Crónica en tres días de cómo escapar de un huracán y de su Señor Belcebú-American Airlines sin morir en el intento.
Cuando llegué a Lima ese verano del 2005, no pensé que el comentario de mi hermano sobre una película de la que no tenía idea podría sonar como una advertencia y un presagio. En The Terminal, un hombre no puede salir del aeropuerto en el que se encuentra porque su país ha entrado en revolución y de repente ha dejado de existir legalmente para el mundo. Su pasaporte, entonces, no tiene ningún valor, sus maletas tampoco, su viaje ha dejado de tener algún propósito, su propia identidad ha sido cuestionada. Pero esta no es la historia de Viktor Navorski, el personaje que interpreta Tom Hanks en dicha película, sino la de un peruano atrapado entre las extrañas fuerzas de la naturaleza y las insólitas, pero igualmente poderosas fuerzas de American Airlines.
Día uno: es un poco de mal tiempo (Jueves 25 de agosto)
Dejar Lima se había convertido en una meta en los últimos días. Cansado de la juerga en la ciudad que no duerme, era ya una cuestión de obligación divina. La nostalgia ya no era la misma (uno nunca se va igual dos veces del mismo lugar). Algo se había esfumado desde que me había mudado a Boston el 2004 para continuar mis estudios graduados de literatura. Lima se antojaba engreída, intensa, difícil de navegar. Con esos sentimientos, alisté mi maleta y salí rumbo al aeropuerto Jorge Chávez pensando si es posible dejar un lugar dos veces. En el aeropuerto, mientras hacía el checking, presentí algo raro: una cola de varios metros no es rara en Lima, así que me dije “bueno ni modo, es mi patria, es mi Perú, ¡no me dejará ir sin hacer una colita más!” Esto era el principio nomás. Cuando llegué hasta el mostrador, una mujer me hace un cuestionario sobre las cosas que llevo en la maleta “¿Tiene armas punzantes, cortaúñas, tijeras, encendedores?” Miro la maleta, es muy grande, aún no he aprendido a viajar ligero, y pienso quién tuviera rayos x para mirar adentro y saber qué diablos metió uno en su maleta veinte minutos antes de salir de su casa. Sí recuerdo, hay un encendedor. ¡Pero dónde! “Mire joven o lo encuentra o lo encuentra porque según la ley blah blah de LOS ESTADOS UNIDOS DE AMERICA, está prohibida la tenencia de armas de fuego en su maleta”. ¿Un encendedor arma de fuego? La paranoia norteamericana no parecía tener fin: la cantidad de atentados que uno puede hacer con un encendedor en un país como USA. Ni modo. Busco el encendedor que para colmo de males es de esos pequeñitos que rehúyen tus dedos cuando los buscas y luego no lo encuentras porque, además, se los llevan los duendes para prender sus cigarros y al minuto que vuelves a meter la mano los duendes ya te lo devolvieron. Al mal tiempo buena cara. Luego del ritual de despedida familiar, (esta vez un poco menos intenso que el de la primera vez) me subo al avión. No he dormido nada porque el avión salía a las 7 y 20 de la mañana del jueves y me era imposible conciliar el sueño esa noche. A mí me es imposible dormir en el avión. Durante el vuelo, una señora también de Lima me conversa y me cuenta su vida. Ella va a Nueva York donde ya reside hace más de veinte años. La conversa es ligera y agradezco que tenga con quien hablar., No puedo imaginarme vivir veinte años en otro país. (Y sin embargo escribo esta crónica veinte años después). De repente, una voz anuncia: “Damas y caballeros estamos llegando al aeropuerto internacional de Miami (alias el MIA); en 10 minutos empezaremos el descenso”. Por fin, me digo. Pero algo raro sucede en el aire, 30 minutos más tarde seguimos sobrevolando nubes. Por la ventana, veo lluvia y más nubes me recuerdan las palabras saladas de mi hermano. La señora me mira con la cara adusta y seria mientras que vuelve a mirar a la ventana. Recuerdo la broma que me dijo un amigo en mis días en Lima: “¿Cuántos aviones se caen ya en el aire? Ninguno pues, solo se caen cuando parten o tratan de aterrizar.”
