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Fascinados por el true crime

     Todas las modas parten de Estados Unidos. La colonización del imperio americano se expande urbi et orbi de una forma ilimitada: tendencias literarias, musicales, cinematográficas, de costumbres, idiomáticas y hasta gastronómicas, lo que ya es un decir, que salen de Estados Unidos invaden medio mundo y van moldeando gustos. Los establecimientos de comida rápida nacen como esporas (McDonald’s, Kentucky, Subway). Los muffins están ganando la partida a las magdalenas. Los anglicismos se cuelan en los diccionarios de la lengua. True crime, sin ir más lejos.

     Hace unos cuantos años confieso que estaba enganchado a un programa de televisión norteamericano que se titulaba Crímenes imperfectos y podía ver en España, debidamente traducida, en la Sexta por las mañanas, y resultaban una buena fuente de inspiración para lo que estaba escribiendo. Como su mismo nombre indicaba, el programa trataba de crímenes que se habían resuelto gracias a lo chapuceros que resultaban los que los cometían, a sus múltiples fallos, a la ausencia de coartadas, a la multitud de pistas que los asesinos iban dejando en la escena del crimen. Muy lejos de El asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincey. Los crímenes perfectos, que los hay, cometidos por criminales inteligentes, no se resuelven, es una obviedad: accidentes que no lo son, enfermedades que son envenenamientos, asesinatos que no dejan huella y son planificados al detalle.

     Los programas de Crímenes imperfectos tenían un diseño impecable, contaban con imágenes reales de los asesinatos, los recreaban algunas veces, entrevistaban a los detectives que los habían investigado, a los forenses que analizaban los cadáveres, a los autores, una vez detenidos o interrogados, a los fiscales, abogados y jueces implicados en los procesos. El resultado era una especie de clase magistral para perfeccionar el crimen y que no cogieran al delincuente por su torpeza. Ignoro si ese programa, además de por los autores de novela negra, era también seguido por los asesinos presentes o futuros.

     Con un esquema muy similar a la matriz norteamericana, el periodista Carles Porta está consiguiendo unos índices de audiencia extraordinarios con la serie Crims (crímenes en catalán) sobre sucesos criminales acaecidos en esa parte del territorio español que es Cataluña, y tal es su éxito de público que la serie se empieza a emitir en el resto de España. Crims tiene un tratamiento cinematográfico de primer orden, sobrecoge más que el programa norteamericano matriz, son crímenes imperfectos también, puesto que se han resuelto, y utiliza muy bien los recursos dramáticos y los personajes: policías, delincuentes, abogados, forenses, fiscales, periodistas, jueces, familiares de la víctima…

     Carles Porta, un periodista de sucesos con un enorme oficio, lleva algunos años obsesionado por los crímenes de Tor, escribió un libro, luego dirigió un documental breve sobre ese reguero de asesinatos en el medio rural, y finalmente nos ha regalado a los telespectadores con una serie adictiva de siete capítulos en donde los personajes reales hablan sin tapujos ante las cámaras de su relación con esa madeja de asesinatos en ese pequeño y despoblado pueblo del Pirineo catalán fronterizo con Andorra y ruta obligada de contrabandistas. Tor, un pueblo siniestro tocado por la maldición, de muy pocas almas, doce en total, en donde se produjeron tres asesinatos y un suicidio en un muy breve espacio de tiempo. Tor, despoblado en los duros inviernos, bloqueado por las nevadas que suelen hacer impracticable su pista de acceso, dividido en dos clanes contrapuestos que se odiaban desde tiempos inmemoriales: los del Samsa (que apareció en su casa asesinado a golpes de bastón y estrangulado con un cable), partidario de construir una estación de esquí que habría revolucionado la economía del pueblo, y los del Palanca, apegado a la tierra, tradicional, dueño de una manada de caballos, enemigo de cualquiera iniciativa que supusiera alterar el entorno natural. Y ambos con sus matones a sueldo.

     El principal atractivo de esa serie son sus personajes reales, que difícilmente podrían haber salido de la mente de un escritor o un realizador, gente brusca, solitaria, asocial, violenta, con sus principios de lealtad, que han ido desfilando por la pantalla y exponiendo sus coartadas con respecto al asesinato cometido. No tienen todos ellos nada que envidiar (diría yo que los superan) a esos personajes de la Norteamérica profunda que uno se encuentra en cuanto abandona las carreteras principales y se adentra por las secundarias al interior del enorme país. No son tipos con los que uno se tomaría tranquilamente un café en un lugar apartado porque casi todos son animales de presa que en un momento pueden darte un garrotazo, asestarte una puñalada o pegarte un tiro. Seguramente uno de ellos, o varios de ellos, están directamente implicados en el asesinato de Samsa, en su brutal apaleamiento y estrangulamiento, pero callan pese a que el crimen ya ha prescrito. Podían ser todos ellos los personajes de un western porque entre ellos hay pistoleros que han estado en la legión extranjera, y confiesan que han matado, o fieras humanas que con su solo aspecto atemorizan y que se jactan de haber pasado una temporada en la cárcel por haber golpeado a un policía.

     Existe una extraña fascinación por el morbo entre espectadores y lectores digno de estudio. También entre autores y ahí está Truman Capote y su magistral hibridación entre periodismo y novela que se tituló A sangre fría. Atraen más los crímenes reales que lo inventados por cineastas o escritores. Nos gusta horrorizarnos con los que les pasa a otros siempre que no exista el riesgo de que nos pase a nosotros. No hay otra forma de explicar esta adición que supone engancharse a series como la estadounidense Crímenes imperfectos o la catalana Crims. La moda llega también a los cines. Impresiona más saber que una novela o una película de género negro está inspirada en una historia real.

     Una de las películas más taquilleras, y galardonadas del cine español, es As bestas de Rodrigo Sorogoyen que recrea un crimen rural cometido en Galicia hace algún tiempo y en donde se enfrentaban dos formas de vidas contrapuestas, la de los urbanitas que, huyendo de la ciudad, idealizan el mundo rural, y la de los que han nacido y vivido toda su existencia en el mundo rural y lo único que quieren es huir de él y se mueren por el olor a asfalto. Cuando los intereses de unos y otros chocan, se produce el conflicto, y los conflictos llevan en ocasiones al asesinato como le ocurrió al protagonista real de esa historia, un súbdito francés que creía haber encontrado en esa pequeña aldea gallega su lugar en el mundo y halló su fosa.

     A Tor, ese pequeño pueblo pirenaico, en la Pallars Subirá, fronterizo, con una siniestra historia que se remonta a los tiempos de la guerra civil española, con historias de pasadores de refugiados por el Pirineo, mayormente judíos que huían del nazismo y no llegaban a su destino porque eran robados y despeñados durante la ardua travesía invernal, lo ha colocado el periodista Carles Porta gracias a esa serie impecable y adictiva, en el mapa del género negro rural hasta el punto de que la población empieza a ser invadida por un turismo del morbo que se aloja en su única pensión, acampa en sus alrededores o va a comer, previa reserva, al restaurante de uno de los personajes de la serie.

     El morbo vende y fascina. El boxeo enardecía los ánimos. Los quemados por la Inquisición servían de espectáculo. La sangre de los gladiadores salpicaba a los espectadores y los mantenía entretenidos. Pasan los siglos y apenas cambiamos. El pan y circo romanos tiene una vigencia extraordinaria en nuestras sociedades.

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