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El niño que no mataste

     A Vinicius Winkell le detectaron demencia senil cuando no le tocaba. Trabajaba en una entidad bancaria de Texarkana, una pequeña población partida entre Texas y Arkansas por una simple calle (en Texas se podía beber alcohol, en Arkansas estaba prohibido), cuando su director de agencia advirtió un comportamiento extraño en él: contabilizaba los ingresos como pagos y los pagos como ingresos sin que hubiera manera de que entrara en razón. El caos mental del contable causó graves pérdidas a la entidad bancaria, económicas y de tiempo, para solucionar el entuerto, que lo derivó a sus servicios médicos, y los médicos de empresa le diagnosticaron una prematura demencia senil tras una serie de sesiones y escáneres de su córtex cerebral.
—Señor Winkell. ¿Es consciente de su comportamiento anómalo?
Vinicius negó con la cabeza. En realidad, no sabía la razón por la que estaba ante ese tribunal ni por qué ya no eran necesarios sus trabajos como contable de la entidad bancaria en la que había entrado muy joven, de botones. El doctor Ulises Velmont sostenía un lapicero entre los dedos que iba girando con habilidad. Ilustraban las paredes de su consultorio fotos en blanco y negro de enajenados mentales.
—A veces dichos comportamientos se deben a algún trauma en su infancia. En su historial. —El doctor Velmont no quitaba la vista de la pantalla de su ordenador—. Consta que perdió a sus padres siendo niño de una forma, digamos, que violenta, cuando residían en Little Rock.
Le extrañó al doctor la vehemente negativa de su paciente a esa insinuación.
—Quizá si habla de ello se sentirá mejor. Trate de exorcizar sus demonios.
Vinicius optó por guardar silencio y retorcerse las manos.
—Sus vecinos hablan de su descontrol, de que se deja el gas abierto, de que no apaga nunca las luces de su casa. No está casado, ¿verdad?
—No.
—Quizá debiera pensar en autorrecluirse en algún establecimiento adecuado. Piénselo, señor Winkell. Es mi consejo. Seguramente sus padres tenían el mismo problema, pero su asesinato no dejó desarrollar la enfermedad.
—¿Quién les ha dicho que los asesinaron? —Winkell levantó la vista del suelo para envolver al doctor con una mirada de hielo.
—También nos pasan informes policiales.
Había escuchado demasiado Vinicius Winkell a aquel doctor que jugueteaba con sus lápices, así es que se alzó de la silla, dio media vuelta y salió de la consulta. Lo que no llegó a saber jamás el médico psiquiatra es que su paciente le hizo caso.
La residencia Último retiro estaba situada a las afueras de la ciudad, en una zona ajardinada y algo boscosa en la que pacían manadas de ciervos que nada temían de los ancianos allí recluidos: las armas de fuego no estaban permitidas y había un detector de metales a la entrada por el que pasaban los familiares que visitaban a los internos, pocos, sea dicho. Vinicius fue su más joven huésped. Con la venta de su casa y los ahorros acumulados en la entidad bancaria de la que había sido despedido podría pagar su estancia durante veinte años, luego, si seguía viviendo, ya vería. El ambiente en la residencia, si no fuera por ese olor a excremento y orina que a veces reinaba entre sus cuatro paredes, podría calificarse de amable. Los residentes, cuya media de edad rondaba los setenta años, cumplían un plan metódico que los mantenía activos dentro de sus posibilidades motrices. Levantarse temprano, desayunar en el comedor comunal mientras veían la televisión, emplear su tiempo en un sinfín de juegos memorísticos hasta que llegaba la hora de la frugal comida y, cuando hacía sol, tomarlo en cómodos butacones que había en el porche que daba la vuelta completa a la enorme construcción de madera pintada de blanco de estilo colonial que era la residencia Último retiro. A última hora de la tarde, en el ocaso, la visión de ese ejército de ancianos cara al sol era la viva imagen de un cuadro de Edward Hopper.
Había en la sala de juegos de la residencia varios tableros de ajedrez. Los tableros permanecían fijos sobre mesas con tapete verde con las piezas colocadas por si alguien se animaba a jugar una partida. Vinicius, una tarde en la que el sol se mostraba reacio a aparecer y se ocultaba tras un manto de nubes, se sentó ante uno de esos tableros y esperó pacientemente a que un jugador ocupara el asiento de enfrente. Se sorprendió cuando lo hizo un anciano amable de escasa pelambrera, ojos hundidos cubiertos por gafas de culo de botella y andares apesadumbrados que ayudaba con un elegante bastón de marfil. El individuo, de aspecto aristocrático, iba cubierto con un batín blanco y calzaba unas babuchas de inspiración árabe.