Minutos más tarde descendemos. No hemos muerto. Aterrizamos y los peruanos nos sentimos aliviados. Poco después, paso inmigraciones frente a la mirada inquisidora del agente que me pregunta para qué vengo a su país. Nunca he pisado antes este aeropuerto así que todo me parece muy extraño. Veo muchos latinos por todas partes, incluso los guardias lo son. Aún estoy en Latinoamérica. De repente, recuerdo que tengo que recoger mis maletas y hacer el transfer a mi destino final: Boston. Luego me queda esperar hasta las 7 de la noche para salir rumbo a mi casa y reunirme con mi novia. De repente un guardia me dice: “no, tienes que ir a hablar al counter”. Extraño pero le hago caso y vuelvo a hacer una cola, que no será la última. Unos tíos discuten con el hombre del counter que les dice que no se puede volar hoy. Qué raro, pienso, pero siempre hay gente que tiene mala suerte. ¡Schadenfreude! Cuando llega mi turno, el hombre me dice lo mismo: “No se puede volar, hay poco de mal tiempo”. Por supuesto, digo yo. Y me da un nuevo boleto PARA EL DIA SIGUIENTE! Me trato de calmar y le pregunto y dónde me voy a quedar y con la misma pasividad con la que me da el ticket me dice en perfecto inglés: “I don’t know”.
Sin saber qué hacer me voy pensando en qué diablos hace uno en un caso como este. Recuerdo además que no tengo casi nada de plata, que todo está en Boston y que en mi billetera solo tengo 15 dólares y 15 más en el banco. Recuerdo que son un pobre estudiante graduado que gana lo mínimo durante nueve meses del año y que los otros vive de lo que ahorró los primeros nueve, que se va a su país para subarrendar su cuarto y no tener que pagar renta, que el siguiente pago será el 30 de septiembre y hoy es jueves 25 de agosto. Y que con 30 dólares no se paga ningún hotel ni en Miami ni en ninguna parte del mundo. Camino por los corredores del MIA y pienso y medito y medito y pienso. ¡Qué hago! Recién son las tres de la tarde. El avión sale mañana viernes a la 1 de la tarde con rumbo a Saint Louis y de ahí a Boston. Es decir que tengo que hacer una conexión para llegar a las 8 de la noche. En fin, nada me hará perder el apetito, así que me voy a almorzar mientras pienso qué hacer. No se puede pensar con el estómago vacío. Llevo mi maletota y una maleta de mano (sí, menos mal que son dos cosas). Claro y no haya nada que comer que no sea lo mismo de siempre. Burger King, Pizza Hut, Pizza no sé qué y recuerdo el ají de gallina de mi vieja, el arroz con pollo en la casa de mi pata, el pescado al ajo del Cantarana, el chiflecito de la tía de la esquina. Tengo que pensar cómo hacer para que la plata me alcance hasta el día siguiente. Lo más económico: el Burger con su combo de hamburguesa, papas fritas y gaseosa por 5 dólares. 5 hoy, 5 mañana. Puedo sobrevivir a esta comida. Llamo a mi novia usando un teléfono público, de aquellos que ya no existen, para avisarle que no llegaré a Boston, que no comeré su arroz con pollo y que el pisco tendrá que esperar. No contesta. Le dejo el mensaje nomás y prometo llamar luego. Más tarde, pienso en descansar un poco en alguna parte del aeropuerto, entonces me doy cuenta de algo que hasta ahí no había visto. Miles de personas están tiradas en los pisos, contra las paredes, apiñadas en los counters de todas las aerolíneas (sí, incluyendo esa cosa que se llama Aeropostal que ni counter tiene) donde nadie los atiende. Miro un televisor en una tienda de revistas. No podía creerlo: una tormenta tropical de hace unos días se ha convertido en un terrible monstruo. El huracán Katrina llegará a Florida esta noche, específicamente en Miami.
