Un grupo de jinetes atraviesa desfiladeros de alabastro
Un grupo de jinetes atraviesa desfiladeros de alabastro; un mago levanta su lámpara para alumbrar el camino a la cúspide de la montaña; una mano dibuja, en las paredes de una cueva, una explosión nuclear; la señora muerte toca el violín con pasión y alegría; una niña juega con un avión de metal, de diseño afilado; un mundo flotante con grandes cascadas cayendo al vacío. El rock me cautiva primero por las portadas de sus discos antes que por sus sonidos. Mis recuerdos infantiles de la música de rock son dispersos pero indelebles: los Beatles tocando “All you need is love” en la pantalla del televisor una navidad de 1967, los radios de transistores con su música pop, desde los Osmonds a la familia Patridge, desde los Monkees a los Jackson Five. El rock-pop que escucho entonces, en una ciudad lejana de la frontera norte de México, lo asocio con Disneylandia. Es como una nieve americana de sabor sintético. Sabe bien, pero es falsa. La radio, en cambio, es otro mundo. Allí está la KAMP de El Centro, California, con los grupos del momento. Pero en mi casa lo que reina es un viejo tocadiscos Zenith monofónico. El rock sigue siendo para mí, en aquellos inicios de los años setenta, una presencia lejana, un culto del que oigo hablar pero en el que no he sido bautizado.
Unos años más tarde, ya en la preparatoria, Mario Macalpin, un compañero de clase, se apiada de mi falta de conocimientos musicales. Macalpin, el beatlemaniático del grupo, toma su papel de guía musical y me pone, en una sola tarde y en su casa, todos los discos de los Beatles, desde el primero hasta el último. Y no sólo eso, me va explicando los cambios de sonido, las letras de sus canciones, la novedad de sus hallazgos musicales, sus búsquedas de nuevos sonidos e instrumentos. Sobre todo, me va mostrando las portadas de sus discos de larga duración como piezas de un misterio mayor. Es una sesión maratónica que me enseña algo fundamental: nada se queda como está. Todo evoluciona hacia formas más complejas, más íntimas, más discordantes. Crear, lo entiendo ahora, es experimentar, es no quedarte con lo que ya sabes, es continuar ensayando nuevas rutas expresivas, nuevos paisajes y sonoridades.
Vuelvo al grupo de jinetes que atraviesan desfiladeros de alabastro y me doy cuenta que ese paisaje mágico no es una simple fantasía. Allá, afuera, en el horizonte montañoso que rodea a Mexicali, la música no es una forma congelada en el tiempo: es vida en movimiento, es ritmos en aceleración constante. Stairway to Heaven con su viejo harapiento. Close to the Edge con su abstracción verde brillante. Con la voz de Robert Plant. Con la voz de Jon Anderson. Los portavoces de mi imaginación. Los chamanes de mi tiempo. ¿Y a qué viene todo esto? A que la música también es un lenguaje universal que siempre se ha acompañado de imágenes poderosas, de jinetes con sus guitarras eléctricas, de bardos con sus sintetizadores al hombro. Cada una de esas carátulas, en sus paisajes y retratos, en sus colores y narrativas, representa un arte que comenzó como ilustración y terminó definiendo los gustos visuales de varias generaciones de jóvenes y adultos, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días. En cierto sentido, como a mí me pasó de adolescente, las portadas de discos son un destino definitivo para los peregrinos en busca de un mundo aparte, de una realidad inconmensurable, de una música que pertenece a todos, de un arte que pasó de las márgenes al centro de nuestra cultura. Veamos cómo sucedió.
