Un hombre sube al bus en Washington Avenue. El viaje es tranquilo. Se llama Bob y sus ojos, contritos, no pueden ocultar la turbación. Bob mira los negros que suben parada tras parada. Se siente extraño y a la vez parte de ellos. El bus avanza despacio. Hace frío, mucho frío. Los vidrios empañados hacen que el bus parezca una caja de hielo, un baúl hermético, aislado del mundo. La calefacción hierve los cuerpos.
Bob se saca la campera gruesa y la coloca en la butaca de al lado. Pegada a la ventanilla, una mujer negra y una niña no conversan. Apenas se miran. Bob, extranjero del orbe de los tranquilos, mira a la niña. La mujer se da cuenta y lo sigue con los ojos. Bob advierte la presión de la mujer. La niña ni se inmuta.
Bob saca una radio pequeña. Quiere encontrar el sosiego. La mujer se fastidia. Está prohibido subir el sonido en el bus. El chofer detiene el vehículo y estaciona en un espacio permitido, lejos aún de la parada técnica. Sale de su asiento reglamentario y se acerca a Bob. Le pide que apague la radio. Bob se queja pero acepta. Toca el botón y lo apaga.
Detrás de las ventanillas están los decorados aparatosos del Atlantic Center, las vidrieras atiborradas de focos amarillos, las cabezas de reno que pululan por doquier.
Bob chasquea la lengua y un temblor sinuoso lo ataca, imparable. El chofer lo sigue por el espejo retrovisor. Bob no puede detener el sismo que lo envuelve. El impacto es tan intenso que nada podrá calmar la fuerza ciega de lo ocurrido. Antes de subir al bus ha caminado sin rumbo por el Prospect Park; convulsionado, como un enajenado, ha buscado respuesta, en vano, mientras perseguía un rostro en las cabelleras fugaces de los árboles altos.
El bus entra a Levinsgton Av. En la parada de Nevins ve los carteles que anuncian películas nuevas. Piensa que son todas iguales. Nadie cambiará nada.
En su casa ha dejado un cuerpo convaleciente. Nadie lo sabe. Nadie sabe si ese cuerpo ya es solo un cuerpo tieso o una boca que jadea en el vacío, al borde de la muerte.
En el downtown no hay policías. Apenas unos guardias por el día especial. El alcalde ha estado en las pantallas de todos los hogares, por la mañana, y les ha deseado una feliz Navidad.
Bob lleva la radio en un bolso chico.
La mujer ya no lo mira. La niña juega con un reloj de plástico.
Bob piensa en su hija, en lo lejos que está, en que ya no podrá verla después de lo que ha sucedido en ese cuarto, hace unos minutos.
Antes de subir al bus, Bob se ha subido al auto en el garaje y ha dejado que el humo del escape se esparza en el cubículo estrecho del garaje.
Bob menea su bolso y estruja el interior rugoso.
El chofer lo ausculta por el espejo retrovisor.
La niña se da la vuelta y lo mira a los ojos. Mueve sus brazos, como si se desperezara, y se pega al cuerpo de su madre. La mujer se asusta. Sabe que la niña no suele hacer ese tipo de movimientos rápidos. Algo pasa, sospecha. Gira su cabeza y controla a Bob con los ojos. Lo fulmina. Bob está más allá del discurrir lento y parsimonioso del bus. Apenas corre la cabeza y coloca su cara en dirección a la ventanilla. No puede detener el río de la mente: su esposa está recostada en un sillón. Lee una revista, en calma. Suena el timbre del teléfono. Alguien llama. La mujer atiende. Parece una discusión. Bob le quita el teléfono. La mujer grita, desorbitada. Bob le da un golpe en el dorso de la cara. La mujer cae, desplomada. Bob se resiste a volver sobre lo que sucedió después de la caída. Su cara se transfigura. Su memoria es un torbellino impune, los pensamientos saltan como un sapo desorbitado. Unos minutos después, Bob sale al garaje. Sube al auto, como un autómata. El humo del escape inunda el garaje. Parecerá que se ha asfixiado, piensa. Eso debe ser así.
La mujer del bus sospecha que Bob, a quien no conoce, esconde algo. Y está en lo cierto. La niña sigue sobresaltada. Falta poco para bajar, le dice a su hija.
Bob abre el bolso. Unos negros siguen sentados en los asientos de adelante. Pronto termina el recorrido.
El bus pasa frente al cine. La cartelera alta titila con las luces de neón. Bob ya está en otra parte.
El chofer ha dejado de mirar a Bob. Ahora tiene consigo el rostro tierno de sus hijos, la mesa puesta. Se siente feliz al pensar que lo esperan para el brindis inminente.
Bob saca el arma y apunta al espejo retrovisor. La respiración agitada inunda el estrecho corredor del bus. La mujer grita. El chofer aprieta el freno. El bus chirría en el asfalto húmedo. Bob, desencajado, piensa en la muerte súbita de su esposa, en la sangre derramada en la alfombra, en los días aciagos que son el futuro. Bob mueve su brazo y ahora apunta a la niña. La mujer la abraza y corre con ella por el pasillo. El mundo es injusto, piensa Bob. ¿Por qué ella puede vivir? La niña llora, desconsolada. El chofer salta de su asiento y corre hasta la posición de Bob. Le toma los brazos.
Bob, impertérrito, apunta a su propia cabeza.