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Flor Pucarina y Picaflor de los Andes: dos iconos de la música huanca.

En 1986, cuando era joven, indocumentado y feliz, me encargaron una entrevista con Leonor Chávez Rojas, Flor Pucarina, para un diario local limeño. Recuerdo que conversamos en su pequeño departamento en el barrio popular limeño de La Victoria, rodeados de coloridas polleras colgadas en una de las paredes de su sala. Pero por razones que no alcanzo a reconstruir coherentemente la entrevista no llegó a publicarse nunca. Sólo un año después, cuando la muerte la convirtió en un mito de la canción huanca, pude tomar plena conciencia del privilegio que fue departir unas horas con ella. Por irónico que parezca, descubrí a Flor Pucarina gracias a una novia italiana que me llevó una noche de verano a un campo deportivo de Surquillo para bailar música del Valle del Mantaro. Sobre un endeble tabladillo y enfundando un pésimo micrófono, Flor Pucarina luchaba por imponer su áspera voz a una orquesta de saxos y clarinetes. Pese a que las condiciones no podían ser más adversas, quedé prendado de su canto. Leonor Chávez Rojas no tenía un gran registro vocal y, sin embargo, bien puede ser descrita como una de las figuras más emblemáticas de la música de los Andes. Parte de su fama se debía al aura baudelaireana que se había construido en torno a ella: llegada en su infancia a la capital desde un bucólico pueblito de Junín, Leonor Chávez Rojas representaba a la provinciana sumergida en el infierno urbano que cantaba el desarraigo sufrido en carne propia. No es infrecuente encontrar en sus textos tendencias suicidas y alusiones al alcohol. Si esas letras tenían alguna vinculación con las experiencias reales de Leonor —sobre esto último circulaban varios rumores— es por demás intrascendente. No, en cambio, especular sobre cómo dicho hálito bohemio contribuyó enormemente a constituir lo que Philip Auslander denominaría como su musical persona.

flor pucarina

¿Qué es una musical persona? Según Auslander, aunque tendamos a pensar lo contrario, los intérpretes de música suelen desdoblarse en, al menos, dos diferentes personalidades: una real y por lo común inaccesible para su audiencia y otra que asume una identidad pública, es decir, una imagen para representarla frente a sus seguidores. Lo que me agrada de la idea es que esta permite separar las personalidades de un intérprete, librándonos de juzgar moralmente aquella que muestra sobre las tablas pues hace evidente que no es sino una mera representación. Hoy recordamos a Flor Pucarina y no a Leonor Chávez Rojas, a la diva cantinera —la imagen la tomó de las rancheras que Leonor interpretó en sus años mozos— y no a la persona de carne y hueso.

Uno de los aspectos más fascinantes de la musical persona construida por la Pucarina fue la manera en que ella la incorporó a su estilo: contraria a una dicción “limpia”, Flor Pucarina arrastraba —casi diría mascullaba— las palabras, dándole así mayor expresividad. De modo semejante recurría a una entonación recitativa cuando improvisaba versos durante los intermedios instrumentales, sugiriendo entonces una embriaguez que enriquecía notablemente la performance. Nada de esto hubiera sido posible sin un dominio del micrófono. Raúl Renato Romero ha afirmado ya que sólo la microfonía hizo posible el cantante solista al interior de la música huanca. Nadie mejor que Flor Pucarina para demostrarlo. Sin un micrófono, su voz pastosa, débil y de estrecho ámbito no habría podido imponerse jamás a la algazara de las bandas del centro andino; sin un micrófono, no destacarían los delicados matices con que interpretó éxitos clásicos del folclore huanca como Airampito, Sola, siempre sola, Pichiusita o Golpes de la vida.

