En el invierno/primavera de 2005, la agencia para la que trabajaba me ubicó al lado de un hombre relativamente joven que padecía Esclerosis Lateral Amiotrófica, la más rápida, me han dicho, de las enfermedades neuro/degenerativas. Cuando llegué a su casa por primera vez, lo encontré sentado en el sofá con una expresión en el rostro bastante desesperada. Había perdido el habla y su cuerpo apenas alcanzaba los cincuenta quilos. Estaba conectado a una sonda clínica por la que le suministraban los alimentos líquidos, directo al estómago. Fumaba cigarrillos negros, uno detrás de otro, y adoraba el fútbol. Su casa era un cómodo apartamento del Eixample, de puntal alto. Lo tenían muy bien arreglado, con un toque femenino indudable por todas partes. El baño, y en general toda la casa, estaba impoluto siempre, durante los días en que trabajé con ellos. Su mujer se mostró muy amable conmigo. Me dio las llaves el primer día, quizá porque, al ir de parte de una agencia especializada, le inspiraba confianza, y también porque Ramón pasaba mucho tiempo solo sin poder moverse. Estuve una semana con ellos, porque Ramón murió enseguida. Su existencia era un calvario. Ya no movía las piernas y apenas los brazos. Había perdido el apetito. Sus músculos de la garganta no le funcionaban. La inyección lenta de alimentos que le suministraban le provocaba náuseas. Mi presencia era una ayuda, pero, supongo, en su mente era también la contraposición de su desgracia, era el galán repentino y lleno de vida que se había metido en su casa. En los escasos cinco días en que lo saqué al parque para que viera la Sagrada Familia, le escuché si acaso cuatro palabras, pues yo hacía el diálogo suponiendo lo que él quería expresar. Una de las pocas palabras que mal articuló fue altramuces.
Tuve que buscar ayuda para poder entenderlo. Hasta que lo hice escribir la palabra, nueva para mí. Era su último deseo y yo no lo sabía. Buscamos los altramuces por los supermercados y puestos de frutos secos de los alrededores, y no los encontramos. Era un viernes por la tarde. El domingo, su mujer me llamó por teléfono para darme la noticia de su fallecimiento. No fui al funeral –tendría que ir a muchos-, así que me acerqué en cuanto fue posible a su casa para devolver las llaves y un billete de cincuenta euros que Ramón me había dejado para los altramuces que nunca volvió a saborear. La mujer no recogió el billete, me lo regaló agradecida. Un par de años más tarde, mi suegra puso en la mesa unas legumbres que nadaban en un plato. Entonces conocí los altramuces y recordé la introspección que escribí por aquellos días en los que estuve con Ramón, hundiéndome en la perspectiva de sus pensamientos que, desgraciadamente, carecían de voz.
Verano 2007
Soy un hombre invisible. Soy un hombre inconsistente, frágil, penoso. Soy espectador de todo, yo que me fijaba sólo en ciertas cosas. Vivo una vigilia permanente, desde que me levanto hasta que me acuesto, desde que me tiendo en el sofá hasta que me incorporan y me sientan en una silla de ruedas. Mientras tanto lo siento todo: el paso del tiempo, que sé que pasa por las llamadas de mi vejiga, el cambio de la luz en este invierno que ni siquiera puedo detestar; el ruido del motor de la nevera, la descarga del baño en el piso superior, el telefonillo de mi puerta que nadie contesta, el ladrido del perro del vecino, el chasquido corredizo del ascensor, las puertas oxidadas de la escalera, las sirenas de las ambulancias, las de los bomberos. No vivo en Nueva York. Vivo cerca de dos hospitales. En una cuidad ruidosa y espléndida. En un barrio con manzanas cuadriculadas donde todo el mundo me conoce.
Siento la fragancia de mi mujer en mi soledad, su olor a peluquería, su perfume mañanero, su hálito coqueto, protegido de todas las miserias humanas y de mi desgracia; huelo nuestra habitación ordenada, limpia, acogedora, cálida, envolvente, seductora como sigue siendo, femenina. Inhalo el impacto de los cocidos, de los embutidos, de los caldos, de las pastas, de las leches; de los pocos vinos que ya quedan en casa, de las tímidas mieles, del azúcar, del café inapropiado; del tabaco negro situado en primer plano, entre mis dedos siempre, las 24 horas del día.
Imagino cómo se cuela el humo por la rejilla del acondicionador de aire, viajando por el conducto hasta la calle, manchando de amarillo las paredes de la manguera. No me interesa pensar en el color de mis pulmones. Quiero aprovechar el tiempo para investigar el curso de las cosas nimias, asegurarme de que los desechos lleguen a los ríos o a los mares. Aquí en el centro no tenemos ríos. Por ende, no tenemos puentes. Tenemos un mar insultantemente bello, como diría una gran amiga, y un cielo insultante en verano. Ahora no. Ahora hay nubes quita sol. Baja un frío escalofriante, y valga la redundancia, pero es que no tengo otra frase para nombrar la imposibilidad de salir, lo cual me obliga a agudizar mis sentidos para no perder la calma entre cuatro paredes amarillas.
Siento un calor artificial sobre todo mi cuerpo. Tengo la ventanilla del acondicionador de aire a sólo tres metros. Me quema la impotencia de no poder levantarme y alternar mi microclima con la temperatura exterior, aunque los cambios bruscos me hagan daño. Ya no me interesa la prudencia. Quiero experimentar mis alcances, mis búsquedas íntimas, mis recogimientos. Gozar mi voluntad hasta morir de capricho. Me hiela la impotencia de no poder expresarme. Y, cuando digo expresarme, me refiero concretamente a disponer de mí mismo, de mi volumen, que no es otra cosa que el lugar que ocupo en el espacio. Tiemblo al ver por la televisión paisajes nevados aquí cerca y no poder tocarlos. No quiero que me resuman la vida a través de una pantalla extraplana de treinta pulgadas.
La vida no tiene límites porque yo puedo contarla todavía. Quiero decir, pensarla, ya que no puedo hablar. La voz, me he dado cuenta ahora, no es tan importante. Me importa un carajo que se esfuercen en saber lo que quiero, que tracen preguntas para obtener mis monosílabos, que sufran mi silencio, que se empeñen en salvarme, porque ya yo no tengo remedio. Y no es venganza. Lo que quiero es mirar tranquilamente todo sin sentir la presión de los otros. Veo a mi mujer tan hermosa como siempre, con sus caderas fuertes trajinando de un lado a otro por el pasillo, maquillada, perfumada, arreglada de pies a cabeza; veo a mis hijos sanos, juveniles, emprendedores, suyos en todos sus actos, firmes en el día a día; mis vecinos en plena rutina, lastimosos conmigo, asustados por las casualidades de la vida, hipocondríacos. Porque me sacan a pasear y, de refilón, a pesarme en la farmacia.
El barrio no va a cambiar por mí, porque yo lleve permanentemente una sonda acoplada a la barriga, porque parezca un lagarto calvo, porque ya no conduzca mi automóvil, porque conduzcan mi cuerpo arriba y abajo sorteando barreras arquitectónicas, porque se imaginen mis manos esqueléticas debajo de una manta, porque necesite que me lleven a mear. Ahora que todavía puedo pensar, ver el fútbol, fumar, ojear los labios pintados de mi mujer, oler el vino, temblar de calor en una estación imprecisa del año; ahora que me importan tan pocas cosas, exceptuando mis gafas graduadas y dos o tres utensilios más, me gustaría tener un poco de tiempo.
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