Las siete menos diez de la mañana. Doce de agosto. Han pasado ya cinco meses. Casi medio año. La luz del sol entra por la ventana de mi habitación, siento su presencia entre las sábanas, me doy media vuelta para cubrirme el rostro e intento volver a conciliar el sueño en vano. Me quito las sábanas de encima. Me levanto, me dirijo a la cocina y miro el calendario que cuelga en la puerta del refrigerador. Treinta días para la llegada del otoño, y tres meses para la llegada del invierno. Siento un escalofrió de solo pensar en ello. Ver este calendario se ha convertido para mí en un ritual peor que mirar las redes sociales. Me preparo una taza de café y me dirijo a la sala. Enciendo el computador. Leo las noticias en el New York Times. Tengo la sensación de que los minutos y las horas han empezado a correr a una velocidad imparable.
Entro al baño y me lavo el rostro. Me enjuago la boca. Regreso a la sala y me siento en sofá con el portátil sobre mis piernas. Abro el Google Calendar en donde está el enlace para mi cita en Zoom. Hago click. Me encuentro con la foto de mi perfil en la pantalla. Espero a que el host, mi siquiatra, acepte mi solicitud. Su rostro y su torso aparecen en la pantalla después de unos segundos. Luce el saco de una sudadera gris. No lleva maquillaje. Tiene una taza de café al lado. En el segundo plano veo varias cajas, una mesa y muchas herramientas.
-Gracias por esperar-dice.
-No pasa nada- le digo.
-¿Te molesta si me conecto desde acá? -Mis hijos están con su padre en la sala. Ahora hago las citas desde el garaje.
-Ok – le digo.
-¿Cómo te has sentido? -me dice.
-Estoy preocupado.
Teclea mis respuestas en su teclado.
-Cuéntame.
-He empezado a contar los días.
-¿Los días?
-Los días que faltan para que entre el otoño.
-¿Para qué los cuentas?
-No estoy seguro.
-¿Has seguido la rutina que te recomendé?
-Intento.
-¿Qué quieres decir?
-A veces la sigo.
-¿Encontraste un hobby?
-Compré tres plantas.
-¿Y?
-No sé. Las compre ayer.
-¿Has meditado?
-Me quedo dormido.
-¿Meditas sentado o acostado?
-Acostado.
-Intenta hacerlo sentado.
-Me duele la espalda.
-O caminando.
-Voy a intentar.
-¿Tienes pastillas?
-Sí
Nuestra conversación transcurre sin contratiempos. Como una encuesta. Ella va llenando aquel cuestionario que conoce bien. Me limito a responder lo básico. Sí, no, bien, gracias, ok.
-¿Nos vemos en octubre para la próxima cita? -dice al cabo de unos minutos.
-¿Cuántos muertos habrán? -digo.
-Enfócate en el presente.
-Eso quisiera.
-¿El quince está bien?
-Sí.
-¿Algo más?
-Una cosa -la interrumpo.
-Dime.
Silencio.
-No, nada-digo.
-¿Seguro?
-Sí, seguro.
-¿Seguro?
-Sí. Seguro-repito.
-Ok.
-Gracias.
-Hasta octubre.
-Octubre-pienso.
Después de unos segundos su imagen desparece. Vuelvo a quedar allí solo con la foto de mi perfil de Zoom que parece la de un desconocido. La tomé seis meses atrás cuando llegué a Michigan. Por la misma época en que visité su consultorio por primera vez. Para aquel entonces nuestras conversaciones giraban en torno a los desafíos de llegar a una nueva ciudad, al estrés generado por el cambio, estrategias para vivir bien. En retrospectiva eran conversaciones banales. Ahora giran a la misma pregunta: ¿sobreviviremos? Me pregunto si su nivel de ansiedad ahora es tan alto como el de sus pacientes.
*
Apago el computador, me levanto y abro la puerta de cristal que conecta la sala con el balcón. Miro las plantas que he colocado sobre una caja de cartón. ¿cada cuánto se alimentan? me pregunto. No necesitan mucha agua, pero ¿cada cuánto hay que ponérsela? se ven tranquilas en el balcón. Siento como si me dijeran, estamos bien. Mejor que tú. Me dirijo al baño. Me quito la camiseta y viro el grifo de la ducha. Me paro al frente del espejo, encuentro mi rostro intranquilo una vez más. Si existiera un espejo para las emociones ¿cómo se manifestarían las mías en este momento? He ganado peso en los últimos meses. Me he vuelto un cliente habitual del Little Caesars de la esquina de la calle en donde vivo. A veces voy después de almorzar y compro una pizza. Mi cuerpo parece un árbol. Uno que espera la llegada de la temporada de los tornados, que se resigna a la fuerza de la naturaleza. Aquel pensamiento genera un ruido molesto en mi cabeza. Como una turbina. En mi interior una fuerza me empuja a meterme a la ducha, lavarme los dientes, salir a caminar. Pero a veces se encuentra con otra fuerza que me detiene. Me quito la pantaloneta y mis boxers, me meto bajo el chorro de agua helada. Es este instante el ritual que separa mi nuevo día de la noche anterior.
