William Henry Hudson: un escritor marginal, un hombre solitario, un inglés de ninguna parte.
William Henry Hudson nació argentino y murió inglés. Sus padres, estadounidenses de origen irlandés, habían llegado a Argentina en 1832 y se establecieron en el partido de Quilmes, Buenos Aires, donde fueron dueños de un rancho llamado Los veinticinco ombúes. En esa tierra que le resultó más o menos inteligible, nació en 1841 este hombre condenado al desarraigo o a la nostalgia. En 1846 sus padres abrieron una pulpería a la que llamaron Las acacias, cerca de Chascomús, pero tiempo después el negocio quebró y debieron regresar al rancho. Allí, William y sus cinco hermanos tuvieron un permanente diálogo con la naturaleza, con el vasto campo, con los animales que lo poblaban. Sin embargo, la escasa educación formal que recibieron fue siempre dictada en inglés, y en la casa había una biblioteca de unos quinientos ejemplares, propiedad de un tío de William, también escrita íntegramente en el idioma de sus ancestros.
En 1858 falleció su madre, Carolina Kimble, y diez años más tarde su padre, Daniel Hudson. William estuvo enfermo en su niñez, padeciendo un reumatismo articular agudo, de serio riesgo para el corazón, que lo obligó a guardar meses de reposo y a interrumpir su vínculo cotidiano con el mundo exterior. Pero a los 18 años, ya reclutado en el ejército, recorrió pampas y fronteras, y aprendió a convivir en un mundo del que, hasta entonces, solo guardaba sospechas: el gaucho, la guerra, la violencia y la soledad, la compañía y el silencio. Alrededor de 1870 visitó Uruguay, donde permaneció algunos meses estudiando su fauna, en particular una incalculable cantidad de especies de pájaros, sobre los que fue, como ya lo había hecho en Argentina, elaborando un minucioso registro que volcaría años más tarde en algunos de sus libros.
Pero el 1º de abril de 1874 se despidió de estas tierras y marchó hacia otras bien diferentes, embarcándose rumbo a Inglaterra en el buque Ebro. Cuando llegó a Londres, siendo prácticamente un desconocido (apenas había publicado un artículo sobre aves de la Patagonia en la revista de la Sociedad Zoológica de Londres), se encontró de lleno con una sociedad urbanizada y vertiginosa, con un tipo de soledad muy diferente a la que había vivido en nuestros campos, y con un período de miseria y de hambre durante el cual llegaría “a dormir varias veces en los bancos de los parques, le falta la comida y no tiene a quien recurrir en apoyo”, tal como relata Felipe Arocena en su trabajo De Quilmes a Hyde Park.
El gorrión de Londres
Las dificultades parecen atenuarse dos años después cuando conoce a Emily Wingrave, una mujer quince años mayor que él pero dueña de una pensión en la que podrá refugiarse y comer dos o tres veces al día. Con ella se casa, a pesar de que, como poco antes de su muerte confesó, nunca había estado enamorado “ni ella de mí. Me casé con ella porque su voz me emocionaba como ninguna otra voz cantante lo había hecho antes, aunque había escuchado a todas las grandes tiples operísticas de la época (…), pero nos hicimos amigos”. Pero pronto, en tanto él logra vender algún artículo y algún poema a revistas de escasa circulación, las dificultades financieras les obligan a cerrar la pensión y los Hudson, según contaron luego algunos de sus amigos, debieron alimentarse durante una semana entera apenas con unas tazas de cocoa.
Lentamente, sin embargo, Hudson consigue integrarse a ciertos medios que le irán permitiendo publicar sus primeros trabajos. En 1883 publica un poema, “El gorrión de Londres”, en el que se queja amargamente de la ciudad que habita: “Sube hediondo vapor de las sórdidas casas/ en vez de la fragancia de las flores (…) ¿Cómo puedes, gorrión, dar bienvenida/ a día tan impuro?”. Y por fin, en 1885, da a conocer una obra en dos tomos que titula The purple land that England lost (La tierra purpúrea que Inglaterra perdió) y que sus biógrafos especulan había escrito unos diez años antes. El trabajo es recibido con frialdad por el público y con duras críticas por la prensa, por lo que apenas vende unas decenas de ejemplares.