—¿Va una partidita? Aquí esta recua de vejestorios ha olvidado cómo se mueven las piezas del ajedrez. William Gusmán. —Se presentó extendiendo su mano de piel arrugada y manchada, surcada por infinidad de venitas azuladas, a su contrincante.
—Vinicius Winkell —respondió estrechando esa mano extendida—. ¿Argentino?
—¡Nooo! —negó con vehemencia—. Mi madre lo era. Tomé su apellido. Mi padre era un canalla. ¿Y usted brasileño?
—¿Por qué lo dice? —preguntó asombrado Winkell.
—Por Vinicius. Vinicius de Morais era un músico brasileño de ese ritmo pegadizo, la bossa nova. Si yo le contara la de chicas con las que bailé ese ritmo cadencioso y lo cariñosas que se volvían a medida que bebían caipiriñas. ¡Qué poco dura la juventud y cómo la desperdicia uno!
—Lo ignoraba. Lo de ese músico del que me habla. Realmente ignoro por qué mi padre me puso ese nombre. Y no está para preguntárselo.
—¡Vaya! Lo lamento. Mejor perderlo que tener por padre un canalla, como es mi caso. —Calló y lo observó atentamente a través de sus cristales de culo de botella—. Es usted muy joven para estar entre tanto viejo. Rebaja la edad media de los huéspedes de este hotelucho.
Vinicius se tocó la cabeza con el índice de la mano derecha e hizo el movimiento de un destornillador.
—¿Está loco?
—Algo parecido. Demencia senil.
—¿Tan joven? ¿Seguro? ¿No le habrán engañado esos putos médicos? Mi santa madre, que esté en el cielo, murió de eso. Bueno. Empecemos. Ya que estoy sentado en esta parte me conformo con las negras y así no tenemos que dar la vuelta al tablero. ¿Le parece?
Cada tarde quedaban para jugar al ajedrez. Vinicius era poco hablador, lo contrario de William Gusmán. Nació entre ellos, a base de esas partidas equilibradas, pues unas veces ganaba uno y otras el otro, una cierta amistad. Vinicius se daba cuenta de que el resto de los internos evitaban a Gusmán y que lo miraban con malos ojos desde que se relacionaba con él. Una tarde, a mitad de una partida muy igualada después de haber sacrificado ambos los dos caballos y los alfiles, Vinicius quiso saber por qué.
—¿Por qué me miran mal? —al repetir la pregunta se carcajeó para sus adentros Gusmán—. ¿Lo quieres saber, amigo? —Hacía semanas que ya se tuteaban—: Me tienen miedo.
—¿Por qué?
Gusmán bajó la voz, como si lo que tuviera que decir fuera un secreto inconfesable.
—Estos viejos que se cagan encima saben que fui un sicario de la mafia, y de los mejores. Temen que alguno de sus hijos, ávido por hacerse con la herencia, me encargue un trabajito. Muchos de esos espantajos están podridos de dinero.
Vinicius se quedó tan perplejo por esa confesión que perdió rápidamente la partida.
—¿Sicario? ¿Mafia?
—Sí. ¿Qué ocurre?
A la mañana siguiente, durante el desayuno, aprovechando que a William Gusmán se le habían pegado las sábanas, uno de los celadores de la residencia, un chicano bajo y regordete que atendía por el nombre de Pedro se aproximó a Vinicius y le susurró al oído.
—No haga caso de ese zumbado de Gusmán que va diciendo que era sicario de la mafia. No le rula bien la cabeza, como a casi a todos. Se ha inventado un personaje y lo mantiene a sol y a sombra.
Durante la partida de ajedrez de aquella tarde, Vinicius le preguntó mientras se cobraba una torre.
—¿Has matado a mucha gente?
Gusmán alzó sus ojos grises y miró fijamente a su contrincante a través de sus gafas de culo de botella.
—¿Eres morboso, amigo? Sí, a unos cuantos. Más que dedos.
—¿De las manos?
—Y de los pies.
—¿Y no te cogieron?
—Nunca. Ventajas de trabajar en solitario. Me pagaban por trabajo. Era autónomo. Suerte que contraté un plan de pensiones para costearme este hotel de mierda. Aunque en mi profesión pocos son los que llegan a un asilo de viejos.
Durante los días sucesivos fue William Gusmán quien alardeó de sus hazañas sin que Winkell hiciera una sola pregunta. Por fin había encontrado alguien que le hacía caso.
