Si no fuera por las chavas, no sé qué haría, Arturo me dice. Le encanta esto de ser profesor porque le gusta conquistar a sus estudiantes.
No le contesto: solo me quedo mirando la taza de café como un tonto. Nunca digo nada. Supongo que Arturo me aguanta porque lo dejo decir sus pendejadas.
Monica me mira con sus ojos claros. Se pasa la mano por la cara para quitar un poco de cabello que le había caído a los ojos. Me gustaría decirle que no se preocupe, que me gusta así, un fleco de cabello cubriendo un mínimo de su rostro. El misterio.
La veo sentada en su escritorio cerca de la ventana. Estoy parado al frente de la clase, con el libro de texto en la mano.
Los lunes por la mañana, Arturo y yo nos encontrábamos para tomar café en la cafetería de la universidad. Siempre me contaba de sus conquistas. Me decía que se le estaba antojando dar cursos a los undergraduate, porque esas chavillas de dieciocho años andaban de cachondas, bien hard bodies, bien tentadoras. Pero también le gustaba dar sus seminarios, siempre llenos con estudiantes graduadas que soñaban con una sesión privada con el profe.
Porque es que también tenía su pegue. De eso nadie podía dudar.
A mí me hace reír el bato. No puedo tomarlo en serio, es como una caricatura. Un player de aquellos. Verlo tirar el rol a una chava es una cosa impresionante. A mí siempre me sorprende que ellas mismas no se den cuenta.
Ese bato es un freak, pero también es un buen cuate.
Estamos en el Ruta Maya café. Me acaba de presentar a su nueva conquista, una chavilla rubia con el pelo largo. Tiene unas tetas grandes que piden la libertad de una camiseta negra. Sus pantalones están bien ajustados y delinean unas caderas espléndidas. Arturo le ha pedido que nos traiga nuestros cafés y lo ha hecho. Me dice: Wacha, ése. Desnuda es más impresionante. Sonrío, y la imagino tirándose a los brazos de él, su cabello suelto, su figura cortando el espacio. De repente veo la imagen de Monica, mirándome fijamente mientras empieza a desabrocharse la blusa. Quito la imagen de la mente y le pregunto dónde conoció a esta chava. Una sonrisa le llena la cara.
No sé cómo ha hecho para no tener problemas, especialmente en esta época del sexual harrassment en las universidades. En cuanto me di cuenta de lo que se podría ver como acoso, modifiqué mi estilo de enseñanza. Aunque entre familia y amigos nos acercábamos mucho para hablar y siempre mostrábamos mucho afecto, tocar hombros, abrazos, besos en la mejilla, etc., dejé de hacer esas cosas con mis estudiantes. Pero Arturo no, como que se fue por el otro extremo. Ahora solo lo justificaba como ejemplos de la cultura hispana y si querías conocer la cultura, baby, pues hay que saber de todo.
No es que sea pendejo, pero sí tengo escrúpulos. Bueno, también soy pendejo. Y pendejo de esos, en mayúscula: PENDEJO. Acababa de terminar con mi chava de tres años y la espina aún no se me quitaba, aunque ella se había ido hace unos seis meses. Habíamos vivido juntos por dos años que yo todavía pensaba felices. Ella lo negaría rotundamente. Claro. Así pasa. Antes de cerrar la puerta me había gritado y terminó diciendo que no podía creer cómo se había transformado conmigo. Me acusó de haber perdido su anterior seguridad. Ahora dudaba de todo, por mi culpa.
Por mi culpa, mi gran culpa. Me lo pasé culpándome los próximos seis meses. A los cuatro meses de su ida supe que todo había sido mentira, que me ponía los cuernos con otro y solo me dijo lo que me dijo para poder irse con la conciencia limpia.
Por mi culpa, mi gran culpa. Descubrir la verdad sobre mi ex no me agradó nada.
Después de que se fue, conseguí chamba como profesor en una universidad texana. ¡Texas! ¿Cómo que te vas para Texas, Daniel? Mis cuates me decían. Hay puros cowboys por allí. Puro ranchero. Puro redneck. Te vas a tener que comprar una pickup, comprarte una escopeta, empezar a masticar tabaco. Mi mamá me decía: no es que no quiera que vayas, pero los tejanotes son distintos. Me lo decía, Te-Ja-No-Te, o sea, se creían los meros meros.
