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Adelanto de Enviado Especial: El especial del día, de Juan Carlos Pérez-Duthie

 

              En la Cuba comunista, todo período ha sido especial. Especialmente difícil.

            Con el COVID-19, o el novel coronavirus que doblegó al planeta en 2020, Cuba entró en otra etapa más de austeridad, escasez y sacrificio. Un nuevo «período especial», el cual, descontando las mascarillas de salubridad, evoca al que sumió a los cubanos en la desesperación durante la década de los 90.

          Fue casi al inicio de ese mal llamado Período Especial en Tiempos de Paz (1991-2000), cuando realicé tres viajes en calidad de reportero.

              Mi primera visita a Cuba, en 1993, se dio a través de México, cruzando el charco hasta llegar al Aeropuerto Internacional José Martí. Originalmente llamado Rancho Boyeros, el aeropuerto en esa época era en verdad eso: un rancho.

              Camino al hotel, en el centro de La Habana, asomaban en sus muros arcaicas consignas revolucionarias como «Patria o muerte – ¡Venceremos!» y «¡Hasta la victoria siempre!», remozadas una vez más para convertirlas en mantras de exhortación a resistir ahora que se había derrumbado la Unión Soviética, hasta entonces el principal soporte económico del país.

              Estando ya en mi habitación del hotel en el sector El Vedado de la capital cubana, me percaté de que no había agua.

              «¿Qué puedo hacer?», le dije al maletero.

              Se encogió de hombros. Extendió una mano y me pidió la propina en dólares.

              Pocos meses antes, era un crimen punible con prisión de hasta 10 años para un ciudadano cubano cargar con dinero de Estados Unidos. Pero ya despenalizados, los «baros» se habían convertido en la moneda nacional.

              A un guía turístico que contraté esa semana le pregunté: «¿Y para qué sirve el peso cubano?».

              «Se lo puede llevar de recuerdo», respondió.

              «¿Es esto parte de la Opción Cero?», proseguí perplejo, refiriéndome a un término ubicuo en esa época allí.

              «Más bien, la Menos Dos», finalizó con una sonrisa.

 

Opción Cero

            Fue el mismo comandante en jefe de Cuba, Fidel Castro, quien, vislumbrando que esta revolución devenida en cachivache se iba a quedar sin gasolina ante la falta de suministros de petróleo de la URSS, ordenó al ejército cubano a emplear técnicas energéticas verdes y de supervivencia extrema, en lo que se llamó Opción Cero.

              Apagones, en otras palabras.

              Y tantos eran, que las personas hablaban de «alumbrones», aquellos momentos en los que había electricidad.

           Puesto que comprar velas era una proeza, los cubanos recurrían a su ingenio para hacer «luz brillante», un tubo de pasta de dientes al cual le introducían combustible y una mecha, lo colocaban en un frasco de vidrio y lo dejaban quemar. Aquí, el nudo gordiano, y no revolucionario, era cómo iluminar la casa y no morir en el intento. Sencillamente, había que resolver.

              Resolver, como siempre han dicho los cubanos, de noche y de día.

            De noche, a las afueras del teatro en el que pude ver la galardonada película cubana Fresa y Chocolate, con el entonces ministro de cultura, Armando Hart saliendo de la sala sostenido por dos mujeres, volvió a quedar la ciudad en tinieblas. A la luz de las estrellas desfilaba el oficialismo castrista.

              De día, en el antiguo hotel Habana Hilton, luego Hotel Habana Libre (y hoy Hotel Tryp Habana Libre), descubrí en vitrina la suntuosa decadencia del capitalismo revolucionario: en venta, productos de belleza de la prima ballerina assoluta y pilar cultural de la revolución, Alicia Alonso.

             De hecho, ese año se celebraba el 150° aniversario del ballet que precisamente consagró a Alonso en las esferas internacionales del baile clásico, Giselle. Pero, con el estómago casi vacío, me resultaba difícil envolverme en el romanticismo de la pieza, o en la belleza arquitectónica del predio en la que se exhibía, el Gran Teatro de La Habana.

