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Entrevista a Hebe Uhart

Hebe Uhart toca el timbre de mi casa. Afuera, en la calle hecha de polvo y piedra, cubierta por las largas cabelleras de los árboles, reina el silencio. Hebe es una mujer menuda, y ha bajado de un taxi como si conociera el camino. Desde la vereda, dice: “llegué temprano, ¿no?” Trae una caja con facturas y un bolso oscuro, pequeño. Entra, suave y lenta, y se ubica en una silla y saca el paquete de cigarrillos. Enciende, con parsimonia, un cigarrillo, y lanza el humo como si descansara en ese gesto. Le aviso del grabador y no se inmuta. Me pide un cenicero y le digo que no tengo. No fumo. Le traigo un platito y ella me dice que debería ser algo más sucio, más oscuro. No le gusta manchar el blanco del plato. Sin sentarme, le digo que sus cuentos pueden formular las preguntas sin ruido y sin pompa y que creo que esto es muy complicado de lograr, que implica un procedimiento de elipsis y de trabajo de depuración del lenguaje. “En realidad no te puedo contestar algo sobre el proceso de escritura, sobre el laboratorio, porque uno nunca sabe bien cómo hace lo que hace. Es como un ciempiés. Si tiene que contestar, tiene que dejar de caminar ya que no puede verse los pies mientras camina. Pero sí es cierto que yo me fijo en los hechos menudos. Por ejemplo, yo vengo a hacer una crónica de viaje aquí, en Tucumán, y tengo mil puntas en una ciudad como ésta. A veces, me vuelvo loca y quiero ver todas las puntas. Eso me pasa con las ciudades grandes y no con los pueblos chicos como Amaicha o Tafí del Valle. Y seguro que yo me manejo ahí mejor que acá porque acá es tan grande y hay tantas direcciones y hay tantas cosas para hacer que me confundo. Mientras que en un pueblo chico, el significado de cada cosa ya le está asignado, de alguna manera. En la ciudad, es complicada la burocracia. Por eso yo creo que voy a hacer mejor lo que tiene que ver con Amaicha y Tafí. En cambio, esto lo voy a redondear con historia, con lecturas, ¿no?”

Es cierto lo que me dice, pienso: nadie se puede mirar los pies mientras camina. Pero creo que ella sí ha pensado en lo que le pregunté antes. Insisto y le hablo de la posibilidad de observar a la gente de un pueblo y cómo trabaja ese material. Hebe se acomoda en la silla y dice, sin vueltas, que me va a dar un ejemplo. “Ayer me levanté muy temprano, dormí mal y salí temprano. Al lado del hotel hay un Centro Oncológico. Pero en el Centro Oncológico están bailando tangos. Entonces entro para mirar. Yo miro detalles que me muestran el estilo tucumano de bailar tangos y lo comparo con el estilo porteño de bailar que es distinto. Tengo que precisar las diferencias, y así tendré un trabajo de imagen y de lenguaje.”

Si hay algo que caracteriza a los libros de Hebe Uhart es la contaminación de los géneros. No hay nada puro en su literatura. Las voces de los personajes que aparecen en los viajes se mezclan con las reflexiones de la narradora y con los aportes de las técnicas de la ficción. El registro multiforme de la crónica se integra con el tono más íntimo y subjetivo del cuento. Ese cruce, le digo, está relacionado con una decisión en el armado de los textos. Ella mueve la cabeza, afirmativa, lenta, y contesta: “si voy a un lugar me pongo a observar qué es lo que pasa en la calle. Cuando vine a dar un curso hace unos meses, salí y vi que los bares estaban llenos a las ocho de la mañana. Y eran todos muy cordiales. Es decir, me parece que son muy callejeros y cordiales, ¿no?”