Un poco de mal tiempo, mal tiempo. ¡Pendejos! Un remolino de colores cubre el mapa de Florida. ¡No puede ser! Voy corriendo a las pantallas y de repente todos los vuelos empiezan a cambiar de Confirmado a Cancelado: Boston, Caracas, Bogotá, San Diego, Chicago, La Habana, Lima, Londres, San Juan, Atlanta, Dallas y un largo etc. Una voz anuncia que ningún vuelo va a salir del MIA. Un poco de mal tiempo. Me resisto a creer lo que estoy viendo, acá hay gato encerrado. Llamo a mi novia y esta vez sí me contesta. De buen humor le digo que no hay nada que temer, que igual llegaré mañana, incrédulo yo. Bueno, me despido y le digo que ya llamaré mañana. Que no se preocupe. Me tiro en una de esas sillas donde la gente espera. Es una mierda. No se puede dormir en esas sillas, son demasiado duras. Un señor venezolano habla con una familia de italianos. A ellos les han dicho que su vuelo a Roma saldrá el domingo. ¿El domingo? ¡Pero si estamos jueves! Mejor no sigo escuchando, puede ser perjudicial para la salud. 10 de la noche y las luces del aeropuerto parpadean. ¿Qué? ¡¿Se va a ir la luz?! Una voz grita por ahí que las líneas telefónicas han dejado de funcionar. ¿Pero dónde diablos estoy? Me acerco a la salida del aeropuerto. Automáticamente las puertas se abren y el espectáculo es de lo más impresionante. Palmeras se mueven tocando la tierra por culpa de un ventarrón infernal y la lluvia no es lluvia, ¡es diluvio! Vuelve la pregunta ¿dónde estoy? Me acuerdo de Keanu Reeves y Patrick Swayze en esa película Punto de Quiebre y sus ganas locas de surfear esas olas de mierda. ¡Qué huevones! ¡¿Qué les pasa?! Regreso a mi silla y veo que no son ni las once, que mi vuelo de repente (sí, aún tenía esperanzas) saldría mañana. Una peruana con rumbo a Connecticut también varada me dice que han prohibido que la gente salga del aeropuerto. ¡No! Trato de calmarme por enésima vez. Pero la noche es larga y no, mañana no será mejor.
Día dos: el diablo frecuenta soledades (Viernes 26 de agosto)
Son las dos de la mañana y no he podido dormir nada en esas sillas de espera que están demasiado tiesas. El culo se termina aplanando y las piernas entumeciendo. La peruana en la silla del costado sigue durmiendo, imitando a nuestros ancestros las momias incas. ¡Qué facilidad tienen algunas personas para dormir donde sea! Ya me gustaría dormir como la tía de al lado, taparme como fardo funerario y ahí en unos miles de años nos encuentran antropólogos del futuro descubriendo la cultura Miami, todos muertos repentinamente por el último cambio climático que desapareció toda la raza humana. ¡Qué fantástica es la imaginación en momentos de angustia, no?
Me tiro al suelo con el fin de poder conciliar el sueño aunque sea unas horas más. Es imposible. Me vuelvo a sentar. No. Decido caminar un rato para estirar las piernas. Llegan las cámaras de televisión a preguntar cómo la estamos pasando. Los miro y se me ocurre mandar un mensaje de emergencia, de repente alguien me ve en Perú y me manda algo. Una colcha, canchita, ¡plata! En no sé qué aerolínea, 80 jamaiquinos duermen acostados frente al counter porque se quieren ir a su país. Vuelvo a ver las pantallas y todo sigue cancelado. Los vuelos de la mañana del viernes aún no aparecen. No pierdo las esperanzas. Todo está cerrado y dejo de lado la idea de comer algo. Vuelvo a mi asiento duro y busco algo qué leer en mi maleta de mano. Un libro de Ítalo Calvino me acompaña. Sus primeras palabras acerca de su llegada a Nueva York me llaman la atención: “El aburrimiento ya es para mí la imagen de este trasatlántico. ¿Por qué no tomé el avión?” Mejor no digo nada.