Una imagen para cada música
Entre las primeras grabaciones de sonido, en la antepenúltima década del siglo XIX, y la aparición de las portadas de discos con fines comerciales en 1940, median casi sesenta años. Entre la producción masiva de acetatos (discos de 78 revoluciones por minuto) en 1902 y el uso del arte gráfico para venderlos no sólo por su música sino como objetos visuales, hay que entender que, desde la Segunda Guerra Mundial, los discos se vuelven un fenómeno de masas que vive, como negocio, entre la diversión popular (unida a los bailes de moda, como el swing, con las grandes bandas de Duke Ellington o Benny Goodman) y la percepción de que la música es, intelectualmente hablando, un arte que va de las composiciones de música culta hasta los nuevos sonidos del cool jazz, es decir, los discos se vuelven, a mediados del siglo XX, en objetos de expresión individual, en símbolos de distintas formas de acercarse a los fenómenos musicales de cada cultura, sociedad o movimiento artístico. Las portadas, entonces, cumplen por una parte con dar a conocer los detalles de una grabación, los títulos de las canciones, los intérpretes principales, pero van más allá de eso: son un lenguaje de signos y texturas que tratan de servir como síntesis de lo que el público va a recibir al comprar tal o cual disco. Por eso, desde un principio, como en el cine, responden a un negocio en auge y a la vez son avisos de que su oferta musical va en distintas direcciones: la música para adolescentes, para hombres de mundo, para mujeres románticas, para buscadores de nuevos sonidos.
Estos diseños no nacen sólo para mostrar los contenidos: su misión es ser una publicidad que se comunique directamente con el comprador potencial y le ofrezca los tópicos que capten de inmediato su atención, ya sean estos una pintura moderna, una fotografía callejera, una muchacha sensual o un grito puro de libertad sin concesiones. Gran parte de estas carátulas, especialmente las diseñadas entre 1940 y 1965, nos muestran la vida como diversión, sofisticación, viajes por diversos países, vitalidad y humor. Son, en todo caso, el sueño de la imaginación desatada en amores, placeres y convivencia. Invitan a entrar en la música de cada melómano a través de sus imágenes intrigantes, seductoras, persuasivas. Brindan colorido o personalidad a toda clase de composiciones y tendencias en cada género musical.
Las primeras portadas de discos eran apenas ilustraciones literales de su contenido. Caricaturas que ofrecían un atisbo de instrumentos musicales, figuras humanas, micrófonos y labios, manos tocando o el rostro sonriente de cantantes o directores de orquesta. Destacan aquí diseñadores como Alex Wallenstein (el que da comienzo, en Columbia Records, con Smash Hits by Rodgers and Hart, el primer disco con portada de la historia), Jim Flora o Robert Jones, cuyos diseños establecieron pronto las normas tradicionales de las carátulas de discos a nivel mundial. Este nuevo arte se impuso en cuanto terminó la Segunda Guerra Mundial y empezó la era de la posguerra, con su sociedad de consumo en plena explosión demográfica. Las portadas sirvieron para impulsar a las nuevas celebridades musicales, desde Frank Sinatra hasta Billie Holiday. Los rostros de las nuevas estrellas de la música pop se convirtieron en imágenes familiares que terminaron en las salas de la clase media alrededor del mundo. Para los años cincuenta, los diseños de las carátulas de discos fueron volviéndose más osados, más creativos, especialmente en el mundo del jazz. Un sello como Blue Note y diseñadores poco conocidos, como Red Miles y un joven llamado Andy Warhol, impulsaron un nuevo tipo de portada, uno donde el nombre del álbum fuera tan importante como el nombre del compositor o del intérprete.
Pronto esta nueva estética impregnó los álbumes de jazz de diferentes sellos discográficos, que hicieron frente al colorido de las carátulas de los acetatos de música pop, con un diseño de colores primarios en contraste, con un arte minimalista, dando así a conocer las obras seminales de Miles Davies, John Coltrane, Thelonius Monk, Ornette Coleman o Charles Mingus. Arte de equilibrios sincopados, de improvisaciones justas, de ritmos visuales que impusieron una imagen de líneas arquitectónicas en ruta a nuevos confines contrapuntísticos, a nuevas exploraciones del piano, el saxofón o la batería. Música que hace del silencio el más bello sonido del mundo. Pero la revolución de este arte publicitario, que muchos ni siquiera se dignan a nombrar arte, va a cambiar de forma imprevista. Algo se rompe en este mundo idealizado en 1956. Es entonces cuando aparece algo que se mueve de una manera menos sofisticada y más primitiva. Algo que grita y escandaliza a las buenas conciencias. En 1956 llega a la escena musical el rock and roll de la mano de Elvis Presley. Allí da comienzo una revolución que, en escasos diez años, cambiará por completo el significado de la música popular en el mundo.
