Search
Close this search box.

Detesto los Starbucks con su bohemia uniforme, el café – carísimo– que muchas veces es un extraño postre cargado de crema servido en tubos gigantes, y la gente ostentando sus artefactos Apple en todas sus variantes de alta gama.

Los Starbucks son como los McDonald’s pero con gente más flaca. Prefiero el original, antes que una mala copia. Por eso camino unos cuantos metros al salir de la librería en la que trabajo durante la noche, y compro café en un bar sin nombre. Desde que estoy por la zona, el local pasó por muchas manos: de rusos, de colombianos, de venezolanos, y creo que ahora es una mezcla de estadounidenses con cubanos. Todas sus metamorfosis me han gustado; en cada una de ellas encontré una sorpresa.

La otra noche no fue la excepción. Me siento en un rincón y paso un rato agradable mientras miro desde la ventana la gente que camina por la calle. Pero si el afuera me entretiene, ese jueves en particular, todo sucedió ahí adentro.

Aunque estuviera muy flaca, con dos hijos que exigían postre y Coca-Cola a la misma vez, un marido con el aspecto de guardaespaldas –tan distante del lánguido joven argentino músico de pop– que se aburría en la mesa contando las migas de pan, y el pelo rubio teñido, era inconfundiblemente ella: la muchacha gordita con sonrisa dulce que hacía unos meses había llegado de La Habana.

¿Cuánto tiempo hacía de todo eso? ¿15 años? No, tal vez era más: mi amigo músico todavía se quedaba en el pequeño cuarto que alquilaba por la Collins y la 80 street.

Con ella – no quiero ni debo dar más pistas sobre su identidad, más adelante seguramente comprendan– había tenido enseguida una conexión que, con mi amigo, muchas veces era difícil de conseguir.

Por la madrugada nos juntábamos en algún café de South Beach. Los tres trabajábamos en la playa: su novio tocando la guitarra en los restaurants sobre Ocean Drive, ella bailando en un Strip Club y yo en las discos de Washington Avenue. Tomábamos mucha cerveza, fumábamos, nos reíamos. No había tanto dinero, pero la pasábamos bien: la vida todavía no se había vuelto complicada.

Escribo “complicada” y tal vez sea un error. Mi amigo como yo no habíamos huido de un infierno, como era su caso. Una noche me confesó que había tenido que prostituirse para poder comer. Ahora en los Estados Unidos la vida cobraba otro sentido. Ella deseaba ser actriz –en Cuba había hecho algo de teatro–. Me contaba sus proyectos y los artistas de Hollywood con los que trabajaría. Los Angeles no quedaba muy lejos de Miami. Estaba en el país donde los sueños podían realizarse. Sus palabras, por repetidas de algún panfleto de publicidad, no me molestaban: ansiaba que todo aquello que decía con tanta ilusión, algún día se hiciera realidad.

Desde mi mesa pensaba en aquellas noches mientras ella trataba de calmar a uno de los niños que, ahora, lloraba vaya a saber por qué mientras el otro se escapaba de la mesa para ir rumbo a la calle. Cuando el guardaespaldas agarró a su hijo, inmediatamente pidió la cuenta y empezaron los preparativos para marcharse –armar el cochecito, cargar a los niños, la  doggie bag…

En algún momento intenté esconderme entre las páginas del libro de Heinrich Boll que llevaba, pero era inútil: yo también estaba cambiado: con barba, el pelo corto, muchos kilos de más, e irremediablemente escéptico de todo. No me acerqué a saludarla porque en ese encuentro –y eso también era irremediable, lo sabía con dolor– saldrían a la luz varias de las promesas incumplidas del pasado.

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit