La oscuridad tiene la última palabra.
Pellejos
“El arte del descanso es una parte del arte de trabajar”, leía en un cutre folleto propagandístico de un hotel con playa privada en la Costa de Bastos, una frase de John Steinbeck a quien ella desconocía; tampoco comprendía la expresión, tan sólo la palabra “descanso” la mojaba. Aquella portada del tríptico presentaba en una mala impresión de serigrafía, a un par de camastros de madera oscura articulados en la arena blanca, sobreexpuesta a la luz del obturador, frente a una línea recta que representaba al mar en un principio verde, luego de un azul profundo, sin rompientes a la vista, y encima de él un cielo casi apagado de un inverosímil azul cobalto: la simplicidad insolente de las agencias de viajes.
Dos lechos fantasmales. ¿En dónde se encuentra la pareja?, ¿en dónde los demás bañistas?, ¿se habrán ahogado?, ¿habrán sido atacados por una medusa asesina?, ¿se habrán quedado atascados en las corrientes de la resaca marina?, ¿picados por rayas?, ¿acribillados por otros humanos exaltados por el Sol de verano? Esa sería una historia para Steinbeck.
Corrió encandilada hacia el estudio del hombre, una película de oscuridad invadió su fisonomía. La habitación pequeña, atiborrada de libros en un aparente desorden inteligente golpeado por la oscuridad, tan sólo la computadora encendida como una resplandeciente ventana con vista dadá. “La Isla de Bastos es un verdadero edén que se encuentra a sólo tres horas y cinco minutos de la estación ferroviaria de Carcass”, eso expresaba el folleto, discurrió, los precios son muy asequibles. —¿podrías tan sólo echarle un vistazo a la fotografía?, ¿los colores?, añadió. —DEADLINE, contestó él, sin siquiera girarse para verla. —¿Pero…, el mar, ya viste tan sólo el color del mar?, el hombre respondió arrojando un ejemplar de The log from the Sea of Cortez en dirección a ella. Cerró la puerta. Oscuridad.
Como una comadreja amilanada fue a tumbarse a la poltrona, una década sin vacacionar, escuchando el tecleo constante de aquél tipo, colaborador en revistas del corazón y suplementos de ufología. El aburrido repiqueteo de la vida en ciernes. Masticó un zatrix y abrió nuevamente el folleto, en la pagina subsiguiente aparecía ya la pareja, una elemental dupla de novios tomados de la mano, insípidos, justo como la publicidad resume al noviazgo; completamente secos a pesar de estar al borde de la mancha marina, con los pies aún dentro de ella, corriendo en dirección a los camastros azotados por la humedad y los rayos del Sol, una pareja impecable, de portada, con cuerpos y medidas perfectas, casi irrisorias; bermudas y bikinis ambarinos, colores de Vogue en especial de verano. La playa que desplegaba el tríptico en sus manos, agitada por ese par de bañistas al atardecer, no es ahora más que un recuerdo nuevo que baja a su memoria y un ruido de voces, risas y chapoteos que suena en el pasado y que va debilitándose a medida que el tecleo torpe del hombre trota por los pasillos de la casa hacia el horizonte apocalíptico, anaranjado y verdoso del patio, detrás de los árboles secos, disperso sobre la tierra amarillenta. Ya lo decía él, que algún día pasearíamos por una playa llena de algas, hundiríamos los pies en la arena y veríamos el agua retirándose de nuestros talones.
Masticó un nuevo Matrix, con ansiedad reptil, triturando la pastilla con los premolares, dejando escapar ese ruido característico de los morteros de química. Empezó a experimentar somnolencia, confusión y disminución en los reflejos, le gustaba esa sensación, la transportaba a un edén imaginario; destensar los labios vaginales estabilizaba su frenético estado de animo, de encierro, ese perdurable jet lag de angustia. Tienes que ser consciente del momento y aprender a decidir sobre la marcha, le había sentenciado su psiquiatra, pero en base a la ausencia de momentos clímax en su vida, se entregaba a la conciencia de los momentos ajenos, impresos en technicolor en los folletos publicitarios de la hotelería internacional.