Del departamento de publicidad a la cultura alternativa
En 1956 una portada típica era la de un músico con su instrumento en la mano o la de una cantante de curvas sinuosas, con su belleza fatal y fumando un cigarrillo. Es el viejo imperativo de la ilustración corporativa o el estribillo de que el sexo vende. Pero con la llegada del rock and roll hay un nuevo concepto por vender: la rebeldía. El problema, claro, es que los departamentos publicitarios de las grandes firmas discográficas (Columbia, Decca, RCA, etcétera) no saben cómo vender algo que no va con su ideología. Son los propios músicos, que van tomando control de sus propias carreras, los que van presionando para que las carátulas de sus discos digan lo que piensan, lo que son, lo que les gusta o les disgusta. Allí está el caso paradigmático de los discos de Bob Dylan, que van del joven folklorista al poeta maldito que no le importa lo que piensen de él y de su música, que busca su propio camino sin pedirle permiso a nadie; desde el cantautor de protesta que va en Freewheelin´ (1963), caminando por una calles de Nueva York con su amiga del brazo, como un adolescente sin ataduras, pasando por el cantante como intelectual en la portada de su disco BringingItAll Back Home (1965), hasta el espíritu roquero, iconoclasta, de Highway 61 Revisited (1967), que termina en el punto de origen: como un cantante country, campirano, de la vida rural en Nashville Skyline (1969).
Pero la mejor forma de ver estos cambios radicales es contemplar las portadas de los discos de los Beatles de 1963 a 1970. Allí se sintetiza toda la década de los años sesenta en su explosiva creatividad. Todo comienza con With The Beatles (1963), con su fotografía en blanco y negro de Paul, John, George y Ringo. Aquí todavía estamos en una imagen corporativa de un fenómeno juvenil de masas, de ídolos para quinceañeras. Se vende un grupo de músicos pero, por sus claroscuros, podemos considerar que tienen algo más que ofrecer que melodías pegajosas y conductas acartonadas. Pronto las cosas cambian y los Beatles van buscando ampliar las fronteras de su música y el significado de la imagen que quieren proyectar de ellos mismos frente al mundo del arte tanto como entre sus millones de seguidores. En los Beatles no tardará en unirse el entretenimiento del orbe del espectáculo con el arte contemporáneo como experimentación continua y permanente.
Apenas tres años más tarde, en Rubber Soul (1965), los compradores de sus discos podían ver carátulas que implicaban la distorsión de los sentidos. Y en Revolver (1966), Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band (1967) y Magical Mystery Tour (1967), es la psicodelia en pleno la que se hace arte conceptual que amalgama todas las influencias del grupo en este momento, desde la filosofía hindú hasta las ideas contestatarias, pasando por sus ídolos musicales, literarios o cinematográficos e incluyendo las ideas creativas que reciben los integrantes de los Beatles de personajes históricos que son ejemplos a seguir, desde Gandhi a Fred Astaire, de Carlos Marx a Marilyn Monroe, de Edgar Allan Poe a Marlo Brando. La famosa portada de Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band es un panteón cultural puesto a los ojos del mundo gracias al artista Peter Blake y el fotógrafo Michael Cooper. Suma de una era optimista y en cambio permanente. Luego viene el retorno a lo esencial: el álbum doble de 1968, titulado The Beatles, con su carátula en blanco; Abbey Road (1969) con un retrato del cuarteto de Liverpool cruzando una calle como simples paseantes; y Let It Be (1970), con sus rostros a todo color. El viaje mágico y misterioso de la banda más importante de la música de rock ha terminado donde empezó: con una imagen de los miembros del grupo ya sin cara de adolescentes, ya peleados entre sí, ya hartos de ellos mismos.
