Dos mexicanos a viva voz
Durante algunos meses de 2013 los mexicanos Juan Villoro e Ilan Stavans intercambiaron mails en los que dejaron vagar algunos temas caros a todo intelectual que se precie de haber nacido en México. La recopilación de estos textos tomó forma de libro y así nació El ojo en la nuca, más que un cruce epistolar, una charla a veces erudita, otras coloquial, siempre subyugante. El volumen se divide en cinco capítulos, “México duele”, “Ensayo sobre el ensayo”, “Pelos en la lengua”, “En el gimnasio” y “El arte de equivocarse”, más un prólogo y un epílogo.
Las diferencias conceptuales entre ambos contendores se desnudan desde las primeras páginas. Villoro nació en 1956 y, salvando algunas breves residencias fuera de su país, ha vivido siempre en México. Stavans, nacido en 1961 en el seno de una familia judía de origen polaco, fue en su juventud un trashumante casi profesional, y vive en Massachusetts, Estados Unidos, desde hace veinticinco años. Y tan diversos rumbos han sido más que suficientes para abrir una brecha entre ambos. Ya en el primer capítulo, Villoro se muestra decidido a defender cierta mexicanidad nacida mucho antes de la conquista española y nutrida desde siempre por intelectuales de los más diversos signos ideológicos, condición seguramente condensada en ese libro clave que es El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. Stavans, por su parte, sin acercarse a la noción de apátrida en el sentido que han sabido darle autores como E.M. Cioran o Milan Kundera, evidencia una suerte de desarraigo casi filosófico, próximo incluso a la prescindencia o al desinterés.
Desde allí, el lector se enfrenta también a ciertas pautas que se harán comunes a lo largo del libro: quien más escribe es Villoro y quien parece darle orden a los temas es Stavans (“Tuviste la iniciativa del diálogo”, parece quejarse Villoro al final del libro); quien es el líder de las opiniones afectivas es Villoro y quien maneja los temas con una exquisita frialdad es Stavans (“no es casual que hayas guiado la conversación”, parece acusar Villoro); quien se muestra más despojado es Villoro y quien insiste con un discurso más autorreferencial y vanidoso es Stavans (Villoro lo compara con Lenin y con Paz: “hablaban para tener razón”). Pero acaso gracias a estas marcadas diferencias, la conversación no se empantana en momento alguno y, página tras página, mantiene un sostenido interés.
Literatura y política
Villoro ha edificado su obra de modo raigal: varias novelas (El testigo, Llamadas de Ámsterdam y Arrecife son sus últimos títulos), libros de cuentos (entre otros La alcoba dormida, La casa pierde y Los culpables), recopilaciones de artículos y crónicas periodísticas, algunas de ellas dedicadas al fútbol (Los once de la tribu, Dios es redondo), ensayos literarios (Efectos personales, De eso se trata y La máquina desnuda, en el que figura un notable trabajo sobre Juan Carlos Onetti), y también algunas piezas teatrales, testimonios y literatura infantil y juvenil. Por su parte, el fuerte de Stavans es el ensayo, en particular algunos estudios sobre el spanglish (llegó a traducir al spanglish el primer capítulo de El Quijote), sobre la condición de los hispanos residentes en Estados Unidos, la función de los diccionarios, y las obras de autores tan disímiles como Sor Juana Inés de la Cruz, Pablo Neruda e Isaac Bashevis Singer, aunque también publicó dos libros de cuentos, una autobiografía y múltiples trabajos académicos, todo ello traducido ya a unos doce idiomas.
El intercambio cobra particular interés cuando, a pesar de sus diferencias, logran ponerse de acuerdo o, al menos, apuntan sus dardos en una misma dirección, como ocurre cuando abren juicio sobre Mario Vargas Llosa y su postulación a la presidencia de Perú en 1990. Pero donde Stavans es particularmente duro (“Una de las acciones suyas que más me molestó fue su decisión de irse a España luego de su derrota en la campaña contra Alberto Fujimori”, dice, y agrega líneas después que “Vargas Llosa se larga a la presidencia porque su inspiración novelísticas está agotada”), Villoro es más reflexivo pero no menos categórico: “En sociedades sin lectores, como la mexicana, el escritor adquiere un papel socialmente exagerado, pues domina una forma de la dificultad –la escritura- a la que muy pocos tienen acceso. Por lo tanto, se le pide que hable de cualquier cosa, como si fuera un profeta múltiple. Esto explica que Rómulo Gallegos haya sido presidente de Venezuela y Vargas Llosa haya estado a punto de serlo de Perú”.
Profundos, ricos en su libertad de pensamiento, ambos se permiten un debate fermental y postulan algunas ideas por desgracia poco frecuentes por estos lares y en estos tiempos. “Creo que el papel del escritor debe ser más discreto en lo social y más profundo en lo intelectual. La falta de libertad de crítica tiene que ver con esto. Sería mejor discutir a fondo que proponer a un escritor para el Senado. En ocasiones eso acaba por dañar el lenguaje mismo del escritor”, afirma Villoro, en tanto que Stavans, más ácido, sostiene que “La política y la literatura se diferencian en su aproximación a la impureza: en la política hay que meter la mano, ensuciarla, dejarse llevar por la mierda para conseguir reencausarla…”. Todo ello parece dejarles concluir, unas cuantas páginas después, que “algo falla cuando un escritor festeja su cumpleaños más cerca de estadistas que de sus colegas”.
La respiración del lenguaje
Fútbol, béisbol, el candente tema de los nacionalismos, la literatura estadounidense (a la que Stavans considera débil, tildando a sus escritores de “entertainers”), los principales ensayistas latinoamericanos (Bello, Rodó, Martí, Borges), las primeras lenguas extranjeras que ocuparon sus infancias (alemán para Villoro, yiddish para Stavans), Dios y, más de una vez, la explicación y el gusto por el título del libro (una suerte de tercer ojo que les provoca tanto incomodidad como pedantería y que, supone Stavans, les “permitiría ver lo que nunca vemos, entender nuestra situación vital de otra forma”), son algunos de los otros temas del volumen.
Pero otra vez, cuando el asunto en cuestión es la propia escritura y sus procesos personales, es Villoro el más afable, sobre todo cuando habla de lo que él llama “la respiración del lenguaje”. “Onetti suele servirse de relatores que fuman”, dice para explicar la cadencia del relato onettiano, la estructura y el tempo de sus frases. “En Saer, la aceituna (que come el narrador) casi siempre es una coma”. Y concluye: “La literatura podría ser representada como un inmenso hospital de neumología, donde cada paciente tiene un síntoma distinto. (…) El estilo literario insufla vida a la página, genera la ilusión de que eso existió y sigue existiendo; es, seguramente, la forma más lograda de la respiración artificial”.
El ojo en la nuca. Ilan Stavans, Juan Villoro, editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 172 páginas.