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¿Es la cumbia folclore musical del siglo XXI?

Mi amigo, el compositor y charanguista Federico Tarazona, vuelve a la carga otra vez con una inquietud tan peliaguda como aquella que ocupara ya una de mis columnas meses atrás. Me pregunta Federico si la chicha, como se denomina a la cumbia andina en el Perú, puede ser considerada música folclórica. El asunto, me confiesa, fue planteado por un contertulio en una red social cuando afirmó sin tapujos que la chicha —trasmitida por tradición oral, con una amplia base popular y poseedora de una innegable función social— “cumplía con todas las características de la disciplina antropológica”. Podría criticar la frase por desafortunada —por cierto, lo que cumple con todas las características de la disciplina antropológica sería antropología y no un hecho folclórico—, pero tal vez sea más provechoso obviar el traspié lingüístico y concentrarme en la interrogante misma: ¿es la cumbia folclore musical peruano del siglo XXI?

Los Destellos

Aunque sorprenda a tirios y troyanos, voy a sostener que la respuesta nada tiene que ver con la cumbia y sus propiedades musicales o significaciones sociales, sino con el concepto de folclore que manejemos. ¿Qué es el folclore? Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia llamamos así al “conjunto de creencias, costumbres, artesanías, etc., tradicionales de un pueblo”, así como a “la ciencia que estudia esas materias”. Me temo que pocos convendrían con definición tan laxa y extemporánea. Como trataré de mostrar en las líneas que siguen, folclore significa muchas cosas que la acepción recogida por el Diccionario no contempla. El vocablo no es de vieja data. Fue propuesto en 1846 por John William Thoms para denotar una serie de prácticas culturales que por estar enfrentadas a la expansión de las administraciones nacionales aparecían como marginales y en peligro de extinción. Así, el folclore fue definido, en oposición a aquel saber que producía la Alma máter, como uno funcional venido del pueblo que era trasmitido de forma oral y anónima —lo que explicaba sus variantes—, de condición mutable, aunque perdurable en cuanto reproducía manifestaciones culturales del pasado. Si tal definición bien encajaba con los pinitos de los estudios folclóricos, desgraciadamente para los custodios de nuestra  lengua esta es en la actualidad insostenible. ¿Cómo nació el concepto de folclore?

La hebraísta canadiense Barbara Kirschenblatt-Gimblett ha sostenido con intención polémica que la idea del folclore fue hija de la añoranza por el pasado que nos legó el romanticismo europeo. Dicho movimiento intelectual desconfiaba del racionalismo por enajenante y universalista y propugnaba un retorno a los orígenes, los cuales suponía ocultos en un afable mundo rural e incontaminado. Pero el folclore tal como lo imaginaron los intelectuales europeos del siglo XIX y comienzos del XX, comportaba un imposible, pues si por un lado obedecía a un interés conservacionista —el rescatar las tradiciones vivas del pueblo—, por otro, implicaba una actitud normativa por parte del estado o la academia que descontextualizaba y congelaba dichas tradiciones para volverlas piezas de museos o versiones definitivas en compendiosas ediciones. En efecto, la empresa folclórica temprana estuvo estrechamente ligada a la construcción de patrimonio. Tal fue el caso de los estudios de literatura oral inglesa o de las famosas recopilaciones de canciones y cuentos folclóricos alemanes del siglo XIX. Y tal fue el caso también en América Latina, cuando el ideal de nación echó raíces en las nuevas repúblicas y la urgencia de crear culturas nacionales se hizo tan perentoria que obligó a numerosos intelectuales a enlodar los zapatos en parajes hostiles para rescatar dichos, leyendas y canciones. No quiero decir que las recopilaciones de Bela Bartok, John Meier, Cecil Sharp o Carlos Vega no tengan valor alguno; pero, aunque pocos lo acepten, la aparición del folclore en los círculos intelectuales no respondió a la valoración repentina de productos culturales antes injustamente ignorados, sino al despertar de proyectos oficiales para su apropiación por parte del estado. Una vez desaparecidas las condiciones que lo generaron, el folclore tuvo que ser repensado y redefinido, aunque de ello no se haya enterado la Real Academia.