Si hay un momento en que las portadas de los discos dejaron su tono empresarial y se volvieron declaración de principios podemos señalar, además de los álbumes de los Beatles, las portadas de artistas como William S. Harvey, que hizo la de Strange Days (1967) de The Doors, con sus personajes de circo y que era, hasta cierto punto, un homenaje a la fotografía de su contemporánea, Diane Arbus, la artista neoyorquina especializada en captar a los freaks de su entorno. O el trabajo del gran Robert Crumb con Cheap Thrills (1967) para el grupo Big Brother And The Holding Company, que representa una historieta con la saga del grupo y de su cantante principal, Janis Joplin.
Y hay que precisar que la psicodelia, con el uso de drogas como el LSD o la marihuana, que gustaba de mostrar paisajes oníricos donde todo podía suceder, no es la influencia única en esta década. También están las portadas de discos que son proclamas de los problemas que aquejan al mundo, como sucede en las carátulas de Crown of Creation (1968) y Volunteers (1968), del grupo Jefferson Airplane, que representa el rock contestatario de San Francisco, California, en donde podemos ver que la corona de la creación que va a recibir la humanidad es un hongo termonuclear o que hay que ponerse en pie de lucha para combatir la guerra de Vietnam a través de la desobediencia civil.
Estamos ante una cultura alternativa que subvierte la cultura oficial y el procedimiento básico para lograrlo es la autogestión, la cooperativa, la comuna. Y para comunicar su mensaje la vía más expedita y barata es hacerlo por medio de carteles para conciertos de grupos subterráneos, afiches de temática política contra el sistema imperante, folletos que reproducen consignas y las portadas de los discos de sus artistas favoritos, esos que aún no se han vendido a las grandes corporaciones, esos que aún no anuncian los productos de las grandes compañías, esos que tus papás no ven con buenos ojos.
Los años setenta: del rock progresivo a Hipgnosis
La década de los años setenta transforma el panorama de la música en más de un sentido. Los jóvenes que compran discos de rock quieren sentir la realidad, vivir la experiencia del mundo sin tapujos, sin medias tintas. El rock es sinónimo de liberación sexual, de uso de drogas, de regreso a la naturaleza. Es entonces que la ecología se vuelve punto de encuentro para salvar al planeta y a sus especies en extinción. Pero también es sinónimo de escapatoria: del mundo opresivo de familia-escuela-trabajo se salta a orbes más amplios, más tolerantes, más abiertos con lo diverso, lo extraño, lo minoritario. Las portadas de los discos de David Bowie, Lou Reed o T. Rex lo atestiguan.
Es entonces que ver la carátula de un disco es un viaje de la imaginación. Se reutilizan ilustraciones populares, carteles de cine, fotografías antiguas, arte decorativo, las obras de los grandes pintores como Dalí, Escher o Magritte, así como los símbolos de los mitos de oriente y occidente. Todo se vale. Todo es trampolín para entrar a otras dimensiones, a otros reinos encantados. Las portadas son ventanas abiertas, espejos maravillosos, caminos a comarcas desconocidas. Viajes sin fin que unen lo visual y lo auditivo desde la privacidad de cada uno. En esta década tres rutas se abren paso: la del creador que imagina mundos mágicos (Roger Dean), la del artista de lo macabro que une en sus obras lo orgánico y lo artificial, los símbolos de la vida y la muerte en formas sensuales y perversas (Hans Ruedi Giger) y la del colectivo Hipgnosis, que representa la unión creativa entre el Colegio Real de Artes de Londres, la Escuela de Cine de Londres y la escena musical de Gran Bretaña. Son tres estilos diferentes de visualizar la música en las carátulas de los discos de estos años y con los principales grupos de rock del momento.