Para Uhart todo puede convertirse en literatura. El único límite es la exageración del método Uhart, podríamos decir. “El límite es no exagerar la pequeñez de lo que trabajo. En muchas notas, he puesto cosas mínimas pero también he puesto lo que no he podido lograr.” Y agrega: “cualquier cosa se puede convertir en literatura. Si está bien contado, cualquier cosa se puede convertir. Porque vos le podes contar la habitación de un hotel. Todos los hoteles son distintos. Si vos decís tres estrellas, pensás que son iguales. Pero no es así. Todos son diferentes.”

La filosofía tiene un lugar diferente en sus cuentos y crónicas. En contra del lugar académico común, no es ni solemne ni vanidosa. Mientras la narradora habla de un rincón perdido en el campo coloca una idea de Spinoza. O cuando habla de la parte de una ciudad, Nietzsche es convocado. Mientras le comento mis sospechas, ella hace una especie de recorrido de su relación con la filosofía: “yo dejé de dar clases de filosofía hace ocho años. Y me interesaba mucho estudiar para dar clase. Después que dejé de dar clase dejé de leer filosofía. Como no lo tengo que enseñar, no leo filosofía. El otro día me puse a leer Bataille. Y antes lo leía y lo leía bien. Pero hace unos días lo leí y no lo entendí. Pero no es que no lo entienda. Se cierra uno y no lo quiere entender. No te interesa entender. La filosofía depende del momento en que estás. Sócrates decía eso. La objeción que le hacían a los sofistas no era tanto que cobraran sino que agarraran cualquier discípulo. Porque depende del estado de ánimo del discípulo y del contexto y el momento en que quiera aprender. Y entonces, ¿cómo se contaminan estas dos direcciones, mi escritura y la filosofía?” Deja la pregunta en suspenso y pareciera que el silencio posterior es un anuncio de la respuesta. Así se anuncia el vacío o la apatía en los intersticios de la vida de sus personajes.

Las tramas de algunos cuentos suelen vincularse con lo que se llama –sin mucha especificación– la vida cotidiana. En este sentido, Hebe Uhart escribe en las antípodas de autores como Borges o Nabokov. “A Borges hace muchos años que no lo leo. ¿Por qué no lo leo? Porque no lo voy a dar. Si tuviera que darlo tendría que estudiarlo. En los talleres doy mucha literatura latinoamericana. Yo me siento más cerca de Felisberto Hernández. Felisberto es un escritor como para ser amigo de entrecasa. Borges es un escritor para mostrar, para exhibir, por su solvencia y erudición.”

Uhart, distendida, con el cigarrillo en la mano, mira a través de la ventana. El sol empuja la lenta y roja luz exterior y aun se pueden ver los estertores del jardín en el encuadre de la ventana. El silencio de los árboles abraza la conversación y ella se deja llevar por las palabras. Breve, contundente, aunque no entusiasta o empalagosa, dice que prefiere los pueblos alegres a las sociedades opulentas y melancólicas. “Yo no apruebo el desencanto en mí ni en nadie. Y menos para escribir. Yo creo que el desencanto o el escepticismo para escribir no le sirven a nadie. Ya lo decía Conrad en 1904. Decía: “yo no sé por qué algunos escritores modernos tienen una mirada escéptica acerca del mundo. Esa mirada escéptica conspira contra el hecho de escribir”. Si vos mirás con escepticismo todo está mal. Y si todo está mal el único que está bien sos vos. Por lo tanto te colocás por encima y no podés mirar bien. Yo tengo una mirada que se identifica con pueblos más entusiastas y vitales como el de Paraguay. Yo amo Paraguay. Ellos son alegres, son optimistas. Una vez una señora me dijo: ustedes se viven quejando de todo. Nosotros así estemos en el cuarto subsuelo decimos, “¿cómo estás?” Y respondemos “muy bien” levantando el dedo. En Río de Janeiro también son así. Si vos preguntas “¿se puede hacer esto?” Te dicen “se puede, se puede”. En cambio, en Buenos Aires no se puede nada. El zoológico está lleno de prohibiciones. En Montevideo te dicen “el tacho no muerde”. Y es una forma más simpática de decir, ¿o no?”