7 y 30 de la mañana del viernes 26 de agosto. Despierto otra vez. A mi lado la peruana me cuenta que ha venido de vacaciones a Nueva York por 8 días de los cuales ya lleva dos en Miami. Me presta su periódico del día anterior. En primera plana, un avión caído en la selva. Se lo agradezco y le devuelvo su periódico. Una señora colombiana y su hija de 14 años nos invitan a tomar un chocolate caliente en alguna tienda. Vamos los cuatro más un viejo hondureño preocupado por su mercadería. Lleva quesos y mantequilla que se malograrán de un momento a otro. No hay mucho qué hacer sino esperar. Nadie nos da razón de nada y los counters siguen cerrados. Lo que se rumorea es que el aeropuerto no atenderá hasta las 11 de la mañana. Otros dicen que hasta las 2, otros que hasta las 4. Si no atiende el día de hoy no saldré nunca de Miami pienso. Y acá no conozco a nadie. No sé cómo pero ya son las 8 y 30 de la mañana y aunque nadie atiende unos cubanos hacen una cola en el counter de American Airlines. ¿Pero si no hay vuelos? Pienso. El tío hondureño me dice: “A esos cubanos con huracán o sin huracán igual los van a sacar de USA porque nadie los quiere”. Y suelta una gran carcajada que resuena por el MIA. Qué pendejo el bigotón, pero no será la última vez que escuche críticas a los cubanos en este aeropuerto. Sentado en mi silla converso ahora con la señora de mi lado izquierdo. Una ecuatoriana que va rumbo a Londres. De repente no sé por qué razones del destino el tío hondureño se pone a criticar con la tía ecuatoriana de la hija de la colombiana que nos invitó el chocolate caliente. “Mire, cómo es posible que la hija de la señora ande vestida así”. “Sí pues, es que no hay orden en la casa”. “Si mi hija se vistiera así, la boto de mi casa. Mientras viva bajo mi techo nunca se vestirá así una hija mía”. Miro a izquierda y a derecha y no sé qué pensar de estos dos. Pero no. No, la cosa no termina ahí. De repente, el tío se maniefiesta: “en mis tiempos, las mujeres usaban la falda debajo de la rodilla y cuando se les veía un poco el fundillo, ah que delicia, porque la imaginación es grande señora. Ahora estas mujeres que lo muestran todo no dejan nada a la imaginación. Porque mire Ud. señora y Ud. joven, cuando veo a estas mujeres me entran los demonios”. “Si pues señor, esta juventud está muy rebelde. Y encima hay unos hombres que la desnudan a una con la mirada y también le entran a una los demonios”. “Sí señora, por eso me fui al psicólogo para decirle de estos demonios y me dijo que tuviera cuidado que me podía volver loco”. Entonces me mira y me dice: “De repente el joven no entiende señora” ¿? ¡¿Qué?! ¡Que Yo no entiendo! Pienso que estos dos tíos están bien calentones y a mí me agarran de mal tercio para desatar sus instintos sexuales ¿Por qué no se van a un hotel ahí con todo y huracán y me dejan en paz? No, algo debe de estar mal en mi cabeza y esta conversación no era verdad. Este aeropuerto no era verdad y yo estaba teniendo una pesadilla. Desde un altavoz, una mujer repite incansablemente: “Este es un mensaje por su seguridad. No acepte cosas de terceros. No deje su equipaje sin vigilancia. Cualquier equipaje abandonado será revisado y podría ser incinerado. Avise de cualquier actitud sospechosa a la Administración de seguridad del Aeropuerto”. Seguro he llegado a la mitad de mi vida y este es algún circulo del infierno dantiano. Seguro que algo he hecho y ya me lo están cobrando por adelantado. Pero la salvación se aproxima: la señora colombiana llega y el bigotón hondureño se calla y la ecuatoriana también. Aprovecho para escapar de ese lugar antes de que se me pegue la locura de los otros. Me acerco a los counters que súbitamente se abren y unos tipos empiezan a llamar: “Nueva York, La Guardia, Dallas, por aquí por favor” No, ninguno es mi vuelo así que regreso a la sordidez de los tíos calentones a recoger mis cosas. Salgo disparado en una sin decir nada. Le pregunto a un guardia, “¿Vuelo para Boston?” “No. Aun no hay, haz la cola”. Miro tanta gente que no sé a qué cola se refiere. “¿Cuál?” “La más larga.” Avanzo con mis maletas entre tanta gente que se golpea una contra otra por tratar de llegar a alguna parte. Es alguno de los círculos del infierno que Dante no describió. Sigo avanzando y me doy cuenta de que el tipo no bromeaba. La cola más larga es efectivamente la mááááááááááááááááááás larga. Sigo avanzando y avanzando y no se acaba, ¡no se acaba! Detrás de mí, una venezolana hace la misma cola. La pobre recién ha llegado el día de hoy al aeropuerto pero nadie le ha dicho nada de nada. Se va a Caracas. Un empleado de la aerolínea reparte el número telefónico de American Airlines (ahora AA) para que hagan una reserva. La pobre chica llama y luego de esperar media hora le dicen que la pueden enviar a Tampa, luego a San Juan donde pasaría la noche para luego llegar a Caracas el domingo. ¡El domingo!