Roger Dean (Inglaterra, 1944) ha creado, desde 1968 a la fecha, un sinnúmero de portadas de discos que se han vuelto legendarias. Pero tal vez sus mejores trabajos abarcan el período de 1970 a 1980 y se concentran en tres agrupaciones diametralmente distintas: Osibisa, un grupo de fusión de rock, jazz y música africana, donde las imágenes que inventa para ellos responden a una zoología alternativa, como en Osibisa (1970) y Woyaya (1971); Uriah Heep, un grupo de hard rock, con sus pinturas fantásticas para los discos Demons And Wizards (1972) y The Magician´s Birthday (1972), y Yes, uno de las bandas más representativas del rock progresivo, junto con Emerson Lake and Palmer, Genesis y King Crimson. Dean produjo para Yes las portadas clásicas de sus álbumes Fragile (1971), Close To The Edge (1972), Tales From The Topographic Oceans (1973), Relayer (1974) y Drama (1980). Mundos que se despliegan en su hermosura paisajística como espacios habitados por criaturas pasmosas, por civilizaciones perdidas, por lugares fuera de la realidad tal y como la conocemos, tal y como la concebimos. Sean océanos con sus pirámides mayas, montañas de agua luminosa o frágiles naves aéreas, aquí podemos entender que la música es un viaje al país del Nunca Jamás. En tiempos más recientes, Roger Dean ha trabajado para grupos como Asia, Focus y la Orquesta Filarmónica de Londres, así como en videojuegos como Infestation, Amnios y Tetris.
Hans Ruedi Giger (Suiza, 1940-2014), por su parte, no le interesaba ilustrar cuentos de hadas. Este artista suizo, muy cercano al teatro del absurdo y a creadores como Ernst Fuchs, Salvador Dalí, Alejandro Jodorowski y Moebius, se ha hecho famoso como diseñador de películas de horror y ciencia ficción, desde la fallida Dune (1976) hasta Alien (1979). Pero en el arte de las portadas de discos se dio a conocer con Brain Salad Surgery (1973) del grupo Emerson Lake And Palmer. Su trabajo básico fue con aerógrafo y se dice que sus paisajes son la expresión de ciertas obsesiones fetichistas en relación al cuerpo humano como objeto biomecánico. En Brain Salad Surgery podemos contemplar una realidad donde la belleza de una mujer fantasmal da paso a una visión esquelética-metálica de la misma. Arte sin caretas, donde cada pieza es un instrumento de tortura, donde cada detalle hiere la mirada. Tal vez por eso su obra posterior para carátulas de discos se centró en grupos de rock metálico o industrial, como Magma, Celtic Frost, Danzig o Carcass.
En cambio, Hipgnosis es un estudio de arte londinense, fundado en 1968 por Aubrey Powell y Storm Thorgerson, que se convirtió en esta década en el centro del arte de las portadas de discos a nivel mundial y que, con nuevos creativos, se sostiene hasta 1983. Este colectivo ha creado algunas de las imágenes icónicas más conocidas de la historia de la música de rock, como la del disco de Led Zeppelin, Houses Of The Holy (1973), con ese paisaje granítico donde los niños del futuro/pasado se arrastran, o las portadas con elementos pictóricos antiguos, como las que hicieron para el grupo Renaissance entre 1973 y 1982. Pero su mayor realización siguen siendo las portadas del grupo Pink Floyd desde 1969 a 1977, entre las que destacan sus imágenes, casi siempre simbólicas, como en Umagumma (1969), Dark Side Of The Moon (1973), Wish You Were Here (1975) y Animals (1977), que establecen un nuevo paradigma de las carátulas como espacios de reflexión sobre la condición humana en llamas, la luz en sus prisma de colores o la relación de los animales y las fábricas en su matadero diario. Crítica del mundo sin obviedades, desde una perspectiva que permite entrar a los temas de nuestra civilización a través del dinero, el poder, la competencia despiadada o la burocracia insensible.