En sus cuentos y crónicas, el habla de los personajes es central. Uhart se ha ocupado de narrar a personajes pueblerinos, campesinos, y mujeres de clase media. El lenguaje define el modo de ser o de comportarse en el mundo. “El lenguaje revela mucho. No es lo mismo decir “mersa” para decir ordinario (en Buenos Aires) que decir guachafo, que es lapidario, como se dice en Paraguay. Guachafo tiene un componente de desagrado social. En Buenos Aires alguien puede tener algo mersa o ser mersa. Pero te dice “soy mersa y qué”. Eso te muestra la forma de insertarse en una sociedad. En Perú, una sociedad más clasada, un personaje del siglo XIX se mira al espejo y dice “soy un zambo de mierda”. Se lo dice a sí mismo. En Buenos Aires no se lo dirían porque tienen la autoestima alta. Jaureche dijo que la sociedad argentina estaba compuesta de tilingos y guarangos. Tilingos son los cultos, los que hablan el lenguaje difícil, y guarangos son los que tienen dinero y si ven que el vecino tiene un auto así ellos quieren tener el mismo auto. Buenos Aires está hecha de guarangos. Pero en buena hora. Porque si no la gente se encoge ante el poderoso.”

El cruce entre lo culto y lo popular conforma una tradición en la literatura argentina. Uhart, hábil oído y milimétrica prosista que aparenta sencillez, se inscribe en esa larga tradición que puede remontarse hasta Lucio V. Mansilla. Cuando le digo que sus textos me recuerdan el oído atento y cuidadoso de Mansilla, ella no duda y manifiesta su interés y su deuda con el autor de Entre nos. “Mansilla dice una cosa importantísima en su época. Mansilla reivindica a Fray Mocho, que era ninguneado. Y dice que la mayoría de los argentinos quisieron escribir como los españoles, que eran más retóricos. Yo, no. Yo reivindico a Fray Mocho porque yo, al igual que Fray Mocho, escribo como hablo. Y él sienta una forma de escribir en argentino. Eso hace Mansilla. Y lo dice y lo expresa.”

Bioy Casares sostenía que había tenido que trabajar toda la vida para alcanzar un estilo sencillo. Uhart, más modesta, no reivindica a la hipercorrección como un método sino que en lugar de conservar, vanidosa, todo lo que escribe, sólo preserva aquello que parece tener la forma de algo que ha pasado por las revisiones del pensamiento. “Yo considero que la última etapa que se tiene que dar es la de escribir. La etapa anterior es la de pensar. Yo pienso mucho. Pienso y doy vuelta lo que pienso. Los viajes me sirven para obligarme a escribir de lo que veo. En realidad, escribir es un proceso largo que tiene etapas. Yo no pulo. Hay gente que guarda y otra que tira mucho. Yo soy de tirar. No corrijo. Y no me releo. Solo me releo cuando alguien me dice que le gustó tal cosa. Me releo porque me da curiosidad.”

Con una voz suave y firme, con paciencia, Uhart desgrana sus ideas, con la mesura y la contundencia de un orfebre que ha meditado largamente sobre su oficio. Entiende que la literatura es una cosa ardua y dudosa, menos parecida a un zapato que a un problema filosófico. Con un lenguaje claro y directo, lo plantea como un problema que casi roza el enigma profano: “la verdad es que no se puede saber qué es lo que vale de un escritor. Es un producto tan complejo la literatura. Es inmedible. La literatura no es como un zapato. Cualquiera que sepa de zapatos te puede decir cuál zapato es bueno. Pero la literatura es bastante opinable. Cada uno tiene su línea de gusto, su biografía, ¿sí o no?”

