Cuando Ulises desembarca en Ítaca, veinte años después de haber zarpado a la guerra en Troya, lo hace sigilosamente, sabiendo que sus enemigos y pretendientes de Penélope le asesinarán si lo reconocen. Su diosa protectora, Palas Atenea, la de los ojos grises, le transforma en un viejo y harapiento mendigo.
El anciano Eumeo, porquero de la hacienda de Ulises, no lo reconoce y lo toma por un pobre mendigo. Y sin embargo, no lo rechaza ni lo ignora. Por el contrario, lo acoge, le da posada bajo su propio techo y lo alimenta. Mata un chancho, lo descuartiza, lo asa en la fogata, le sirve los mejores cortes a su huésped y le da de beber el mejor vino. Le dice a Ulises, no al rey sino al mendigo, que ser rudo con un extraño no es decente, aunque sea pobre, aun más pobre que el viejo harapiento. Todos los errantes y mendigos vienen de parte del dios Zeus y se les da lo mejor que se puede dar, aunque sea poco. (Odisea XVI.66-7).
¿Cómo sería si así actuáramos todos con el extraño, el extranjero, el migrante, el inmigrante, el mendigo, el indigente? ¿Cómo sería Nueva York, por ejemplo, esta ciudad donde los millonarios pasan al lado de los desamparados sin siquiera reconocer a un ser humano en desgracia? ¿Cómo sería si en vez de indigentes y mendigos viéramos antiguos reyes y reinas, venidos a menos por los golpes del destino? ¿Si al menos los reconociéramos? ¿Les reconoceremos cuando haya pasado la emergencia sanitaria pero los efectos socioeconómicos de la pandemia multipliquen las necesidades y los necesitados?
Tengo en San José de Costa Rica un primo, Fran, que así los ve. Recoge ropa para ellos de quien quiera donarla y va al centro de la ciudad, a la zona roja, a las calles de los búnkeres de drogadictos e indigentes alcohólicos. Busca a los que se les trata como escoria y les habla y los auxilia, los lleva a ducharse, a vestirse, a comer, a levantarse. Y algunos se levantan y vuelven a ser reyes, victoriosos Ulises en Ítaca, con su Telémaco, su Penélope y sus amigos fieles.
Un día cruel del invierno, acá en Brooklyn, una mendiga que se refugiaba del frío en el vestíbulo de cajeros automáticos del banco me pidió dinero. La invité a comer en un típico deli brooklynense a media cuadra. Aceptó. Pidió un sanguche de atún en un baguette integral tostado, untado de mayonesa y relleno con tomate, lechuga y chile dulce, y con un toquecito de sal y pimienta negra. La veía feliz por haber pedido un sanguche a su gusto. No me quedé a comer con ella. Seguí mi camino.
Después yo no sabía si había “hecho bien”. Me enredé en cuestionamientos. ¿Quizá así le facilitaba a la desamparada el no acudir a los albergues de la municipalidad? ¿Creyendo ayudar le había mantenido dependiente de la limosna?
Pero mi primo Fran no se espera a que “el sistema” actúe. Busca a los indigentes, los baña, los alimenta y los viste. Y Eumeo, el porquero, tampoco le dijo al mendigo Ulises que buscara ayuda en el Palacio: vio la necesidad de un mendigo y lo atendió como a un rey.