*
He vaciado mi armario. Solo he dejado un par de camisetas. Me pongo mi camiseta de Slayer con el estampado del álbum World Painted Blood. Fui seguidor por varios años de los solos de guitarra veloces y llenos de energía de Jeff Hanneman quien murió de insuficiencia hepática a los 49. Podía escuchar Angel of Death, South of Heaven, Raining Blood and War Ensemble por horas enteras en mi adolescencia. Sin embargo, ahora los riffs de las guitarras de Hanneman me molestan. Los solos de batería de Lombardo se han convertido en un taladro en mi cráneo. No sé si el motivo por el que he dejado de escuchar trash metal sea porque la sensación de adrenalina que me producía cuando me encerraba a en mi cuarto a escucharlo después de la escuela se ha hecho ahora dueña de mi vida. Todo tiene su propio ciclo. Me pregunto cuál es el ciclo de la existencia del presente.
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Hace poco recibí un mensaje de Kristjana desde Kópavogur, a pocos kilómetros de Reykjavik. No habíamos hablado desde el año anterior. Me escribía ahora para preguntarme cómo iban las cosas en Estados Unidos. En ves de responder con un mensaje de texto por Messenger decidí llamarla. Conversamos sobre nuestras vidas en la pandemia, pero también sobre el viaje que hicimos juntos a la cascada Gullfoss, a cien kilómetros de Reikiavik, su pueblo natal. Es una de las cascadas mas grandes de Islandia. El agua viaja desde el glaciar Langjökull por el rio Hvítá hasta llegar al delta. Se forma de tres saltos. El primero de once metros, el segundo de veinte metros y el salto final oblicuo a los anteriores de treinta dos metros que cae al cañón que encauza al río de nuevo. Gullfoss se formó por las inundaciones repentinas que se abrieron paso por las grietas en las capas de lava de basalto al final de La edad de hielo y se profundiza veinticinco centímetros al año por la constante erosión del agua. A principios del siglo XX un grupo de inversores decidió construir una presa hidroeléctrica para generar electricidad y dinero. Aquel proyecto capitalista fracaso tras la oposición liderada por la enviromentalista islandesa Sigríður Tómasdóttir. En 1979 Gullfoss se convirtió en una reserva natural protegida por el gobierno islandés.
*
Hasta el balcón en donde he permanecido leyendo por varias horas me llega el sonido del tono de mi teléfono celular. Voy a la sala y levanto el teléfono. Miro la pantalla. Tengo una video llamada perdida del pastor Gido de la Iglesia presbiteriana de Iowa City. Nos hemos mantenido en contacto con regularidad desde que nos conocimos en sus sermones del domingo. Me pregunto si debería recomendarle a mi siquiatra que hable con él. Tal vez ella me lo agradecería. Le devuelvo la video-llamada al pastor. Está caminando en Washington st. con su hija de ocho años.
-¿Qué tal todo?-dice.
-Esperando.
-Paciencia.
-¿Cómo van las cosas en la iglesia?
-Online.
-Si -digo.
-No hay que perder la fe.
Camina agitado como si se dirigiera para una reunión. El video se mueve con el movimiento de sus pasos. Su hija camina a su lado tratando de no quedar atrás. Se detienen en una intersección. Por el ángulo de la cámara parece como si lo mirara desde la altura de los hombros.
-¿Cuándo vuelven a hacer los servicios?-digo.
-Sólo Dios sabe.
-La gente necesita de otra gente.
-El servicio es online ahora-dice.
-Pero no es lo mismo.
-No nos podemos arriesgar.
-Me preocupa la llegada del invierno-digo.
-Cada día trae su propio afán.
-Parece que sólo hemos empeorado.
-Tal vez.
-Se va a poner peor.
-No seas negativo.
– Llegará sin piedad esta vez.
-Confía en Dios.
-Hace poco compre unas plantas. ¿Quieres verlas?
-Sí.
Salgo al balcón.
Dirijo mi cámara hacía ellas. Se las muestro una por una.
-Son suculentas-digo.
Vuelvo la cámara hacia mí. Encuentro el rostro de su hija en la pantalla.
-¿Cómo se llaman?-dice.
-No tienen nombre.
-¿Por qué?
-No sé.
Su padre vuelve a tomar control de la cámara.
-Solo quería saludar. Vamos de afán. Llámame si necesitas algo.
-Gracias.
-Espera. Ella te quiere decir algo.
El rostro de su hija vuelve a aparecer en la pantalla.
-Necesitan un nombre-dice.
-Lo voy a buscar.
-Dales un nombre-repite.
-¿Sugerencias? -digo.
-hummmm….no.
-Voy a mirar en Google, ¿ok?
-Buena idea-dice.
-Adiós.
-Adiós.
Miro la hora. Las seis de la tarde. Con el pasar del tiempo los días se hacen más fríos y cortos. Dirijo mi atención a los carros que pasan por Stadium BLVD. Una camioneta blanca entra al estacionamiento de la licorera que esta al otro lado de la calle. Dos hombres se bajan. Entran a la licorera. Después de unos minutos salen del interior con un sixpack en cada mano. Se suben en la camioneta y continúan a su destino. La sombra creada por las nubles plomizas arropa las tres suculentas. Del departamento de al lado llegan los ladridos del perro del vecino. Después de unos minutos deja de ladrar. Todo vuelve a quedar en silencio como antes de la llegada de la tempestad.