Nadie, ni el propio Hudson, ni sus escasos lectores, ni sus nutridos detractores, llegaron a saber entonces que el libro se habría de convertir con el paso de los años en una de las obras más importantes de la literatura de fines del siglo XIX, ni que de su segunda edición londinense de 1904, corregida y en un solo tomo, se venderían en poco tiempo setenta y cinco mil ejemplares, ni que la primera edición estadounidense de 1916 estaría prologada por Theodore Roosevelt (“Por sobre todo pone frente a nosotros el esplendor y la vasta soledad del campo donde se lleva esta ardorosa vida”, escribiría, para comparar luego al autor con Melville), ni que en el Río de la Plata, apenas unos años más tarde, un fervoroso movimiento encabezado por Jorge Luis Borges y Ezequiel Martínez Estrada harían de la novela una de las piezas claves de nuestra literatura regional.
Un mundo descubierto
Richard Lamb, un joven inglés que vive en Buenos Aires, se casa con Paquita, una hermosa muchacha cuyo padre se niega de plano a ese matrimonio. Los cónyuges huyen entonces hacia Montevideo, donde se alojan en la casa de una tía de Paquita, quien le da una carta de recomendación a Richard para conseguir trabajo en una estancia cercana a la ciudad de Paysandú. Y hacia allá marcha el muchacho, en un viaje cuyas vicisitudes irá narrando como si se tratara de un diario de bitácora. En cada alto del camino irá dando con individuos identificados por la hospitalidad, en una tierra que no obstante se desangra en permanentes luchas civiles. Según los críticos, la historia puede ubicarse entre 1861 y 1864, una década después de finalizada la Guerra Grande pero eternizados los enfrentamientos entre las tradicionales divisas uruguayas: en Montevideo el gobierno del Partido Colorado, en la campaña los insurrectos pertenecientes al Partido Nacional (o blancos).
Lamb, quien empieza su periplo en el Cerro de Montevideo, alegando su decepción por la derrota de las fuerzas inglesas que años atrás habían intentado conquistar Buenos Aires y Montevideo, emprenderá un viaje múltiple: a través de un mundo azotado por la violencia, a través de un paisaje humano donde la solidaridad y la rebeldía parecen ser los valores más comunes y significantes, a través de un universo interior que a su regreso habrá modificado radicalmente su manera de pensar, y a través de un sendero sentimental donde prima la imagen de Paquita pero en el que también intervienen un puñado de jóvenes y hermosas mujeres que irá encontrando en uno y otro lugar.
Pero también el viaje, tal como lo consignara Martínez Estrada, pone ante los ojos del lector los infinitos elementos que hasta entonces los habitantes de estas tierras no habían sido capaces de reconocer como propios e insustituibles. Es así que en su libro El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson escribe: “Su hazaña consiste en que descubrió un mundo ya descubierto y que había quedado sepultado, como las ruinas de alguna ciudad bajo la tierra o la lava, por la insensibilización del hombre fabril occidental… En esta proeza de reconstruir el mundo de vida salvaje -no el pintoresco, sino el de las cosas vivas en sí- reconstruye al mismo tiempo una facultad perdida, la de entrar en comunión sana y comprensivamente con los demás seres… (Él es capaz) de restaurar en nosotros facultades que nos resignábamos a considerar definitivamente atrofiadas”.
El héroe se echa a andar
Más allá de que muchas de las anécdotas que nutren La tierra purpúrea tienen su fuente en circunstancias verídicas o leyendas que Hudson había ido recogiendo a lo largo de sus repetidos peregrinajes, lo que mantiene viva la novela a 140 años de haber sido escrita es su permanente tributo a la imaginación, al justo entrelazado de acciones y protagonistas, a la verosimilitud de sus episodios y a una cierta neutralidad a la hora de definir los distintos caracteres que la nutren. La sabiduría con que el escritor emprende su obra fue, apenas comenzó a circular en Buenos Aires, celebrada por Borges, quien en primer lugar destacó el acierto de Hudson en ubicar la acción en Uruguay o Banda Oriental, como es llamado en el libro (“esta elección propicia le permite enriquecer el destino de Richard Lamb con el azar y con la variedad de la guerra, azar que favorece las ocasiones del amor vagabundo”) y el tratamiento del gaucho como personaje, quien “no figura sino de modo literal, secundario. Tanto mejor para la veracidad del retrato, cabe responder. El gaucho es hombre taciturno, el gaucho desconoce, o desdeña, las complejas delicias de la memoria y de la introspección; mostrarlo autobiográfico y efusivo, ya es deformarlo”.
