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Esa muerte existe

El universo que retrata Jennifer Thorndike en «Esa muerte existe» se ubica en el terreno de la fantasía sicológica, la sicopatía sentimental, la locura y la perversidad.


La literatura realista tiene unas convenciones lo suficientemente rígidas como para que cualquier lector medianamente entrenado detecte en qué momento estas convenciones se quiebran y eso lo pone frente a una interrogante: si la clave realista de lectura seguirá siendo la apropiada.

¿Qué cosas componen esa clave? Un factor crucial es el mundo representado. Y el canon realista demanda, la mayor parte del tiempo, no un reflejo, sino un doble verosímil, un mundo que si bien regido por su propia coherencia interna, no debe olvidar ofrecer un simulacro que el lector reconozca como posible.

Dicho de otra forma, entre el lector y referente que pretende el estatuto real suele haber una especie de relación necesaria e incluso inevitable. Ante la ausencia de esta variable, el lector tiene dos caminos: la negación y el rechazo o la posibilidad de emprender esa maravillosa aventura que solo ofrecen los textos artísticos y que consiste en la potestad de construir sentido y significado cuando el mundo representado escapa a las leyes del realismo.

Ahora se preguntarán por qué empiezo diciendo esto y la respuesta es bastante simple: con este marco puedo referirme con mayor comodidad a los libros de Jennifer, en especial al más reciente, que es el que nos convoca esta noche.

Una primera aproximación al mundo de Jennifer me deja saber que la lectura de parámetros realistas no puede dar cuenta cabalmente de lo que su narrativa quiere poner en escena. Y no puede hacerlo porque, sencillamente, el universo que retrata aquí Thorndike no tiene como propósito establecer una relación mimética con algo; mucho menos procurar efectos de realidad, pues lo suyo se ubica en el terreno de la fantasía sicológica, la sicopatía sentimental, la locura, la perversidad, en fin, ciertas formas del malditismo.

Lo que interesa aquí no es la fidelidad a un mundo objetivo u objetivable, porque lo que se pone en juego aquí es una serie de intimidades poseídas por la furia y la maldad y no el dictado de un universo que el lector pudiera reconstruir a partir de un aliento mimético que, como ya dije, no existe en ninguna de las dos novelas de Jennifer, ni en Ella ni en Esa muerte existe.

Y no es nada gratuito que mencione en este momento ambos títulos, ya que entre las dos novelas hay todo un sistema de vasos comunicantes, una red de ralaciones de contigüidad. Veamos por qué.

Dice Bataille en La literatura y el mal:

“Al excluirse de la humanidad, Sade no tuvo en su larga vida más que una ocupación que decididamente le interesó: enumerar hasta el agotamiento las posibilidades de destruir seres humanos, destruirlas y gozar con el pensamiento de su muerte y sus sufrimientos. Una descripción ejemplar, aunque fuese la más hermosa, habría tenido poco sentido para él. Sólo la enumeración interminable, aburrida, tenía la virtud de extender ante él el vacío, el desierto, al que aspiraba su rabia (y que sus libras vuelven a presentar ante aquellos que los abren)”.

Este sentimiento nos resulta familiar a los lectores de las dos novelas de Jennifer, marcadas por una disfuncionalidad radical, extrema, una disfuncionalidad que hace añicos y sin concesiones todo el engranaje de estereotipos que fundan y dan soporte a la imagen de la familia burguesa. Bajo este esquema se reivindica de alguna manera la malditez, esa respuesta “desdeñosa, furibunda, blasfema e incluso satánica” al orden burgués. En palabras de Juan Manuel de Prada.

Tanto en Ella como en Esa muerte existe parece articularse un nexo: la toxicidad que ha impregnado cada instante de las relaciones familiares, al punto de descomponerlas sin remedio, hundirlas en la perversidad más profunda, convertirlas en algo traumático e intensamente perturbador. Yo quisiera relacionar esta circunstancia con la poca utilidad que tendría entonces la lectura realista, porque no hay nombres  (y si los hay son incompletos) y porque los personajes parecen, más que seres de carne y hueso, criaturas pesadillescas, esclavas de sus pulsiones más primarias, criaturas que pueblan un mundo maldecido, infectado por la violencia y el sadismo, ese sadismo que, volviendo a Bataille, goza “con la destrucción contemplada”. Hay un riesgo en esta poética, por supuesto. Quizá desde una óptica conservadora se reproche la falta de verosimilitud; desde otra mirada, en cambio, podríamos hablar de un intento por ficcionalizar procesos mentales o cosas latentes. Me parece ver que a partir de allí podríamos explicarnos mejor el mundo construido en estas dos novelas, hechas con el barro de la pulsión y la pesadilla.

Esa muerte existe. Editorial Random House, 2016. 

 

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