Hazlo por ti mismo: del punk a nuestros días
De nueva cuenta, con la llegada de un nuevo movimiento contestatario, el arte de las portadas de disco va a comenzar desde cero. Y el año de este terremoto no es otro que 1977, cuando aparece en escena el movimiento punk y su lema: hazlo por ti mismo. Ahora el nuevo paradigma creativo son los diseños simples, las fotografías sin retoques, el corta y pega, que con eso basta. Es el triunfo de lo simple, lo rudimentario, incluso de lo amateur, sobre lo sofisticado o lo artístico. Pero aun en estos casos, las aportaciones de diseñadores como Arturo Vega (The Ramones), Ray Lowry (The Clash) o Bob Heimall (Patti Smith) no dejan de unir el arte del diseño con la sencillez de las imágenes de grupos y cantantes que desprecian todo artificio y que quieren decir las cosas sin pelos en la lengua. Allí Never Mind The Bollocks (1977) de Sex Pistols marca la diferencia y establece que la música sólo necesita frases filosas, palabras como escupitajos, rostros como injurias, gestos de franco insulto y desafío. La violencia se hace presente como una reacción visceral al estado del mundo, a la vida como ruina y deterioro, a la política como bazofia y engaño. Es el triunfo del dadaísmo corrosivo que no cree en obras de arte sublime sino en vida a ras de tierra, en la violencia como lenguaje cotidiano, en la voz de los de abajo como protesta social.
Las dos últimas décadas del siglo XX traen otros cambios significativos: el disco de vinilo, de grabación analógica, se vuelve obsoleto ante la entrada, a mediados de los años ochenta, del disco compacto digital. Esto impacta al arte de las portadas porque el disco compacto es de menor tamaño y los discos de larga duración, que podían ser vistos como cuadros de una exposición, ahora se han vuelto tan pequeños que ya no se requieren un gran trabajo artístico, al menos en sus detalles o en su grandiosidad. A la vez, las décadas finales del siglo pasado traen nuevos movimientos musicales en ascenso, desde la música tecno-electrónica hasta el hip-hop, pasando por la música alternativa independiente, la música ambiental y el grunge, entre otros. De la música tecno salen portadas influenciadas por corrientes artísticas cercanas a lo abstracto, como el suprematismo, el constructivismo o la escuela de Bauhaus. Destaca aquí Peter Saville y el sonido Manchester con portadas para Joy Division, New Order, Ultravox, Pulp o Suede.
En el último cuarto del siglo XX surge otra escuela de arte, donde lo sublime como instante de asombro y recogimiento, como paisaje imantado en su trascendencia visual, como prodigio lumínico que exhibe su belleza misteriosa, profunda, interior, se presenta en los discos del sello alemán ECM (Editions of Contemporary Music). Los diseñadores de esta discográfica, especializada en música clásica contemporánea, grupos étnicos, jazz europeo y experimentos electrónicos, son Barbara Wojirsch, Dieter Rehm y Burkhart Wojirsch, quienes han hecho una labor artística tan impresionante, tan fuera de serie, que el crítico Richard Evans ha dicho que los únicos sellos discográficos donde jamás ha visto una carátula mala son Blue Note y ECM. Sólo basta ver las portadas de obras como Lumi (1987) de Edward Vesala, Twelve Moons (1993) de Jan Garbarek, Nine To Get Ready (1999) de Roscoe Mitchell, Coruscating (2000) de John Surman, Jumping The Creek (2005) de Charles Lloyd o Bold As Light (2010) de Stephan Micus para comprobarlo.