Borges diría también, en uno de los ensayos de su libro Inquisiciones, que “Esta ficción, en realidad, tiene dos argumentos. El primero, visible: las aventuras del muchacho inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntimo, invisible; el venturoso acriollamiento de Lamb, su conversión gradual a una moralidad cimarrona que recuerda un poco a Rousseau y prevé un poco a Nietzsche”. Y tanto el autor de Fervor de Buenos Aires como Martínez Estrada han salido a buscar las raíces simbólicas de una nación, lo que en este caso por lo general se suele llamar “argentinidad”. La celebración de La tierra purpúrea lleva a Borges a sostener que es una obra mayor que el Martín Fierro, de Hernández, y que Don Segundo Sombra, de Güiraldes, y la compara con Huckleberry Finn, de Mark Twain, y la segunda parte de El Quijote, y agrega que Hudson ha utilizado con todo éxito una fórmula de La Odisea: “El héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras”, pero que ese movimiento es “doble, recíproco: el héroe modifica las circunstancias, las circunstancias modifican el carácter del héroe”.
El profesor Kenneth Reeds, de Salem State University of Massachusetts, sostiene que el acriollamiento festejado por Borges le lleva a traducir el nombre de Hudson (“Guillermo Enrique Hudson, muy criollero y nacido en nuestra provincia, transcribe y ratifica esa observación”, en El tamaño de mi esperanza) y a llamarlo de ese modo durante mucho tiempo, forma luego utilizada por otros críticos. “Después de todo”, comenta Reeds, “a pesar del lugar de nacimiento, es más difícil afirmar que alguien nombrado William Henry es argentino”.
Las señas del converso
Y es que estos deslices borgianos no son bizantinos. El acriollamiento señalado parece ser la consecuencia de la peripecia de Lamb, en la que no solo comparte casa y comida con la gente de campo que va encontrando en su camino sino que termina integrándose a una de las tantas revueltas políticas del período, esta vez a las órdenes del general blanco Santa Coloma, mata en un duelo en una pulpería, tiene más de un escarceo con las muchachas que una y otra vez van apareciendo en las páginas del libro, se convierte en el salvador de una de ellas, y a través de una serie de dudosas sentencias parece completar un aprendizaje que para Borges es, en cierto modo, fundacional, y que podría ajustarse perfectamente a una moral que también seduce a los uruguayos.
En el libro se suceden intervenciones de algunos de los personajes secundarios que Lamb comienza a tomar como enseñanzas: “Si no puede robar un caballo sin afligirse, usted no ha sido educado como se debe –exclamó un tercero.” “En la Banda Oriental –dijo el cuarto-, usted no es tenido por hombre honesto a menos que robe.” O como cuando Santa Coloma le atribuye una condición que en principio parece sorprenderlo: “Ricardo, usted fue hecho con la pasta de un oriental, solo que la naturaleza lo dejó caer por error en otro país. Usted es bravo hasta la temeridad, aborrece todo freno, ama a las mujeres, es vehemente…”.
Todo ello va adquiriendo una calidad de redención, hasta que el muchacho se confiesa antagonista de una ideología con la que había llegado al país y, poco antes de partir, vuelve al Cerro para un alegato de signo completamente contrario al que había expuesto en el comienzo de la historia. Es así que lamenta haber creído que las frustradas invasiones hubieran sido una oportunidad de progreso. “Permítaseme, en fin, despojarme de esos viejos anteojos ingleses, con montura de madera y lentes de cuerno”, anuncia al cabo, para sostener luego que “No puedo creer que si este país hubiera sido conquistado y recolonizado por Inglaterra, y si cuanto en él está torcido hubiera sido enderezado de acuerdo a nuestras ideas, mi relación con la gente hubiera tenido el aroma silvestre y delicioso que encontré en ella. Y si ese aroma característico no pudiera poseerse al mismo tiempo que la prosperidad material resultante de la energía anglosajona, yo expresaría el deseo de que esta tierra nunca conociera tal prosperidad.”
Y de este modo, con la mayor candidez, Hudson también deja establecida su posición frente al dilema que campeaba en ese entonces por estos lares, el de civilización y barbarie, o más filosóficamente, el de progreso y naturaleza. “Si esta absoluta igualdad”, dice refiriéndose a la vida que encontró en su viaje, “es incompatible con un perfecto orden político, en lo que a mí refiere, yo lamentaría ver establecerse ese orden”. Y, ya en el colmo del devaneo, llega a aseverar que “de ninguna manera es verdad que las comunidades que más a menudo nos alarman con crímenes de desorden y de violencia son moralmente peores que las otras. Una comunidad en la que no se cometen crímenes no puede ser sana moralmente”.
