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El sonido literario de Pink Floyd

La meteoróloga del noticiero había pronosticado una nevada histórica sobre la ciudad de Chicago. Al salir del metro, Claudine y yo corrimos por las escaleras del subsuelo hasta alcanzar la Halsted St mientras cantábamos Shine on your Crazy Diamond. Todo brillaba. Podíamos sentir la electricidad en el paladar cada vez que inhalábamos el aire helado. El pavimento se había cubierto de una gelatina traslúcida que reflejaba el resplandor ámbar terracota de los postes de luz. El distrito nos embriagaba de aromas, de gente vestida de cuero, con botas hasta los muslos y abrigos hasta los tobillos. Nos cruzamos con el Steppenwolf Theater, fundado por Gary Sinise y John Malkovich, estrellas de las tablas y el séptimo arte. Y antes de tomar el autobús, nos detuvimos en el Biograph Theater, aquél emblemático cinema en donde John Dilinger, enemigo público número uno, y uno de los ladrones de banco más notables del siglo pasado, sería acribillado con un revólver calibre .38 a las puertas de la taquilla por el capitán de la policía Timothy O’ Neal, y otros oficiales, hace más de 80 años.

Llegamos justo a tiempo a nuestro punto de encuentro cerca de Oak Park: un pequeño restaurante de comida mediterránea muy íntimo que se escondía al fondo de una modesta librería. Muchos años atrás, el joven Ernest Hemingway visitaría este sitio con regularidad al salir de la escuela. El dueño del establecimiento tomó nuestros sacos y nos indicó la dirección hacia la mesa privada en donde nos esperaba un gran amigo, Phil Manzanera. Británico elegante, de padre inglés y madre barranquillera, Manzanera lleva consigo las experiencias de crecer en lugares como Colombia, Cuba y Venezuela, antes de regresar a Britania para formar parte de la banda de glam rock, Roxy Music, como guitarrista. Nos saludamos calurosamente y nos presentó a su esposa, Claire, publicista de Pink Floyd, a Polly Samson, celebrada escritora y esposa de David, y finalmente a David Jon Gilmour… leyenda viviente de una de las bandas más influyentes de la historia de la música, Pink Floyd.

“Allí, justo allí se sentaba Ernest Hemingway durante su adolescencia para escribir Bestias fantásticas…” -le dije a David Gilmour con voz temblorosa. Solo sonrió y no respondió nada.

La escritora fantasma

Claudine capturó la atención de David Gilmour desde el ‘hello’. Ella tiene esta habilidad de encapsular a quien la escucha dentro de una atmósfera de suavidad y misterio (siempre me gustó verla hablar). Jamás preguntó sobre Syd Barrett, sobre Wright o sobre Waters; para ella, cualquier versión que pudiera salir de la boca de Gilmour no era importante. Era suficiente sentir que fueron personas que ambos habían amado, cada uno a su manera; los acordes de Wright en el piano, la voz de pica-hielo de Waters, la tierna demencia, conmovedora y al mismo tiempo asesina de Syd. Ni siquiera hablaban de estilos musicales. Quizás reconoció al hombre desvestido del artista. Ambos se disfrutaban conversando sobre pastelería, el pie de cereza más inolvidable que hubieran saboreado, el té más brusco que hubieran  bebido, con quién lo compartieron. Es cierto que ella no vivió ninguno de esos eventos conmigo, pero yo los recordaba como si fueran míos. El dueño trajo una bandeja de nueces, aceitunas y carne de cordero envuelto en láminas vegetales, bañadas de aceite de oliva y vinagre, con una cesta de humus y pita. Yo pedí una copa de tinto, Marqués de Riscal.

Phil preguntó sobre mis proyectos para el resto del año y no pude evitar confesar que estaba por escribir mi primera novela. Ese disparo al aire cautivó a Polly y le dije que a lo mejor le gustaba tanto que no habría razón para no publicarla con su editorial. Phil y Claire soltaron una carcajada. Reconocí que había sido una estrategia barata, pero en el fondo fue un accidente perfecto que trajo a aquella pareja que andaba de paseo por el espacio de vuelta a nosotros. Con ese comentario, Claudine sonrió recordando mi pasión, y esa pasión que ella reconocía en mí, la pude ver reflejándose en sus ojos. Las rondas de vino y vodka formaban una serpentina de anécdotas y juegos sobre la mesa. Las letras de las canciones y los nombres de nuestros escritores favoritos pasaron a dominar el tema de discusión. Comenzábamos a reconocernos entre nosotros; a apasionarnos. Todos pedíamos la palabra al mismo tiempo, batiendo las manos cerquita del rostro de quien estuviera en ese momento recitando con más fuerza las líneas, imborrables, de esas canciones que nos cambiarían la vida para siempre. Dust in the Wind, If there is Something, Paranoid Android, Penny Lane, Comfortably Numb. Todos intervenían. Todos menos Gilmour. Ese genial creador, quien se sentaba justo al lado opuesto de la mesa, era un amable testigo ausente. No me dirigía una sola palabra; solo observaba.