Víctor Alberto Gil Mallma, el Picaflor de los Andes, representa el extremo opuesto de la música huanca. Nacido en el departamento de Ayacucho, Víctor Alberto recorrió los Andes como camionero, constructor civil y vendedor ambulante antes de convertirse en el mayor ídolo de la música de los Andes centrales peruanos. No era una imagen de desarraigo la suya, sino una vigorosa, cargada de optimismo. Por eso, mientras que Flor Pucarina simboliza el desgarro cuasi metafísico del paria, Picaflor es la personificación más convincente del provinciano emprendedor, consagrado a la conquista de la Ciudad de los Reyes. Sus canciones pueden ser concebidas como los capítulos de un libro autobiográfico. Huaynos como Río Canipaco o Gorrioncito expresan la añoranza por la tierra dejada, huaynos como Barrio Piñonate o Río Rímac recogen, en cambio, su experiencia migratoria, mientras que otros como Carretera de mis penas o Soy uno más en tu camino aluden a su pasado de camionero por las rutas cordilleranas. Pero es Yo soy huancaíno por algo el huayno más emblemático del Picaflor y el que mejor condensa la musical persona del ídolo andino. Ya en 1968 Arguedas se refirió al tono desafiante que emanaba de su figura con una semblanza que no puedo dejar de compartir aquí:

“Gil Mallma es bajo de estatura; pero vestido de huanca, de pie en el escenario, con el sombrero en alto, girando en una danza o al levantar los brazos para agradecer los aplausos, parece no sólo mucho más alto, sino verdaderamente imponente. Las primeras notas de huaynos y mulizas y especialmente de los huaylas, las hace estallar en una especie de triunfal lamento. El público aplaude como un eco instantáneo de la voz, tan aguda, tan intensa y constreñida de afectos contradictorios: dolor, anhelo y desafío. Las señoras hacen bailar a sus huahuas en la platea, alzándolas; los jóvenes aplauden y palmean. Gil Mallma canta entre ruidos, jaleo, silencio y silbidos de júbilo. El Coliseo se convierte en una especie de fragua. No es posible encontrar una mayor identificación entre artistas y público, una mayor estimulación recíproca. Así, el Picaflor. . . gira y se detiene en el escenario, algo como impulsado por la tensión del público, de su vibración externa y profunda. No es posible que hayan público ni intérprete más felices y realizados.”

picaflor de los andes

A diferencia de la Pucarina, para el Picaflor de los Andes el micrófono era apenas un aparato para captar el sonido. Ubicado frente a la banda típica, Picaflor cantaba a todo pulmón, como desafiando con el potente volumen de su voz los vibrantes saxos andinos. Muchas de sus grabaciones sugieren, efectivamente, un ambiente natural. En ellas la autenticidad es insinuada mediante la evocación de la fiesta pueblerina. Recurriendo a lo que Thomas Turino ha tildado de producción de liveness —el uso de la técnica de grabación para simular una experiencia en vivo— las canciones parecen trasmitir un momento de esparcimiento colectivo y no una grabación realizada en el estudio, como era el caso. Tal vez por ello la imagen optimista del Picaflor esté tan viva en la memoria de sus admiradores, aunque algunos de sus temas bien merecerían el adjetivo de tristes.

Hace unos años una empresa pirata editó un compacto titulado “El dúo de oro: Picaflor y Pucarina”. Desconocía si alguna vez estos iconos de la música del Valle del Mantaro habían coincidido en el escenario o en el estudio, pero la idea de oírlos juntos me llevó inmediatamente a comprar el disco. Grande fue mi decepción al advertir que el volumen solamente compilaba grabaciones individuales de los intérpretes. Entretanto el sentimiento de fiasco ha desaparecido. Desde su inmersión en ellas, los medios han sido un instrumento para superar las barreras espaciales y temporales de las prácticas musicales. Hoy me parece una idea feliz reunir, más allá de la muerte, a los dos iconos de la música huancaína; hoy se me antoja que sólo ese espacio virtual creado en un formato es capaz de albergar a cantantes tan disímiles pero representantes de una misma tradición musical.

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