Pastores y gauchos
En el prólogo a la edición de 1981 de la Biblioteca Ayacucho (Venezuela), Jean Franco abre un severo juicio al respecto, advirtiendo además que Hudson, en una obra posterior, caería en la misma ingenuidad. En Vida de un pastor (1910) el escritor ubica la acción en “un lugar en Winterbourne Bishop que era lo más parecido posible a la pampa, y en consecuencia, al ideal pastoril de vida vivida en armonía con la naturaleza (…) El pastor con quien Hudson conversó muchos días obteniendo recuerdos de su infancia y de la vida de su padre, se convierte en una figura ejemplar de dignidad y austeridad clásicas”.
Y volviendo a La tierra purpúrea, Franco anota que “el uso de lo picaresco, el lenguaje sentencioso y los muchos relatos que le cuentan a Lamb en el curso de sus aventuras, todo contribuye a la atmósfera arcaica. Aunque es precisamente este anacronismo el que resultaba compatible con los intereses neocoloniales que permitían que las áreas “retrasadas” del mundo se convirtieran en reservas en las cuales las costumbres arcaicas pudieran preservarse sin perturbar de ningún modo el funcionamiento del sistema en su conjunto. El imperialismo británico operaba feliz con sociedades tribales que le proveían de mercados sin resistencias y de abundantes materias primas.”
Y unas líneas más adelante sostiene que “la ruidosa protesta de Lamb al final de la novela contra la ocupación inglesa no es un reclamo revolucionario sino más bien una versión idealizada de la propia política imperialista británica que destinaba el Uruguay a la independencia aparente en tanto aseguraba su dependencia económica”, para concluir de inmediato, categórico, que Hudson “no estaba, por supuesto, abogando por el neocolonialismo”, sino que “simplemente no percibía que el anacronismo no constituía una verdadera oposición al sistema”.
Después de todo, el gaucho, los dos gauchos, los treinta y tres gauchos de los que hablaría Juan Carlos Onetti en 1939, ya habían pasado a mejor vida el día en que los ingleses decidieron fundar el primer frigorífico en Uruguay.
Un hombre muy solo
Con lentitud, con cierta morosidad, Hudson fue ocupando un lugar cada vez más relevante en las letras inglesas de fines del siglo XIX y principios del XX, hasta poder vivir holgadamente de sus libros. Durante más de treinta años supo ir alternando sabiamente los libros de crónicas, viajes y estudios (Un naturalista en el Río de la Plata, 1892; Días de ocio en la Patagonia, 1893; Aves británicas, 1895; Aves del Plata, 1920), con obras de ficción y memorias (los cuentos de El Ombú, 1903; las novelas Mansiones verdes, 1904; Una cierva en el parque de Richmond, 1922; y otros títulos evocativos como Allá lejos y hace tiempo, 1918), y tras su fallecimiento ocurrido en Londres el 18 de agosto de 1922 las ediciones póstumas, las reediciones y recopilaciones de sus textos no cesaron un solo instante.
Su vejez fue serena, a pesar de haberse sentido a lo largo de toda su vida un hombre de ninguna parte, o haber añorado eternamente un paraíso perdido que intentó recuperar en su patria de adopción pero que siempre le resultó esquivo. En sus últimos tiempos, y tras haber sufrido el impacto de la muerte de su esposa Emily, escribió “Me siento como si el único ser que me conocía y al que conocía como no puedo conocer a otro, me hubiera dejado muy solo”. Amigo de Robert Cunninghame Graham y de Joseph Conrad (quien decía que Hudson “escribe como crece la hierba”), convertido en una celebridad en Inglaterra, a su fallecimiento fue larga y merecidamente homenajeado.
La primera traducción al castellano de La tierra purpúrea, de la que el crítico uruguayo Ruben Cotelo se queja amargamente en un prólogo de 1992, data de 1928 y estuvo a cargo de Eduardo Hillman (quien intentó repetir la fonética del gaucho con resultados infelices, y quien además subtituló la obra Un idilio uruguayo) en una edición presentada por Cunninghame Graham, otro cronista que recorrió largamente estas tierras, y epilogada por Miguel de Unamuno. Ahora, Ediciones de la Banda Oriental, en una colección dedicada a su fundador y director por más de cincuenta años, Heber Raviolo, ha reeditado la estupenda traducción que la poeta Idea Vilariño hizo para la Biblioteca Ayacucho.
La tierra purpúrea, de W.H. Hudson, Ediciones de la Banda Oriental, colección HR, Montevideo, 260 páginas