Miró de nuevo al hombre pasquín, aquél que eclosiona absurdamente en el incipit del océano, el que trota al lado de la chica perfección, enfundado sólo por unas antiafrodisiacas bermudas amarillas, pero eso no importaba… lo que incumbía era que ese hombrecillo se encontraba en la playa, que este macho hipotético ridículamente fotografiado fornicaría en un hotel de cinco estrellas con vista al mar, mientras que su marido tecleaba sin razón bajo la tenue luz del monitor, en la monótona guillotina de su apartamento. Se llevó la mano a la vulva, y con las uñas de estética precoz despejó la pantaleta en su entrepierna, hundió ahí un dedo largo y flaco que se sintió más bien como un trozo de rama muerta entrando en la tierra podrida. No se permitió más placer. Rumió un zatrix más: benodiazepina amarga sobre la lengua espesa de una hembra komodo furiosa.
Las ideas son como los conejos. Usted obtiene un par, aprende a cuidarlo y muy pronto tendrá una idea, solía decir Steinbeck, pero eso, obviamente, ella no lo sabía. Sólo encumbraba una oscura idea y la dejaba crecer en su regazo como un conejo negro al que le han crecido los colmillos a falta de comida. Tenía que ir a la playa, tenía que ver el Sol.
Subió las escaleras para ducharse, dejó que el agua circulara por su cuerpo, restituyéndolo, dotándolo de una nueva película, piel fuerte y joven para la luminiscencia del Pacífico. Pellizcó suavemente sus pezones, pero no… no se permitiría ningún placer, hasta ultrajar la arena con sus pies blancos y frescos. Zatrix bajo la aspersión.
Tomó la maleta vacía, sin bloqueador dentro de ella, lencería ni atuendo de verano. Una maleta que contenía la nada de los días, el aire encerrado de la impaciencia y la sofocación. Casi se deja caer en la poltrona por la droga, pero no, no se permitiría ningún placer hasta relamer el agua salada del mar. Bajo su caparazón de cobardía, el hombre aspira a la bondad, y quiere ser plácido. Si toma el camino de la maldad, es que ha tomado un atajo que le conduciría al placer, apuntaría el autor de Working Days.
Esperó a que el tecleo cesara, la noche y sus rumores azotaban las vidrieras, la luna congelada aún en el cielo sin fatalidades, en luz mortecina alumbrando la frustración. Zatrix en altas dosis en un nuevo sistema. Irregularidades del latido, hipotermia, hipotonía, depresión respiratoria. El hombre se fue a la cama como un yunque, sintiéndose aletargado. Un bulto. No tuvo que hacer mucho esfuerzo para bajarlo del colchón, lo ladeó como a un perro muerto en medio de la carretera, con asco pero a la vez con lástima, el cadáver de un cachorro al que han atropellado en el periférico, descompuesto, tieso, apestoso, un perro ordinario que oteó el quimérico olor de las letras del otro lado del camino, sin fijarse en el tráfico. La masa cayó sobre la alfombra, y ella continuó girándola sobre sus costados, como a un cerdo putrefacto, hasta sacarlo por fin de la habitación. No le fue difícil bajarlo a la estancia, lo dejó despeñar sobre las escaleras; un puerco tullido desarticulado que rueda bajo una montaña de escombros y vísceras. El cuerpo del columnista topó con la puerta de entrada, un movimiento ligero, giros con gracia porcina inerte, un monigote de ventrílocuo, una marioneta manipulada por los hilos de la edición frívola, un fantasma, un despojo, Zatrix. La oscuridad.
Abrió la valija y lo introdujo ahí en posición fetal. ¿Alguien debería poner control sobre el tamaño de las maletas? Salió del chalet en dirección a la estación del tren con el folleto vacacional en la mano. Bajo los lentes oscuros, una delgada mirada de placer. En la propaganda de los vagones, se leía un slogan de farmacéutica: “Un alma triste puede matar más de prisa que un germen. ZATRIX SL está indicado para la ansiedad generalizada. Fobias. Crisis y trastornos de pánico”. Firma, John Ernst Steinbeck