—Solía matar los fines de semana, cuando la gente estaba en sus casas, mirando el televisor. Entraba por las puertas de las cocinas y con el silenciador era fácil y rápido.
—¿Siempre con pistola?
A Vinicius Winkell le costaba asociar ese anciano de aspecto atildado y elegante con un despiadado asesino en serie en su juventud.
—A veces me daba el gusto de acuchillarlos, aunque no era muy frecuente. Una punzada en la nuca bastaba para descabellarlos. Si el tipo no era muy corpulento hasta podía estrangularlos con un cable de acero. ¿Te van estos temas, Vinicius? ¿Te excitan?
—No. Curiosidad. Simple curiosidad.
—Me pagaban bien, porque era efectivo y discreto, desaparecía una vez finalizado el trabajo. Existe un mercado de sicarios y yo cotizaba en bolsa.
—¿Trabajo? ¿El asesinato? —puntualizó Vinicius.
—Trabajo. Para mí era un simple trabajo. Con el primer muerto vomitas. Luego ya no te cuesta tanto apretar el gatillo. Lo había apretado hasta la saciedad en esa maldita guerra que perdimos, la de Vietnam, mandando chinitos al infierno. Hasta me dieron una medalla al valor.
—¿No sentías nada al matar?
—Si morían al instante, no. Lo malo es cuando los dejabas malheridos y debías terminar tu faena. O cuando salía demasiada sangre. No te cuento más, veo que te estás poniendo pálido.
—No te creo.
—¿No me crees? Pues no me creas.
—¿Y si te denuncio a la Policía?
—No lo harás. Somos amigos. Soy el único amigo que tienes aquí entre tanta escoria que va estirando la pata. ¿Con quien hablarías? Además, todos esos delitos están prescritos, y la mayoría de esos mierdas a los que mandé directamente al infierno eran pura escoria: asesinos, violadores, estafadores, ladrones.
Una tarde de tormenta, mientras estaban enfrascados en una posición complicada, con los peones de ambos bandos muy avanzados y una situación de bloqueo táctico precisamente porque no había habido víctimas entre los adversarios, Vinicius hizo a su amigo una pregunta que lo conturbó.
—¿Asesinaste a mujeres?
Gusmán estuvo a punto de levantarse indignado y abandonar la partida.
—¿Por quién me tomas?
—Te he hecho una simple pregunta.
—Me has hecho una mierda de pregunta —rugió— por la que en mis buenos tiempos te habría descargado una 38 en la frente de capullo que tienes.
—Bueno. La retiro si te enfadas.
Gusmán se puso muy solemne.
—Una vez. Y me pesa sobre mi conciencia como una losa de una tonelada.
—¿Una mala mujer?
—Sin duda. Una puta que engañaba a su marido con todo hijo de vecino. Tuve una cita con ella. La estrangulé. Trabajo fácil. Pero me marcó.
Vinicius se turbó por esa confesión, pero ello no le impidió preguntar:
—¿Antes o después?
—¡Qué joder de mierda enfermiza tienes en la cabeza! ¿Te han diagnosticado bien? Eres un puto demente. Las muertas no me empalman.
—Sobra ese lenguaje soez.
—¿Sobra ese lenguaje soez? —repitió con retintín—. Te partiría la nuez del cuello en mis buenos tiempos con un par de dedos, pero me quedaría sin contrincante.
—Ya no son tan buenos tus tiempos.
—¿Por qué, demente?
—Porque tienes ochenta años y te cagas encima.
Del golpe que dio en la mesa con su bastón de marfil cayeron todas las piezas al suelo.
—Búscate otro puto jugador, mamarracho —dijo el sicario, indignado, levantándose y abandonando la habitación.
Durante las dos semanas sucesivas se ignoraron en los desayunos, comidas y cenas, y no volvieron a jugar al ajedrez. Cuando tomaban el sol en el porche se ponía cada uno en una esquina. Parecía que aquella amistad se había roto de forma irreversible hasta que se produjo la muerte de unos de los residentes. Al parecer había muerto mientras dormía, se había asfixiado tragando un papel. La Policía no investigó porque no había signos de violencia y juzgó que se trataba de un fatídico incidente fruto de una mente bajo los efectos de la demencia senil que confundió un simple papel con un bocado.
Cuando los enfermeros sacaron el cadáver por la puerta de la residencia, Gusmán se acercó a Winkell y le susurró al oído.
—Un sicario difícilmente se jubila.