“Este es un mensaje por su seguridad. No acepte cosas de terceros. No deje su equipaje sin vigilancia. Cualquier equipaje abandonado será revisado y podría ser incinerado. Avise de cualquier actitud sospechosa a la Administración de seguridad del Aeropuerto.” Otra vez esa voz.
La venezolana me comenta que hay un vuelo para Boston a las 3 y 30 de la tarde. Miro la pantalla y sí, mi vuelo de la 1p.m. a Miami-San Louis-Boston está suspendido. La cola se va haciendo interminable hasta que la separan en dos: vuelos internacionales y vuelos domésticos. Sigo en mi cola. Una tipa llama a más gente: Las Bahamas, San José, Puerto Príncipe. En vez de hacer esta cola debería irme al Caribe nomás. Por último ¿cuántas veces puede uno irse al Caribe por más vacaciones? Regreso a la realidad y ¡no! ¡No! ¡Tengo que llegar a Boston! Pregunto por ahí a una tía de AA si los vuelos saldrán todo el día. “I don’t know. Depends on the weather.” Miro hacia la calle y me doy cuenta de que sigue lloviendo, una voz dice que se han vuelto a ir las líneas telefónicas y la luz vuelve a parpadear. Una señora de 60 años me pregunta si esta es la cola: “¿Adónde va señora?” “A Uruguay joven” “No, señora, siga la otra cola hasta ver donde termina” “¿Dónde termina? En la cárcel voy a terminar porque ahorita mato a alguien”. Se va riendo la señora con su carrito repleto de maletas y me digo que si no me largo terminaré como esta pobre uruguaya. Llego al counter luego de 4 horas y media de hacer cola. El hombre me habla en inglés y le digo que me dé un puto boleto de una vez a Boston. Espero que me dé el de las 3 y 30, ¡pero no! Me dice que yo estaba confirmado para uno: MIAMI-ORLANDO-BOSTON pero que se suspendió, o sea ni para visitar a Mickey Mouse que a este punto estará sacando agua de Disneylandia. Me da uno para las 8 de la noche. Acepto nomás y me voy. De repente, miro de nuevo el boleto y me doy cuenta de que no tengo número de asiento. No, no puede ser. Al diablo, digo, boleto es boleto, YO HOY ME VOY. Entro a la zona de embarque, mando mi maletota para el avión y me vuelven a hacer la revisión de siempre. Me quito las zapatillas, la correa pero eso no me preocupa sino las dos botellas de pisco Botija de mi maleta. No, no los gringos no se inmutan de tanto trago. Son las 3 y faltan todavía 5 horas para que el avión salga. Solo con mi carry-on, pienso en buscar comida. Tengo 15 dólares en la tarjeta y sería bueno comer algo más decente que Burger King. En el Manchú Wok, un chifita, me como un arroz chaufa con tallarín más pollo a la naranja y la infaltable Coca Cola. No importa, eso siempre será mejor que comer y morir en Mc Donalds o algún lugar parecido. Descanso unos instantes y veo por los ventanales los aviones saliendo pero las nubes grises no ayudan a que me tranquilice. Ya en la puerta para subir el avión veo un televisor y veo la destrucción del huracán Katrina. Miami en estado de emergencia, las calles inundadas, varios muertos, y en letras grandes KATRINA RECHARGES. Algo me dice que no, que hoy tampoco me iré de Miami. Me acercó al counter a confirmar mi vuelo. Y el hombre me dice que estoy en stand by, que si quedan asientos vacíos y según el número de pasajeros en stand by, quizás me llamen. Hay tanta gente que no tengo idea de cuántos están en la misma situación que yo o peor en el mismo vuelo que el mío. Llamo a mi novia y le digo la noticia. No sé qué pensar, ella mucho menos. Le digo que sino la llamo es que subí al avión. Pero que si la llamo, no serán buenas nuevas. Cuelgo, solo me queda 1 dólar en el bolsillo en monedas. Ya no hay plata. Solo el dólar para llamar en caso me quede. ¡Pero no me puedo quedar porque no tengo qué comer! Llegan las 8 y el vuelo se va retrasando. Llaman a varias personas que no aparecen. ¡Que me llamen, que me llamen! Somos como 50 personas. No hay muchas posibilidades de