John Wayne Gacy era un hombre respetado en su comunidad. Como empresario, dueño de P.D.M. Contractors, había logrado un excelente pasar económico. El poder que suele dar el dinero, a John, no lo había cambiado: era generoso, siempre predispuesto en escuchar al otro, regarle inclusive abultados cheques para calmar los problemas. En sus ratos libres, que sabía encontrar, visitaba los hospitales públicos de Chicago.
Para esas ocasiones se disfrazaba de payaso. El mismo había aprendido a maquillarse, a delinear una gran sonrisa roja que los niños adoraban. Había inventado un personaje, Pogo, el payaso. En resumen, la figura de aquel hombre corpulento de hombros anchos y mirada triste era proporcional a su trato amable, a su infinita bondad.
La tarde del 21 de diciembre de 1978 no sólo la ciudad de Chicago sino el país entró en shock: en una casa del suburbio de Norwood Park, la policía había encontrado enterrados en el garaje, en la cocina y alrededor del jardín más de una veintena de cuerpos. Los cadáveres –en investigaciones ulteriores en el río Des Plaines la cifra terminó en 33– eran de adolescentes y jóvenes. De esta manera John Wayne Gacy, con tan solo 36 años, se convertía en el mayor asesino serial de la historia de los Estados Unidos.
Entre 1972 y 1978 Gacy mantuvo como una obsesión, que en verdad era, la rutina de deambular arriba de su Oldsmobile negro por las noches de Chicago. Así elegía a sus víctimas, muchas de ellas taxiboys del área de Bughouse Square, o simplemente muchachos que habían escapado de sus hogares y esperaban en las estaciones de trenes o hacían autostop para que algún automovilista los lleve hacia un viaje a ninguna parte.
A veces, Gacy tuvo que amenazarlos con un revolver o decirles que era de la policía de narcóticos; pero otras, apenas bastó su amabilidad y voz serena –cualidad que permaneció inalterable aun en prisión– que prometía trabajo y comida caliente para que esos jóvenes aceptaran su compañía. Allí entonces, en la residencia marcada con el 8213 de West Summerdale, los muchachos sentían que penetraban en otro mundo, en uno de confort y cuidado.
Gacy les cocinaba, les ofrecía alcohol y marihuana, les mostraba su colección de films eróticos. En algún momento de la noche la generosidad se volvía un juguete roto.
Los jóvenes eran esposados para tener sexo mientras Gacy los torturaba, les daba golpes con manoplas, les introducía objetos. Después los estrangulaba con un torniquete. En alguna ocasión mató a dos jóvenes en una noche. Para que los cadáveres no desprendieran un olor nauseabundo, Gacy los rociaba con ácido y lavandina. Luego los enterraba en tumbas de un pie de profundidad.
Alguna vez los vecinos escucharon gritos durante la noche. La policía visitó el domicilio de Gacy pero nunca sospechó nada.
Los crímenes se descubrieron por la denuncia de una madre. Su hijo había desaparecido. Lo último que le había dicho es que se iba a la casa de un tal Gacy en el 8213 de West Summerdale con la esperanza de conseguir trabajo. La policía, esta vez, fue con una autorización para revisar la casa. En el baño un oficial sintió un aroma extraño. Recordó que era muy similar al que olía cada vez que visitaba la morgue.
John Wayne Gacy –ahora bautizado por la prensa como “El payaso asesino”– fue ejecutado en 1994. De los 24 años que pasó en la cárcel, mientras recibía cartas de todo tipo de personas, desde las que creían en su inocencia a familiares de las víctimas como de reporteros que deseaban una entrevista –Oprah Winfrey le envió una carta de puño y letra– Gacy mantuvo inalterable otra de sus pasiones: pintar retratos hermosos de payasos tristes.