Pero ¿qué podía hacer? Empaqué lo que quedaba de mi corazón destrozado en el baúl de mi carro viejo. Puse allí algunas otras cosas, fragmentos de vida: fotos, familia, cuates; una caja de libros, mis ejemplares marcados de García Márquez, Fuentes, Sandra Cisneros, Paul Auster, Rolando Hinojosa, entre otros, para empezar a preparar mi oficina; una máscara de luchador que conseguí en un puesto en Oaxaca —creo era una de las de Mil Máscaras—; una botella de arena de una de las playas de Santa Barbara; unos videocasetes de rock en español que había grabado; un molcajete que me había dado mi mamá; dos botellas de tequila Jimador que me había regalado un cuate —una casi vacía ya que habíamos empezado a tomar una noche después de que se había ido Edaa, la otra estaba llena. También llevaba una cuarta parte de mi colección de compacts y casetes; José Alfredo Jiménez, Antonio Solís, Café Tacuba, Elliot Smith, un mix de Oldies, Caifanes, Lois, the Cure, XTC, Plugz, Mano Negra, Chavela Vargas, New Order, the Pixies.
Las clases no están mal: como es mi primer año el departamento me ha tratado bastante bien. No tengo que preparar tanto para los cursos; lo único es que sí tengo que calificar mucho, pero mucho. Lo bueno es que solo son dos clases, así que tengo mucho tiempo para trabajar en otras cosas. En una de las habitaciones de mi apartamento he puesto mi caballete, también puse más luces para que cuando pintara de noche tuviera suficiente iluminación. Oficialmente debo estar haciendo investigaciones para un libro académico, requisito para obtener el tan deseado tenure. Pero acababa de terminar la tesis un mes antes de salir para Austin y me quedé burnt out, quemado, wasted. Con la ida de Edaa me dediqué por completo a la tesis. Pura evasive action. Ahora estoy de luto, supongo.
Por fortuna, mi otra salida es la pintura, y al llegar mis muebles fue lo segundo que instalé. Primero fue el estéreo, claro. Cuando desempaqué los lienzos que tenía preparados, puse el más grande sobre el caballete. Después saqué una de mis libretas para empezar a dibujar. El lienzo quedó en blanco más de un mes. Cada noche me sentaba con la libreta y llenaba páginas y páginas con imágenes. Antes no preparaba tanto para pintar, pero como había metido todo mi esfuerzo en escribir la tesis, había dejado de hacerlo. Salía al balcón para ver las luces de la ciudad, llamaba a amigos, pasaba horas surfeando internet. A veces me llegaban emails con noticias de Edaa, que salía con un abogado a quien conoció en un singles party. Me decían los cuates: es triste.
Algunas amigas hablaban mal de ella: si la veo le voy a sacar sus lying eyes y tirarlos a los tiburones. Todos me preguntaban si me había comprado botas de vaquero.
Una tarde, sentado en la mesa que puse en el balcón, estaba corrigiendo las composiciones de mis estudiantes de segundo año cuando una en particular me hizo parar. Era una descripción de un prado que quedaba cerca del edificio de administración. La gramática no estaba muy bien, pero el sentimiento que se describía me afectaba. Hablaba del atardecer y de estar recostada sobre el pasto y mirar cómo el cielo cambiaba de color y cómo todo se volvía más silencioso. Vi el nombre de la estudiante, una chava llamada Monica —sin acento— Roura. No pude situarla en la clase. Soy malo para los nombres y aún no me había memorizado los de los estudiantes. Al principio veía a todos mis estudiantes iguales; no fue hasta unas semanas que empecé a distinguirlos. Monica no fue la primera que saltó, ya que casi nunca hablaba en clase. Pero cuando le regresé su composición lo primero que noté fueron sus ojos.
Hay chavas de una belleza extraña, que son como personas diáfanas, que no parecen caminar por el mundo sino flotar. Monica, una chava de ascendencia venezolana, era una de ellas. A veces la encuentro en Book People, o en Waterloo Records. Me ve y sonríe y se ruboriza un poco. Tiene unos ojos entre verde y azul claros. No los he podido descifrar. Se mueve con la facilidad que uno tiene a los veinte años. Y no es la chava más impresionante de mi clase en cuanto a lo físico. Pero tiene un aire extraño, algo así como tristeza, algo así como que está extraviada.
Los fines de semana me gusta caminar por South Congress. Hay como cinco tiendas juntas que venden nada más que cosas viejas, cosas usadas, cosas tiradas o cosas perdidas. Los llamo los Lost and Found. Pasaba horas de tienda a tienda, mirando las multitudes de objetos extraviados y reencontrados. Casi nunca compraba, solo me interesaba ver qué tipos de cosas la gente tiraba. Pensaba en sus historias. Encontré unas fotos viejas, algunas eran postales de estrellas de Hollywood —Buster Keaton, Heddy Lamar— otras de gente desconocida —una muchacha joven con un ramo de flores, una familia al lado de un lago— vi varias cámaras viejas, pensaba en las memorias que habían atrapado. También vi muchos platos finos, vasos de cristal, cubiertos de plata. Cuando me preguntaba Arturo sobre mis fines de semana, contestaba, Ya sabes, just hanging out at the lost and found.