subir a ese avión que se ve desde la ventana. Una pareja no sabe qué hacer. Él tiene boleto pero ella no. “¿Qué hago mi amo’?” No sé, mi amo’” “Vete tú noma’” “No, no me de’ tu boleto. ¿Dónde te va’ a quedar?” “No, sino te va’ conmigo mejo’ nos quedamo’ lo’ do’.” Se abrazan y se alejan por el corredor del Aeropuerto de Miami. Puta madre, ¡quédate, pero regálame el boleto! Siguen llamando y nada. “¿Y si no me voy en este vuelo, por lo menos me dará un hotel, no?” “No, seño’. AA no está cubriendo hotel porque es un huracán”. “Yo tengo dos días en este aeropuerto y Ud., me dice que no me van a dar un hotel de mierda”. La gente se abalanza sobre el counter pero el hombre se va porque ya terminó su hora de trabajo. Otra tipa sigue llamando a los que están en lista de espera pero de mi nombre nada. No puede ser, ¡no me voy a ir! Una chica colombiana de veintitantos años empieza a discutir “Pero, ¿qué se han creído? This is a shit, you know”, le dice a la única tipa que queda en el counter. El avión ya lleva retrasado una hora. Y son las nueve y a la colombiana le terminan dando el boleto porque queda un espacio vacío. Entra por la puerta rumbo al avión y se va. ¿Y ahora? ¿Y mi maletota donde estará? “Señores, tienen que ir hasta el counter en la entrada principal a sacar un nuevo boleto”, anuncia la mujer de AA. De repente, por la puerta aparece de nuevo la chica colombiana, la bajaron del avión porque se habían equivocado y no había asiento para nadie más.
Me alejo por el corredor y camino para llegar hasta el counter donde hice cola cuatro horas y media en la mañana. No, no me puedo quedar, NO, ME OYEN NO ME VOY A QUEDAR EN ESTE AEROPUERTO DE MIERDA. Cuando entonces llego al counter me encuentro con la señora colombiana de la mañana y con su hija. “Joven, ¿Ud. tampoco se fue?” “¿Señora, y Ud.?” “Solo hemos enviado las maletas. Dicen que no hay pasaje sino hasta el domingo y mi esposo no contesta en casa.” La pobre señora me mira y rompe a llorar. “¿Hasta cuándo voy a quedarme en este aeropuerto?” No sé qué decirle. Ella se va donde su hija y yo me dirijo al teléfono. Tengo un dólar y llamo a mi novia. ¿Qué le podía decir? “Carlos, ¿qué pasó?” “No sé qué hacer. Me tengo que quedar. No sé cuándo habrá vuelo”. Empiezo a llorar. “Ya no creo que pueda llamarte, ya no tengo dinero”. De repente, ella ya no contesta. Las líneas han dejado de funcionar.
Este es un mensaje por su seguridad. No acepte cosas de terceros. No deje su equipaje sin vigilancia. Cualquier equipaje abandonado será revisado y podría ser incinerado. Avise de cualquier actitud sospechosa a la Administración de seguridad del Aeropuerto.
Y al tercer día: el Señor resucitó (Sábado 27 de Gloria)
Despierto. He tenido un sobresalto. No sé por qué pero mi cuerpo ya comienza a tener movimientos propios. Mi brazo izquierdo ha tenido una especie de espasmo y por eso he despertado. Una luz blanca, muerta sobre todo el lugar no me deja ver nada. Miro mi reloj y son las dos de la mañana. Veamos ¿dónde estoy? No, no es Lima. A mi derecha veo tirados por el piso varias personas, con mantas, apoyados sobre la pared. Alguno niñitos juegan corriendo de un lado a otro mientras que otros solo lloran. Son las dos de la mañana pero podrían ser las 6 de la tarde, las once de la noche. Hay una voz. Sí. Hay una voz que reconozco. Creo que me habla. Sí seguro me habla a mí. ¿Será Dios que ha venido a llevarme? “Este es un mensaje por su seguridad. No acepte cosas de terceros. No deje su equipaje sin vigilancia. Cualquier equipaje abandonado será revisado y podría ser incinerado. Avise de cualquier actitud sospechosa a la Administración de seguridad del Aeropuerto”. Todos estos años pensando que Dios era hombre, con voz de profunda sabiduría, pero no. Dios es una mujer que repite la misma canción en el aeropuerto de Miami. ¿Nunca me dejará entrar al cielo?
