a Catalina Soberón León
A principios de mes empecé a sentir un leve dolor en la espalda. Pensé que era fenómeno temporario y que pronto se retiraría. En contra de mi deseo, el dolor se alojó como un morador insistente y se quedó a vivir allí. No se fue más. Me despertaba con una sensación fea y me iba a dormir pensando que durante la noche reaparecería. Mis pensamientos se convirtieron en aves anticipatorias. No pasó mucho hasta que la incomodidad se transformó en una tormenta de malestar. Una mañana, la recuerdo con perfección, no pude levantarme de la cama.
Consulté por teléfono a una amiga enfermera y me dijo que, quizás, se trataba de un problema con el nervio ciático. Le respondí que su explicación era científica pero que no me ayudaba a solucionar el problema. Fui a cuatro médicos y todos dieron una respuesta similar: se trataba de una hernia. Me puse dos inyecciones y la situación no cambió. Una tarde fatídica, antes de ir al baño, sentí una punzada intensa en la pierna derecha. Percibí que una especie de ser se deslizaba por ahí. Entonces me asusté. Llamé a un amigo que trabaja en unos de los bares secretos de la zona del Bajo y él me contactó con un enfermero singular. Este hombre tenía un delantal amarillo y usaba un gorro enorme, del tamaño del sombrero de un cowboy. Llevaba lentes negros (aunque hiciese frío y fuese de noche) y un pucho eterno que le colgaba de la boca ancha y carnosa. Me recibió tranquilo, como si lo mío fuera un trámite breve en el banco de la esquina. Me hizo pasar y me tocó la espalda.
Aquí no hay nada, dijo como primera idea. Me acomodé en la camilla y de repente se asustó. Se echó para atrás como si hubiera visto al diablo.
Le pregunté qué le pasaba. Se quedó mudo por unos segundos y salió corriendo en dirección al pequeño bar de la entrada. Luego volvió y abrió la puerta sigilosamente, como si fuera un bicho.
Te voy a decir la verdad, dijo en un susurro.
Qué pasa, pregunté.
Mirá, lo que pasa es que, es que (repitió aterrado) … estás habitado por alguien.
Mis ojos se abrieron mucho, supongo, porque el enfermero agarró el cigarro, hizo una pitada larguísima hasta que se le hundió la cara en un hueco profundo, y echó un humo negro, como el escape de un auto que quema aceite.
Tenés un fantasma, agregó.
Salí, alelado. El enfermero me dijo, suelto de cuerpo, que sólo era cuestión de tiempo. Sin que nadie hiciera nada, el fantasma se iría solito.
El fantasma no me permite dormir. Supongo que descansa de día y se activa de noche. En la oscuridad siento que se mueve. Es el dueño de mi pierna, es un propietario parcial y, sin embargo, se siente el amo de una parte de mi cuerpo. Lo que me angustia es pensar que se puede apropiar del resto. Si eso sucediera dejaría de creer en la medicina.