Llego temprano a la clase y Monica está acostada en el suelo enfrente de la puerta. Está leyendo; mientras me acerco la veo, un brazo extendido con el libro en el aire, el otro apoyando su cabeza. Sus piernas largas en pantalones de mezclilla, cruzadas. Me ve, baja el libro y me mira directamente a los ojos, una sonrisa en sus labios.
La pintura que empecé es un fragmento de un retrato. Solo se ve de los hombros hasta un poco debajo de los ojos. Una mano toca un cachete. Es una cara delgada. En el fondo hay un campo verde y un cielo azul. Cuando Arturo ve el dibujo me dice que me faltó lienzo, que corté la cara. Me dice que qué bien que no fui fotógrafo.
Mando emails a los cuates, ¡Estoy pintando! Uno contesta, ¿Casas? Una amiga me felicita, sabe que después de todo es lo más importante en mi vida. Me dice que Edaa, después de hacer el singles party circuit de nuevo había empezado a preguntar por mí. Todos fingían demencia, que no sabían nada de mí. En su caso particular, le dijo a Edaa que me había ido tan triste que había cortado los lazos con todos de Santa Barbara, que me había ido jurando que jamás volvería y que para mí, Santa Barbara fue una pesadilla.
Cuando camina por el campus parece que no está. Camina como si no fuera parte de esta geografía texana. Camina como si perteneciera a otra dimensión, una donde no hay ángulos, solo curvas leves. Su cabello es largo y lacio. Es delgada. A veces nos encontramos en camino a la clase. Cuando camino a su lado me doy cuenta de lo mal que lo hago, tengo una postura rara, parece que peleo contra el aire para seguir enfrente.
Me veo gastado a su lado.
Edaa me llama. No sé dónde consiguió mi número. Pero afortunadamente no estoy cuando llama. Solo me deja un mensaje. Hola, Daniel… estuve pensando en ti… call me. Arturo escucha el mensaje y me dice que tiene una voz cachonda. Tengo ganas de romperle la cara.
Una noche la encontré en Sol y Luna. Estaba con unas amigas. Llevaba un vestido corto negro, sus piernas parecían una pregunta cuya respuesta era su cara. Por fortuna no estuve con Arturo sino con Alberto, quien estaba de visita. No se veía muy contenta. Sus amigas querían salir y la sacaron, aunque tenía trabajo que hacer. Entre ello, terminar las revisiones en una composición para mi clase y estudiar para un pequeño examen. Cuando me vio, se le fue todo el color de la cara. Después me comentó Alberto, que estaba de visita, que él no podría ser profesor, que él se lo pasaría enamorándose de las estudiantes. Le contesté que eso es un problema en el principio pero que después pasa. No le dije que tenía a Monica on my mind en ese momento.
Un día, ella está allí. La encuentro sentada enfrente de mi oficina. Esperando.
Edaa. No sé qué decirle. Tengo los cuadernos de mis estudiantes en los brazos. Me sonríe y se me acerca. Los reencuentros nunca son fáciles, pienso. ¿Qué le digo, qué le digo, qué le digo? ¿Qué le digo para que entienda cómo he pasado los últimos meses? ¿Cómo le explico de mi vida nueva? No sé. No sé. Está allí parada enfrente de la puerta de mi oficina y no sé qué decir, de repente mi vida se ha convertido en una película sin sonido.
Estaba en Austin para una entrevista en AMD. También tenía ganas de verme. Estaba alojada en el Omni Hotel del centro, la compañía lo había pagado todo. Cuando vio que tenía tiempo libre, decidió ir a la universidad para buscarme. Me dijo todo esto mientras inspeccionaba mi oficina. No notó que no tenía ninguna foto de ella, o si lo notaba, lo disimulaba. Me preguntó por unas botellas vacías que tenía en un estante. Le contesté que las había conseguido en una de las tiendas de objetos usados que había cerca de mi apartamento.
¿Vives cerca de second hand stores? Me miró. No, le contesté. Son objetos extraviados, lost and found, cosas para los que viven a la deriva.
No me dijo nada.
Casi nunca habla en clase. Pero siempre está atenta. Tiene una postura perfecta y veo que, aunque no capta todo, siempre me pone atención. No me puedo dirigir mucho a su parte de la clase, no quiero dar la impresión de que le pongo demasiada atención. Sus ojos me siguen mientras hablo. Los siento en mis labios.