En Viajera crónicase percibe que le interesan las ciudades chicas, los pueblos y el habla cotidiana de la gente. Con una definición ya clásica, dice que ella no es urbana ni campesina sino suburbana. “Nací en un pueblo, Moreno. Tenía 30000 habitantes cuando yo era chica. Ahora es enorme, Moreno. Antes tenía seis cuadras y después estaba el campo. A mí me lo dijo un novio una vez: vos no sos ni campesina ni urbana. Sos pueblerina. Y es verdad. Eso quiere decir que tenés confianza con veinte casas del pueblo. Entrás en la casa de los abuelos, de los tíos, de amigos. Entrás y ves. Yo a un pueblo lo conozco. Conozco las pasiones que se mueven ahí. Puedo captar viendo los letreros, los grafitis, viendo cómo están en la plaza. En cambio, en una ciudad grande, no. Tengo que ir a los archivos.”

Cuando se refiere a sus crónicas, dice que hay de dos tipos: las que tienen más información de archivos y las que son más subjetivas. Y algunas parecen cuentos y otras crónicas. Es como si la literatura y la no ficción se contaminaran. “Ahora se han borrado los límites. En este momento los límites entre crónica, cuento, pensamiento se han borrado. Hay un escritor que se llama Ribeyro. Él publicó Prosas apátridas. ¿Qué son? Algunas tiran a cuentos, otras a reflexión, otras a crónica.”

El humor es un elemento clave. Sin embargo, en el perfil que escribió Leila Guerriero en Plano americano, dice que su mamá no creía que ella pudiera tener humor en sus relatos. Aunque considera comprensible que su madre no encontrara humor en sus textos, piensa que el humor es fundamental en la literatura. Si bien le preocupa la cuestión del humor, piensa que su origen es inasible: “lo que pasa es que el humor es un cierre de una situación de opresión. En caliente no se puede escribir nada. En poesía, sí, tal vez. Pero en la prosa, en caliente, no se puede hacer. No se puede escribir de la ira cuando estás iracundo. Yo no puedo. Porque me sale una cosa iracunda y yo no me puedo ver. El humor es como una vuelta en la cual te podés ver a vos iracundo y, por lo tanto, te perdonás. Si no la ira sigue al infinito. Digamos, siempre estamos conversando con otras personas y con todos los que tenés, tenés pleito. Entonces te vas al balcón y pensás: qué voy a hacer con esta ira. Y entonces escribís. El humor es un cierre, un broche. Felisberto Hernández tiene una frase sobre esto. Él estaba viendo cómo se loteaba el barrio con casas y piensa: “yo no voy a permitir que mis ojos vean esto con odio”. Lo que veo con odio no lo escribo. Escribo aquello que tengo más decantado. El humor te ofrece un cierre. Mientras que el que escribe bajo un sentimiento extremo, lo tiene ahí y no lo cerró.”

Fogwil dijo que ella es la mejor cuentista argentina. Cuando le menciono la frase, Hebe, tranquila, levanta el cigarrillo, se sonroja, y quiere cubrirse la cara con el humo que oscila en el aire: “sobre eso yo no puedo opinar. Fogwill exageraba, ya sabemos. No creo ni me la creo. Uno se dedica a algo pero se podría haber dedicado a otras cosas. A mí me hubiera gustado estudiar a los animales. Las vidas tienen muchas direcciones…”

Hebe Uhart raspa, involuntaria, el papel transparente que cubre la caja de cigarrillos. Levanta  su cuaderno y mira a un costado: sus ojos se pierden en la ventana oscura que mira al jardín oscuro. Ya es la noche. Siento que la entrevista está llegando a su fin. Es curioso. Ella ha venido a mi casa para que haga la entrevista. Pronto, ella va a hacerme preguntas a mí. Pronto voy a escuchar sus opiniones, sus observaciones sobre Tucumán.

¿Qué viniste a hacer a Tucumán?, le digo, retórico, a la espera de un final y de un comienzo. Ella me mira, hace una pausa, carraspea: “Yo te cuento. Ahora te cuento.”

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