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Béla Bartók

El concepto de folclore ha sufrido, ciertamente, considerables transformaciones. Algunos —sospecho que es el caso del joven autor de la proposición que nos ocupa—, remiten estos reacomodos a los condicionamientos mediáticos y tecnológicos que han sufrido las culturas tradicionales desde finales del siglo XIX. Se equivocan. No creo que jamás haya existido algo así como un hecho folclórico. Sí, en cambio, maneras muy divergentes de imaginarlo, pues tan mutables como las prácticas de marras, son los sistemas dentro de los cuales las concebimos. “¿Es que el folclore no ha sido siempre folclore?”, se preguntarán los lectores. Debo decir que sí para su sosiego. Y tengo igualmente que advertir para su disgusto que lo que llamamos folclore suele diferir considerablemente, dependiendo de quién emita el vocablo, cuándo y desde dónde.

En los Estados Unidos, en los albores del siglo XX, el folclore se entendió como el saber arcaico de grupos de colonos aislados de los procesos de modernización que vivía el país. La tarea de ubicarlos y conservarlos fomentó la fundación de la American Folklore Society y con ella la profesionalización de recolectores de reliquias culturales, lo que provocó una extensión semántica del término: folclore no sólo eran las prácticas sociales sino también el material recogido y almacenado en instituciones subvencionadas por el estado. En los países socialistas, donde después de la muerte de Lenin se impuso la premisa estalinista de “nacional en la forma, socialista en el contenido”, el derrotero fue distinto. Allí se fundaron escuelas superiores en las cuales se formaron músicos letrados capaces de garantizar la “autenticidad” de las expresiones del pueblo. Desde entonces la música folclórica pasó a ser una de conservatorio, completamente independiente de las prácticas rurales que la habían inspirado. Algo similar pasó en diversos estados, en los cuales, durante la segunda mitad del siglo XX, se fundaron sendos conjuntos folclóricos nacionales. En ellos las espontáneas expresiones culturales de las minorías étnicas pasaron a convertirse en versiones o coreografías fijas que debían aprenderse adecuadamente, eliminando del folclore justamente aquella contingencia que se suponía debía confirmarlo. Ya sea en Cuba, en Nigeria, en Irlanda o en la República Popular China, por citar algunos ejemplos que conozco, el folclore, independiente de tendencias ideológicas, se ha convertido en un espectáculo de representación política.

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Conjunto Folklórico Nacional de Cuba.

Sería injusto afirmar que sólo el estado ha sacado provecho de la palabrita. Desde mediados del siglo XX la industria musical ha promovido estilos provenientes de tradiciones antiguas en el mundo entero. A ellas, les ha estampado el sambenito de “folclóricas”. El musicólogo argentino Leonardo Waisman pasó las de Caín para explicarles a los editores de la Enclyclopedia of Popular Music of the World que la música folclórica en Argentina no son los cantos olvidados de algún pago perdido, sino las producciones de un segmento de la industria musical rioplatense, que tienen autor y que se difunden mediáticamente. Gracias al impasse pude yo sostener con mejor suerte que la “música folclórica” en Bolivia es urbana, mestiza, y que sus intérpretes provienen mayoritariamente de las capas medias de las grandes ciudades bolivianas como La Paz y Cochabamba. No sólo las disqueras latinas han explotado el término. En India la “música folclórica” grabada en estudios especializados cubre un rubro importante de las ventas de soportes de audio. Lo mismo sucede en Alemania: aunque los expertos han creado el neologismo “folclorística” para diferenciarla de la música tradicional —hoy casi inexistente—, el vulgo usa la expresión “música folclórica” para referirse indistintamente a las canciones anónimas de siglos pasados o a las canciones de moda que sus ídolos, a punta de acordeón y trajes típicos, han hecho famosas recientemente. Todas estas músicas son folclore aunque no sean anónimas ni se trasmitan por tradición oral.