Caminamos, Edaa y yo por el campus. De repente se acerca y me da un beso. Me quedo sorprendido. Estoy feliz, me dice. Creo que me puedo acostumbrar a esto, a tanto cielo. Tiene una sonrisa en la cara y me toma la mano.
Miro a mi alrededor y veo a Monica enterrando su cabeza dentro de un libro.
Salimos a cenar. La llevé al Bitter End, porque sabía que no le gustaría ir a Curra’s o al Sol y la Luna. ¿Qué me quieres decir con traerme a un lugar con este nombre?, me dice. No le contesto, había pensado en que la comida es muy buena, aunque solo venden cerveza que hacen allí. Tenía ganas de beberme todo un barril de Shiner Bock. Arturo se juntó con nosotros; estuve muy contento de verlo. Se portó bastante bien durante la cena, pero también vi que la estaba estudiando. Contó chistes, habló de su juventud en Tucson, no se parecía como el depredador que conocía. Nos reímos mucho.
Quiere que la lleve a mi apartamento, quiere ver dónde vivo. Arturo se tiene que ir, le dijo a Edaa que tenía que calificar y a mí me da una mirada que sé que tiene una sesión privada con alguna estudiante. El bato es un tiburón. Como en mi oficina, Edaa inspecciona todo. Se queda mucho rato enfrente de la pintura que casi tengo terminada.
Me dice: no se parece a mí. Antes decía que todo lo que pintaba era un reflejo de ella.
Le ofrezco un café que tomamos después en el balcón. ¿De veras estás contento aquí? ¿No extrañas el mar? Miro hacia las luces de downtown, le contesto que sí estoy a gusto.
Y un día ella ya no estaba. La llevé al aeropuerto, no dijimos mucho en el viaje.
Quería que le dijera algo, que todo saldría bien, que todo sería como antes. No lo pude decir. No pude. No quise. Edaa miraba por el cristal. Quería que me regresara con ella. No hice nada. Se me acercó y me dio un abrazo fuerte. Me dijo que pensaría en mí, que me llamaría en cuanto llegara a casa.
Sabíamos que no lo haría: ya no había historia entre nosotros. Una semana después, Arturo me dice que Edaa lo había llamado con el pretexto de que quería saber más de mi situación. Pero él sabía la verdad. Ella empezó a tirarle frases con doble sentido y él resistía mientras que ella atacaba por varios ángulos. Conozco a Edaa, cuando quiere algo, lo consigue.
Me imaginé el encuentro entre los dos, él intentando sacarla para que hablara en claro, ella circulando, buscándole ganar. Me imaginaba dos viejos tiburones. Al final ella lo invitó a Santa Barbara. Pero él siguió resistiendo. Sé que lo había pensado mucho, y me impresionó que me lo hubiera dicho. Buscaba de mí alguna aprobación. Me sorprendió su devoción a nuestra amistad.
Le dije: knock yourself out, vete a Santa Barbara, a mí no me molesta. Pero, al decirlo, sabía que él no iría a Santa Barbara. Era territorio de Edaa. Le iba a proponer una zona neutral. No sabía qué esperaba de ellos, si que uno devorara al otro o que los dos se cancelaran, se volvieran un cero. Y me di cuenta en ese momento de que la verdad era que no me molestaba que los dos se encontraran. A mí ya no me importaba que hubiese amado a Edaa o que hubiese sufrido con su partida. La veía más allá, más lejos del olvido: era alguien que antes conocía. Lo que pasara entre ella y Arturo sería solo otra anécdota para contar en algún lugar de Austin.
Un domingo asoleado. Arturo está en California, creo que en San Francisco. Salgo a caminar, tomo un café en Jo’s. Subo hacia los Lost and Found. Me encuentro con Monica en el Tin Horn. No la había visto en meses, desde el final del curso. Se ve que está triste. Tiene la mirada baja. Intenta mostrar que todo está bien cuando me ve, pero no puede disimular. Estoy parado frente a ella. Me siento a su lado. No le digo nada. ¿Qué podría decir? Ella quiere decir algo. Pero no sabe cómo. Ni yo lo sé. Pienso en los objetos que nos rodean, los monitos de madera, las cámaras viejas, los vasos de cristal, los letreros antiguos. Me gustaría decir algo, pero no debo.
Estamos allí, los dos, esperando en el lost and found.
Este cuento forma parte del libro En el Lost ‘n’ Found que se presentará el viernes 24 de junio, en la librería McNally de New York. aquí + info