Aquí no hay luz artificial y el aire acondicionado le sugiere a uno que está en una especie de congeladora gigante, un lugar sin tiempo ni espacio reales. Me arden los ojos y empiezo a acordarme que desde que salí de Lima hace ya varios días no he dormido casi nada. ¿Cuatro horas? ¿Cinco horas desde el miércoles? A todo esto ¿qué día es hoy? Comienzo a recordar. Sí, un avión había partido rumbo a Boston ayer en la noche como a las nueve de la noche y nunca me pude subir. Ahora me acuerdo. Si, ¡sigo en Miami! Pero, ya he perdido las esperanzas. Ayer, después de que se colgaran las líneas telefónicas, volví a hacer mi cola. Ya no me importaba estar detrás de más gente para que me den un nuevo boleto, para el sábado, para el domingo, para el lunes, ¿qué más da? Sin embargo, hago la cola nomás porque algo hay que hacer. Me encuentro con la chica colombiana a la que le dieron el boleto y al final bajaron del avión ayer. Empezamos a conversar y nos hacemos buenos amigos mientras nos mandamos un raje de AA. Claro ella no ha dormido tantos días como yo en Miami. En la cola conocemos a un chico puertorriqueño amante del reggaeton. Le cuento que en Perú se celebró el primer festival de reggaeton y fue un éxito total. “¿Ah, tú eres de Perú? Mi mamá es peruana.” “¿Y de dónde es ella?” Ella es de Ancón. Yo estuve ahí cuando era más niño y me encantó, you know? It’s muy bonito” “¿Ancón?” A lo lejos me acuerdo de ese balneario en decadencia, que es bonito, que lo quise visitar cuando estuve en Lima pero que no me dio el tiempo, que no es la primera vez que alguien me dice que de todo lo que conoce de Lima, Ancón es lo mejor, que un alumno de Boston me dijo que en la tele pasaron un especial de Ancón en inglés y que por eso quiere venirse a Perú a conocer Ancón. No lo dudo. La próxima vez que regrese a Lima, será para vacacionar en Ancón.
Llegamos al counter y Rubiola, la chica colombiana, y yo tomamos el toro por las astas. No nos quedaremos un día más en Miami. Pero no. A ella ya la confirman en un vuelo para el sábado a las 8 de la mañana rumbo a Chicago y de ahí Boston. Pero a mí, me dicen que no hay espacio en ningún vuelo del sábado y que me pueden confirmar ¡el domingo! Le pregunto ingenuamente si nos darán hotel. Obviamente el tipo me dice que no, que es culpa del huracán, que no estaba previsto, pero que me pueden dar un vale de descuento en un hotel. Solo me costaría 90 dólares si uso el bendito vale. ¡¡¡¡Pero si no tengo ni para comer!!!! Confírmame nomás le digo al tipo. “¿Pero no hay otro vuelo antes?” “Te puedo poner en stand by para mañana sábado a las 7 y 30 de la mañana.” Bueno, le dijo, “Confírmame para el domingo y ponme en stand by para el sábado.”
Me voy del counter. No sé la hora. Rubiola me dice que ella tiene algo de dinero y me invita a comer cualquier cosa en el Burger King. Me imagino en ese momento que en vez de hacer la versión peruana de The Terminal, puedo hacer la versión del documental Supersize me (o Superengórdame como le pusieron en castellano) y así comprobar qué tan mala es la comida de Burger King comiendo todas las hamburguesas que pueda en unos cuantos días. La colombiana me presta su tarjeta para poder llamar a mi novia. Solo tengo un minuto para explicarle que no he muerto pero que no me espere hasta el domingo, a menos que mi suerte cambie y me vaya el sábado. “No te preocupes, todo lo estoy monitoreando desde acá.” Click. Se acabó el saldo.
Sentado en la puerta de entrada del MIA, fumándome un Piel Roja, el cigarrillo colombiano sin filtro que Rubiola me ha invitado, me limito a pensar ¿dónde diablos estará el huracán? ¿Qué nuevas zonas habrá destruido? Días más tarde, ya en Boston, me enteraría de que su última parada sería New Orleans donde destruiría toda la ciudad. Rubiola me dice que de los escritores peruanos le gusta Jaime Bayli “por que retrata a la sociedad peruana con sus estereotipos, clasista, racista, una sociedad de mierda”. Le digo que a mí me gusta Fernando Vallejo y que su visión de Colombia decadente es impactante y que su humor, ese humor negro, es más destructor que el peruano.
