porque quizá he paseado, sin saberlo, por sus calles de Brooklyn. He estado en los escenarios de su novela Réquiem por un sueño, en las playas, nevadas porque era invierno, de Coney Island; en esa pasarela de madera que se adentra en el mar y que la extraordinaria película homónima de Darren Aronofsky recogía con Jared Leto corriendo por ella y una fantasmal Jennifer Connelly, una de las actrices más bellas de Estados Unidos, girándose en una escena onírica que nunca se haría realidad. Y, una vez de regreso a España, he estado viendo, además de la película que me sigue pareciendo la mejor de Darren Aronofsky, una entrevista que le hacía a Hubert Selby, que encarnaba en el film a un odioso carcelero con gran sentido del humor, Ellen Burnstyn, la viuda enganchada a las pastillas de la versión cinematográfica de esa novela tan terrible como conmovedora cuyos personajes despiertan nuestra piedad.
Hubert Selby era, físicamente, un personaje de una fragilidad física extrema y así él se reconoce: estaba muriendo cuando nació. Su madre tuvo un parto muy complicado. Se ahogaba el nasciturus en el útero materno. Así es que Hubert Selby, desde el segundo cero, se aferró a la vida como nadie, porque la perdía, pasó por un sinfín de vicisitudes, tuvo una salud enfermiza que le hizo frecuentar durante años hospitales y quirófanos y ser desahuciado por los médicos que pronosticaban su inminente muerte, pero el pequeño Hubert Selby siempre daba la batalla por la vida, sobre todo en sus libros espléndidos, que escribía sin haber tenido estudios—se alistó en la marina mercante a los 15 años—, haber ido a ningún taller literario ni tener padrinos influyentes, porque era un narrador nato autodidacta, y de sus libros, que le sirvieron para aferrarse a la vida contando historias de desolación absoluta, la suya, hablaba con enorme modestia. Los personajes de su breve, pero intensa—ningún lector que se adentre en sus páginas sale indemne—, producción literaria—El demonio y La habitación, además de las dos novelas citadas que fueron adaptadas al cine—eran seres desquiciados, desubicados en la sociedad y politoxicómanos—él se enganchó a la morfina para paliar el dolor de sus enfermedades y no se libró nunca de ella—y algunos moralistas lo tacharon de pornográfico y lo llevaron a juicio por hablar en sus libros, sin tapujos y con una crudeza extrema, de prostitución, homosexualidad y drogadicción.
Cuatro años después de esa entrevista grabada, Hubert Selby, el escritor de frase corta y lapidaria, fallecía, pero su legado literario es importantísimo y sus novelas, evidentemente, son piezas capitales de la novela negra y así lo seguiré defendiendo en todos los foros a los que acuda y en todos los artículos que me toque escribir.
Mis respetos a un gran maestro, a un escritor inmenso, a un personaje, pese a sus limitaciones físicas, con una fuerza interior extraordinaria, del que me he estado acordando cuando paseaba, una mañana de marzo, entre gaviotas que graznaban, por un Coney Island sepultado por la nieve, totalmente blanco, como un fundido cinematográfico.