Hicimos de todo en ese lugar, desde formar una banda de rock and roll hasta una banda de ladrones de bancos. Vivimos de excesos y escándalos. Claire propuso hacer una sola biografía sobre nosotros seis… El grupo de esta mesa, le llamó Phil, y en medio de las risas, aseguró que debía ser en español. No me entusiasmaba el nombre, pero sí me fascinaba la iniciativa. El problema es que no veía posible conseguir escoger entre nosotros al afortunado, futuro millonario, escritor de esa obra prohibida. Mucho menos con esta borrachera. Claire enfatizó que se debía rifar el puesto, pero eso tampoco sería posible. Para mi era absolutamente aterrador desarrollar a Gilmour, meterle mis palabras a sus pensamientos, lograr que todo lo que diga en el papel, al final, sea impactante.

“Usemos a un escritor ‘negro’, un escritor ‘fantasma’ – propuso Claudine antes de regresar a su conversación íntima con la leyenda de Floyd. Yo me pregunto, de qué piedra preciosa está hecho el corazón de un escritor que se mantiene anónimo luego de lograr un ‘best-seller’.

Sí. La maravillosa idea de volvernos personajes de la literatura y sembrarnos en el pensamiento de millones de fans fue alucinante durante el poquito tiempo que duró.

Todo esto le recordó a Polly la anécdota de Robert Galbraith, un autor que habría cobrado notoriedad en Inglaterra a través de sus novelas de crimen. Me dio vergüenza confesar que no lo conocía, pero sentí en ese momento que debía decirle la verdad. El caso de Galbraith abre toda una discusión sobre lo que hace realmente exitoso a un escritor. Ahora, sí se conoce muy bien sobre los problemas que tuvo al principio cuando buscaba enamorar a las casas editoriales con sus manuscritos. Muchos editores le negaron una publicación. Alguien llegó a sentenciar su estilo como uno que era ‘demasiado femenino’.

Las alarmas de la comunidad editorial se encendieron cuando se comenzó a sospechar que ese autor no era quien decía ser. La sospecha se transformó en intriga. Una intriga tan poderosa que las autoridades se involucraron utilizando computadoras forenses. Fue entonces cuando descubrieron que J.K. Rowlings, la celebrada autora de Harry Potter, y Robert Galbraith eran la misma persona. La idea de que The Cuckoo’s Calling, una novela que le costó popularizarse, hubiera sido una absoluta revelación desde el momento que salió de la imprenta, hasta invadir a las tiendas, si tan solo hubiera llevado como autor impreso el nombre de J.K Rowlings, es absolutamente aterradora. Quién lo diría, que una celebrada escritora, luego de dejar una marca profunda dentro del mundo literario contemporáneo, a través de una exitosa obra sobre un niño huérfano y su escuela de magia, habría decidido cambiar repentinamente de voz sin previo aviso, para comenzar a escribir usando un seudónimo masculino, ‘Robert Galbraith’, y esta vez, componer un hilo de terribles crímenes tatuados en tinta y papel.

De Chicago a Pompeya

Nunca se pidió la cuenta, no que yo recuerde. Nos levantamos y el dueño nos ayudó con nuestros abrigos y bufandas. Gilmour ayudó a Claudine y yo ayudé a Polly con el suyo. Phil nos abrazó con mucho cariño y Claire nos invitó al concierto de clausura en Pompeya, donde David Gilmour daría su última presentación del tour en el mismo lugar emblemático en donde lo hizo junto a su banda, hace 44 años atrás.

Al salir, descubrimos que el cielo negro se había partido en dos, y comenzaba a vaciarse sobre nosotros un hermoso y abundante polvo de hielo. David se despidió de Claudine y caminó siguiéndole el paso a los demás. Pero en un momento se detuvo y me dijo: “¿Bestias fantásticas?” En toda la noche, él no había pronunciado una sola palabra hacia mí. – “Sí” – le respondí, esta vez con mucha seguridad, – “al salir de la escuela, él se iba a ese café y se sentaba a escribir … y escribía sobre Bestias fantásticas.” Gilmour se quedó pensativo, y sin quitarme los ojos de encima, sonrió de nuevo. – “How lovely would it be to tell a tale about it, right after we wake up, don’t you think?… but, then again, who would be by our side if that happens, I wonder… Cheers, my dear… it was lovely to meet you, too”. Mientras Claire, Polly y David Gilmour se perdían en la tormenta, Claudine tomó mi brazo con fuerza. Estaba cubierta completamente de nieve. Levantaba su cabeza y probaba el hielo que flotaba en el aire, hermosa e inmóvil.

 

 

 

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