Al día siguiente volvieron con las partidas de ajedrez. Gusmán parecía haber rejuvenecido diez años mientras movía sus peones en posición de ataque.
—No me creo que hayas matado a ese pobre anciano.
—¿No te lo crees? ¿Quién le metió ese papel en la boca?
—No había huellas de resistencia.
—A mis ochenta años, niñato, aún tengo buenos brazos y buenas manos.
—¿Un encargo? —preguntó Vinicius horrorizado—. ¿Los hijos que no pueden esperar más tiempo a cobrar su herencia?
—No. Lástima por él. Me lo había pedido. Un trabajo de amigo.
—Este no ha prescrito.
—Puedo rajar la garganta de quien se vaya de la lengua.
—No seré yo.
—Eso espero.
Siguieron las partidas. Normalmente estaban solos en el cuarto de juegos y podían despacharse hablando.
—¿Y tú no tienes familia, no tienes mujer, ni hijos, ni nadie que te cuide y te saque de esta mierda de hotel?
—Solo en el mundo —se lamentó Vinicius.
—Joder. Pues vaya vida te espera. ¿Y la demencia se presentó de golpe? Yo no la noto, la verdad.
—Es puntual. Me incapacita para el trabajo.
—Pero bueno… quizá otros trabajos. Vamos, que puedes hacer de camarero, recepcionista, conductor de camión…
—No me cogerían. No me concentro. Además, olvido cosas, borro recuerdos de mi cerebro.
—Ya. Traumas.
—Sí, eso dijeron los médicos: traumas infantiles.
—Lo que pasa en la infancia te tara. Lo sé yo por mi puto padre. Deslomaba a palizas a mi madre. Quise matarlo. Era más fuerte que yo. ¿Ves esta cicatriz? —le mostró una profunda en el cuello, muy antigua—Mi progenitor con el casco de una botella. Acabé en urgencias y él desapareció. Ojalá esté muerto ese hijo de puta.
—¿Tú no tienes traumas?
—¿Siendo un sicario? No me los permito.
—Alguno tendrás.
Rumió unos instantes.
—Estuve a punto de matar a un niño. No lo hice, por suerte.
—¿Y por qué ibas a matar a un niño?
—Me vio como ejecutaba a su padre.
—¿Testigo de su muerte?
—Sí. Era un trabajo fácil, pero se complicó. En realidad, ese niño no tenía que estar en casa, sino en la escuela. Y tampoco la mujer.
—¿Mataste a los dos?
—Hube de hacerlo. Él era un mafioso, tenía una deuda con la organización. Ella estaba allí. El niño también.
—¿Entraste en la casa?
—Sí, por la cocina, A él lo sorprendí en el despacho. Acabé con dos disparos sin hacer ruido. Ella entró entonces. Disparé sin pensarlo en la frente, para que no gritara. Luego, cuando bajé las escaleras, me crucé con ese puto niño. No olvido su mirada. Es curioso. He olvidado todas las miradas de los que he matado, pero no la de ese niño.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuarenta años atrás. Me traumatizó. Tuve que ir a un psicólogo. Parece gracioso, ¿no? Un sicario estirado en un diván. Pues sí.
—¿En qué ciudad los mataste?
—Little Rock. ¿Qué importa la ciudad?
Vinicius abatió la cabeza y a continuación tumbó su rey negro.
—Abandono —dijo levantándose.
—Pero si todavía tenemos mucha partida por delante —exclamó Gusmán al verlo marchar por la puerta.
Lo volvió a ver aquella noche, en su habitación, unos segundos entre la penumbra. Gusmán dormía solo, se lo podía permitir con su plan de pensiones. Alguien le abofeteó suavemente las mejillas y abrió los ojos. Al ver a Vinicius pensó que era un sueño.
—Mañana jugamos otra partida, muchacho —murmuró.
—Soy el niño que no mataste.
La frase le despertó de golpe. Gusmán era fuerte, pero Vinicius era más joven. Estuvieron un rato forcejeando. Vinicius no le dejó alzarse de la cama y le metió papeles arrugados en la boca, también pedazos de algodón, mientras le apretaba la nariz con un par de dedos. La cuchilla, en la otra mano, le sajó el cuello de oreja a oreja. La sangre de la herida empapó la almohada y por ella se fue el aire y la vida del sicario.
—Ves —dijo, entre espasmos William Gusmán— tú también eres capaz de matar.
Aquella noche Vinicius desapareció de la residencia. Su pista se perdió en Alaska.

*El niño que no mataste forma parte del libro de relatos Los infiernos (Vencejo Ediciones, 2024)

 

 

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