Son las dos de la mañana cuando todo esto ha llegado a mi mente poco a poco. Miro el espectáculo a mi alrededor y los que esperan ya no son viajeros de ningún avión y este ya no es un lugar de tránsito. Son homeless, gente sin hogar mendigando una cama, una sábana, un baño. Cada uno con su carrito para llevar sus maletas, libros, su ropa, su vida. En su mano, llevan un vaso de Burger King donde tomar agua del baño, donde poner monedas. Yo también tengo un carrito, un vaso. Es tan fácil volverse homeless. Ya no importa el doctorado, ya no importa Boston. ¿Qué novia? ¿Qué Lima? ¿Cuál casa? ¿Qué amigos? Si alguien me quiere visitar, puede venirse a Miami. Es tan fácil desaparecer en este aeropuerto. En esta vida.
Ya es imposible dormir. Son las cuatro de la mañana. Rubiola sujeta en una mano su catálogo de Vogue para el Fall, con fotos de Uma Thurman, Demi Moore, Penélope Cruz, Jennifer Aniston, Nicole Kidman, entre otras para Channel, Christian Dior, Louis Vutton, Armani, Versace, etc. Todas esbeltas, todas bellas. En la otra mano, Anna Karenina en edición de Cátedra. Y ese inicio se me viene a la cabeza: “Todas las familias felices son muy parecidas, las infelices lo son cada una a su manera”. Todos los huracanes son parecidos, pero los terribles lo son a su manera.
Siento que desvarío. Hago otra cola para cambiar el boleto que tengo por otro. Sí, es inevitable. Una señora detrás de mí dice que el Señor nos sacará de aquí. La religión católica nunca me hizo mucha gracia. “Eso es lo que odio de nuestros países de mierda, todos sufridos. Mesiánicos. ¡Dios nunca nos va a sacar de ningún lado, me oye Señora!” No, no soy yo quien le dice algo a la latina de atrás sino Rubiola. Yo ya no tengo fuerzas. Son las 6 de la mañana y nos sentamos en un Starbucks. El café nunca ha sido mi compañero, pero igual me tomo uno. Me empieza a temblar la mano. Tomar café después de una resaca siempre me pone mal. En verdad, no hay nada como un buen té. En fin. Conocemos a otra colombiana que se va ese día por fin de MIA. Me pregunto si acá solo hay colombianos y cubanos. Le contamos nuestro caso y de repente ella dice: “¿Ven esa chica que va por allá?” Una niña de entre 15 y 18 años se pierde por ahí, toda vestida de blanco. “Ella lleva desde el lunes acá. Vino de Londres y tiene que llegar a Nicaragua.” “¡Pero si el huracán recién fue el jueves!” “Así es American Airlines.” Me digo que si me quedo unos días más de repente podría conocerla a la famosa alma en pena, hasta ser amigos. ¿De qué países me falta conocer gente?
Son las 7 y me despido porque ya me toca entrar al embarque. Ha sido un viaje largo, pero aún me falta un día más. Me voy al baño a lavarme la cara y no lo puedo creer. Mi cara está completamente blanca. Unas ojeras inmensas debajo de mis ojos. Y unos kilos de menos seguramente. Otro fantasma.
Llego a la puerta y me dicen en el counter que efectivamente estoy en stand by y que ya me llamarán si hay cupo. Veo tanta gente que no me importa en verdad. Comienzo a dormirme en el asiento. Ya no aguanto más y ya no me interesa. Igual me iré el domingo, o el lunes, o el martes o algún día. De repente, una voz. Si es una voz casi angelical. “Mr. Villacorta?” No. Soy yo? YO! Camino al counter y me cambian el boleto por uno CON ASIENTO! ¡No puede ser verdad! Estoy tan cansado que ya no sé si ponerme a llorar, reír, saltar, tirarme al piso. Es como haberse ganado la lotería, el Nóbel, lo que sea. Empiezan a abordar y me meto en la cola. Será la última cola que haga ese día. Lo que sigue es un túnel blanco, blanquísimo, sin final.
Allá en la otra orilla, Boston me espera.