Incluso en el mundo académico la forma de concebir el folclore ha variado sustancialmente. Si a principios del siglo XX la novedad de los medios técnicos hacían admisible el discurso del rescate, con el correr del tiempo, el paradigma folclórico mostró sus paradojas: no era posible conservar lo efímero sin el uso de los medios contra los que se despotricaba. Así el estudioso norteamericano Richard M. Dorson definió el folclore en los setenta como realidades híbridas en las que confluían los saberes remotos con las innovaciones tecnológicas de los nuevos tiempos. La inclusión tenía implicaciones epistemológicas: si hasta entonces se había supuesto que la escritura, la tecnología del sonido y los medios audiovisuales habían sido apenas técnicas para fijar formas orales, Dorson dejó estipulado en The Folklore in the Modern World (1978) que ellas también las formaban. Hoy hablamos de músicas folclóricas mediatizadas o de productos de segunda oralidad, para usar el feliz concepto introducido por Walter Ong a principio de los ochenta. En América Latina, que muchas veces va a la zaga de las discusiones teóricas en los centros del saber occidental, suele creerse que el folclore es cultura viva, aunque de facto, sea también patrimonio, institucionalización del saber popular, mercancía comercial e instrumento político.

Richard M. Dorson.

Estrechamente vinculada a la idea de folclore dentro de la academia está la de la “autenticidad” de las expresiones culturales. En ese sentido el folclore opera como una instancia normativa para valorar —y en muchos casos despreciar— productos artísticos. Los criterios suelen ser variopintos. Si para el folclorólogo argentino Augusto Raúl Cortázar lo que justificaba el epíteto era el carácter espontáneo y popular de una expresión y para el norteamericano Alan Dundes la funcionalidad colectiva que adquiría una práctica en una situación dada —una posición defendida en América Latina por Manuel Dannemann desde Chile—, para el peruano Efraín Morote Best era la adscripción a un programa político libertario. En la etnomusicología, que es el área del conocimiento en la que me muevo, después de un corto romance en la primera mitad del siglo XX, el concepto de folclore fue desechado por anodino, optándose por el no menos problemático concepto de “música tradicional” (como si las músicas producidas por la industria cultural no tuvieran o fundaran tradiciones). Frente a las expresiones folclóricas mediáticas y a las profesionales generadas por el aparato estatal socialista, los etnomusicólogos hemos respondido a menudo con indiferencia por considerarlas “inauténticas”. Por suerte, en años recientes se ha puesto más interés en la forma cómo se construyen los discursos sobre la “autenticidad” que en definirla como una esencia atemporal y de valores intrínsecos, como era el caso en los albores del siglo XX. Así Gilka Wara Céspedes y Michelle Bigenho, por ejemplo, han estudiado la “música folclórica” de los Kjarkas aduciendo que no sería viable omitir de los estudios de música boliviana lo que oye el ciudadano de a pie, mientras que el etnomusicólogo William Noll ha advertido para el caso de Ucrania el craso error que significaría ignorar una música que desde hace casi un siglo forma el imaginario nacional y el sentimiento colectivo de los ucranianos.

¿Es el folclore, como sugiere Regina Bendix, incompatible con la complejidad desatada por la globalización y los movimientos transnacionales? La pregunta es infructuosa si convenimos que el signo lingüístico es aplicable a diferentes realidades sin importar sus diferencias. Y siendo así —para retomar la pregunta formulada por Federico al principio de este artículo—, la cumbia bien puede ser folclore peruano, mas no porque sea popular o porque tenga una función social como música (¿qué música no la tiene?), sino porque, como reza el dicho alemán, el papel aguanta todo. Puedo argüir además que el lenguaje crea realidades. Pero acaso más valga la pena preguntarse ¿por qué estamos más dispuestos a aceptar como folclóricas las representaciones culturales del estado que las innovaciones del mercado discográfico? o ¿por qué consideramos un huayno del Picaflor de los Andes como música folclórica y no una cumbia de Ruth Karina si ambas expresiones obedecen a formas de producción, distribución y consumo completamente coincidentes? Creo que la respuesta para el primer caso se debe a las efectivas políticas disciplinarias con que nos educa la administración nacional y a las lealtades que dicha formación nos impone. Para el segundo caso la respuesta se encuentra, sin duda, en lo que Philip Auslander ha denominado musical personae, es decir, en la forma performativa en que los músicos construyen su subjetividad artística para brindar “autenticidad” y cautivar a su público. En una entrevista aún inédita, la exitosa cantante afroperuana Susana Baca me dijo que, para ella, la música popular del presente será la música tradicional del futuro. Como hemos visto, los medios no sólo son motivo de cambio, sino también un instrumento de conservación. Así que no estoy muy seguro de que Susana tenga razón. Pero, siendo honesto, tengo que admitir que la idea no me disgusta.

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