Y en el plano individual podemos hablar de diseñadores como Robert Fisher y su portada para el disco Nevermind (1991), de la banda Nirvana, con su niño sumergido persiguiendo la carnada perfecta de nuestra época: un billete de dólar. O el arte graffiti de Paul Cannell en la carátula de Screamdelica (1991), del grupo Primal Scream, así como los estilos retro y vintage de creativos como Tommy Steele o Vartan, provenientes ambos del centro de artes de la Escuela de Diseño de Pasadena, California. Vartan, en especial, se ha ganado el reconocimiento unánime con las portadas de discos recopilatorios del blues tradicional y del jazz pionero para sellos tan históricos como Chess o Verve.
A la vez, el arte de las portadas de discos se ha vuelto un claro homenaje a otros movimientos pictóricos o tendencias visuales. Allí están, como ejemplos, la carátula de Viva la vida or Death An All His Friends (2008) de Coldplay con su apropiación de la pintura de Eugene Delacroix en clave revolucionaria francesa o Fleet Foxes (2008) del grupo del mismo nombre, con su homenaje a Peter Bruegel o You Could Have It So Much Better (2005) del grupo Franz Ferdinand y su imitación de los carteles revolucionarios soviéticos. Toda la historia del arte se encuentra a nuestra disposición ahora que nada escapa, gracias a las redes sociales, del escrutinio público.
Para el siglo XXI, la llegada del iPod en 2001 parece marcar el fin de era de las portadas de discos al volverse todo una reproducción digital al gusto de cada escucha y más con la aparición de iTunes, servicio que permite descargar el repertorio musical mundial canción por canción, haciendo que los álbumes parezcan objetos arcaicos, anacrónicos. Lo que lleva a que la cantante islandesa Bjork proponga, con su disco Biophilia (2011), que es una aplicación interactiva, una especie de videojuego sobre la creación del universo. Al mismo tiempo, con el auge de la música pop como glamour, fama y celebridad, el trabajo de mostrar lo auténtico, lo real, lo reflexivo incluso, se sostiene en discos como Back to Back (2006) de Amy Winehouse, Leaving On A Mayday (2008) de Ann Ternheim o Lazareto (2014) de Jim White. Y si vemos más cerca podemos constatarlo en la portada del álbum Vida (2015) de Cast, el grupo mexicalense de rock progresivo, obra creada por el legendario Paul Whitehead, el ilustrador de portadas para grupos como Genesis, Renaissance, Le Orme, Van der Graaf Generator y Akacia. Estamos ante imágenes que nos muestran las heridas de lo humano o los amores rotos a la vista de todos. La vulnerabilidad que es la historia diaria de nuestro paso por el mundo. Y como en el trabajo creativo de Whitehead, nos ofrece casas viejas, bosques oscuros, naves cósmicas. Paisajes que van de lo gótico a lo contemporáneo, de lo real a lo simbólico, del surrealismo a la ciencia ficción.
La última gran sorpresa, a partir de la segunda década del siglo XXI, es el regreso del disco de vinilo a la escena musical. Mientras el disco compacto, que había dominado por un cuarto de siglo, reduce sus ventas, el viejo disco de vinilo vuelve a dar la batalla, saca de nueva cuenta su formidable arsenal de ideas, visiones y proclamas. Y su regreso señala el retorno del arte de las portadas de disco como se hacían en los tiempos dorados de los años sesenta y setenta, con obras tan significativas como las que hoy proponen grupos e intérpretes como Temples, Tame Impala, Flying Lotus, Mastodon o Ty Segall. Como la serpiente uróboros, el diseño de los discos actuales responde a un imperativo sencillo pero poderoso: mostrar quién está detrás de tal o cual música, exponer los horizontes de la vida que cada grupo o cantante quiere compartir con nosotros desde su experiencia personal, expresando el destino humano como regreso a los orígenes, como voluntad creativa, como sabiduría vital. No somos diferentes a ti, parecen decirnos. O mejor aún: lo que ves es lo que imaginas escuchar. No más. No menos.