¿Por qué encontramos fascinante el espectáculo de veintidós hombres corriendo a lo largo de un rectángulo de césped detrás de una pelota? La respuesta a esta pregunta puede formularse de distintas maneras y puede enfocarse en una miríada de ángulos. Sin lugar a dudas, no obstante, para millones de seres humanos alrededor del mundo lo importante en el fútbol no es tanto hallar la razón de su encanto sino simplemente el poder sumergirse plenamente en la experiencia cataclísmica que el fan vive al seguir un partido, especialmente cuando juega nuestro equipo favorito. Entonces el fútbol, y la experiencia de seguir un partido de fútbol, son situaciones definidas visceralmente por la pasión. El fútbol es un deporte, pero también una experiencia estética. Además, muchos fans le hallan una dimensión técnica y estratégica, como si fuera una especie de ajedrez con más sudor. Pero en lo que yo quisiera enfocarme aquí es simplemente en la pasión. La pasión de mirar a los jugadores combatir detrás del balón, saltar por los aires para cabecear la pelota, perseguir al oponente con una rabia y obsesión incomprensibles, estirar la pierna y retorcer el cuerpo hasta desgarrar los músculos por evitar que la pelota salga del rectángulo de césped como si la vida y la existencia dependiera de estos actos. El fútbol, como los fans bien saben, es un método para experimentar el éxtasis. Porque los seres humanos necesitamos de este alimento. Necesitamos sentir que estamos vivos.
La música es muy similar en muchos aspectos. Tiene que ver con el cuerpo, con la experiencia de moverse en el tiempo y espacio, con el vivir las emociones en los huesos y en la piel, con las sensaciones más crudas, con el enamorarse, con el odiarse o perderse. En fin, la música y el fútbol son muy similares: ambos involucran elementos artísticos, coreográficos, técnicos, estratégicos y, por supuesto, emotivos. Ahora que nos encontramos en el Mundial de fútbol, merece la pena revisitar un ejemplo en particular que nos muestra la relación casi consanguínea entre la música y el fútbol.
El ejemplo proviene de Brasil, una de las escuelas más distintivas y exitosas del fútbol mundial. En el año 1919, el equipo de fútbol brasileño llegó por primera vez a la final de la Copa América, por aquel entonces llamada Campeonato Sudamericano de Selecciones. Se trataba de la primera ocasión en la cual este equipo contendía por alcanzar una importante distinción internacional. La final de este campeonato enfrentó a una selección brasileña aún neófita en el ámbito profesional y a una Uruguay ya experimentada, la cual venía arrasando y tratando de alcanzar su tercera Copa América. El resultado de aquel partido jugado en Río de Janeiro un 29 de mayo forjó lo que hoy es el sello internacional de un fútbol brasileño que, aunque con altibajos, se sigue destacando como una de las potencias mundiales.
El Tigre Arthur Friedenreich fue el encargado de finiquitar el partido con el único gol que le dio la victoria y la copa a la escuadra brasileña. Pero el Tigre tuvo que ganar otro tipo de contiendas para poder llegar al pódium aquel día. Friedenreich, hijo de padre alemán y madre afro-brasileña fue el primer jugador de fútbol profesional mulato al cual se le permitió jugar en un evento de esta magnitud en Brasil. El Tigre tuvo que luchar contra el racismo y otras formas de marginalización que primaban en la Sudamérica post-colonial de aquel entonces. El gol que marcó contra Uruguay en esta final zanjó de alguna manera las dudas y recelos que su presencia en el equipo había despertado. Aquel 1 a 0 marcó también el inicio de la gloria del equipo brasileño y lo encaminó en una meteórica carrera internacional que aun continua danto frutos.
Ese mismo 29 de mayo, también se encontraba otra figura colosal e importantísima de la cultural brasileña en las tribunas del Estadio das Laranjeiras en Río de Janeiro. Se trataba del inmenso Pixinguinha. Multi-instrumentalista, compositor, arreglista, y líder de su propia orquesta, Pixinguinha ya venía revolucionando por aquel entonces el mundo del choro brasileño. Considerada la “música clásica” de Brasil debido a sus complejidad harmónica, melódica y rítmica, y al virtuosismo que demanda de sus músicos, el choro sin embargo no despegó a la fama internacional solo hasta que la obra de Pixinguinha le ayudó a dar un salto cualitativo sin precedentes. Pixinguinha, al igual que el Tigre Friedenreich, tuvo que librar otras batallas debido al color oscuro de su piel. Emergido de la pobreza y la marginalización en los barrios negros de Río, el músico tuvo que salir adelante y lidiar con estereotipos guiado solo por su genialidad e ímpetu creativo. Aquel gol que presenció en el Estadio das Laranjeiras en el partido de 1919, Pixinguinha probablemente lo vivió no solo como un triunfo del equipo nacional, sino como un laurel ganado por aquellos que eran como él y el Tigre Friedenreich: individuos exuberantes de pasión, creatividad, sensibilidad e inteligencia a los cuales se les habían cerrado múltiples puertas debido a su apariencia física.
La secuela de este triunfo múltiple fue una composición que rápidamente se tornó en un clásico del choro y que es ahora conocida mundialmente: Um a zero (1 a 0) el resultado que le dio el triunfo a Brasil sobre Uruguay, pero también a los mulatos y negros marginados sobre la discriminación. Caracterizada por su casi excesiva musicalidad y derroche, su melodía interminable como la desesperación del fan futbolístico, por su intrincada confección armónica y su síncopa africana y muscular, Um a zero es una de esas piezas destinada a la inmortalidad debido a una genialidad que no puede encasillarse. Al escuchar la composición, se descubre que esta no posee realmente estribillos contagiosos o ear worms que expliquen su capacidad para seducir. La única explicación de su éxito que puedo aventurar es precisamente su conexión con el fútbol y con los temas mayores que el fútbol y la música sugieren. Um a zero es no solamente un artefacto sónico caracterizado por su alto valor estético, sino que es un ánfora de pasión, un receptáculo de experiencias humana saturadas. Como el grito interminable y cavernoso del fan brasileño al presenciar el gol de Friedenreich y el triunfo de su equipo, Um a zero logró ensartar en sus cientos de corcheas y semi corcheas la experiencia de arrobo, vertiginosidad, y pasión que definen la naturaleza del fútbol y la música.