             Porque, en esa época de apriete, que le crujieran a uno las tripas era el pan nuestro de cada día.

 

Los juegos del hambre

            Después de dejar de lado el revoltillo de huevos de color y textura alienígenos como desayuno en mi hotel, o de engullir sin remedio la cena —lasca de jamón con tres papitas de lata y una cucharada de arroz duro— me fui a comer al Hotel Nacional, aún imponente y majestuoso en su decrepitud.

         Una mañana, la oferta fue un pequeño pan de yuca con agua amarilla que decían ser jugo. Si esto era lo que existía para el turista en un hotel de renombre, me horrorizaba pensar de lo que disponía el ciudadano de a pie.

           Sacudido, y aunque con todo ya pago, abandoné mi hospedaje y su tristeza para quedarme en casa de parientes de una amiga cercana y colega de Miami. Esto debía ser mantenido en sigilo, pues los turistas no podían pernoctar en casas particulares en esa época.  Debían estar registrados en hoteles bajo la tutela de este Gran Hermano del Caribe.

         Les traje de Miami a ella y a su familia lo que tanto damos por sentado aquí, en tierras de libertad: jabones, pasta dental, detergente, cuchillas de afeitar, desodorante. Ellos me recibieron como uno más de la familia, e hicieron lo indecible para atenderme, siempre con la mejor disposición.

          Ejemplo: para celebrar mi llegada, la noble anfitriona preparó un «arroz con suerte». Suerte, decía, si hallaba en el arroz pedacitos de pollo. Había algo de pollo, pues tras pedalear dos kilómetros en bicicleta, ella había conseguido un ave magra con la cual sazonar el arroz.

            Bien pudo haber sido también «Arrozsitetoca», agregó. «A ver si te toca algo».

            En estos juegos del hambre, solo el humor cubano aguantaba.

            Divagando por un moribundo bulevar San Rafael, encontré una cafetería, La Calesa.

La oferta: infusiones.

«¿Infusión de qué?», pregunté al ver las tacitas con líquidos misteriosos.

«De agua caliente, azúcar y averigüe», vino la respuesta.

           No faltaba la cerveza, Hatuey, a la que un amigo llamaba, con disculpas al heroico cacique taíno de la antigua historia de la isla, «sudor de tigre».

            Si alguien encontraba un huevo para comer en algún mercado, era motivo de fiesta.

«¿En qué se parece un huevo a El Zorro?», me dijo una niñita.

«No sé, ¿en qué?», le contesté.

«En que el huevo es enmascarado, viene, salva a la gente y se va».

 

Para unos sí, para otros no.

Con motivo de agradecer a mis anfitriones, una noche los llevé a cenar al Hotel Kohly, en un prestigioso reparto de la ciudad favorecido por la cúpula del poder cubano y diplomáticos extranjeros.

           Llegamos hasta la puerta y no los dejaron entrar. A mí sí se me permitía, sin embargo, por ser «de afuera». No me dieron mayor explicación, si bien la había.

        En una maniobra de última hora del gobierno comunista de la isla para sobrevivir, este abrazó el turismo y capitales extranjeros nuevamente. Los líderes de la falsa utopía que había erigido Fidel Castro a partir de 1959, que pregonaba la izquierda del mundo y que todavía gozaba (inexplicablemente para mí) de un aparente apoyo cuantioso dentro de la misma población del país, encontraban salvavidas en el capitalismo que tanto habían combatido antes.

         Si para mantenerse a flote la dictadura les había abierto las puertas a los extranjeros, se las había cerrado al pueblo en una nefasta y vergonzosa política de apartheid criollo: los clubes, hoteles, marinas, restaurantes, etc., estaban vedados para el cubano promedio en su propio país.

         En aquella ocasión del hotel, quise formar escándalo, pero afortunadamente la cordura y experiencia de mis amigos hicieron que nos fuéramos. Aprendí a cerrar la boca en Cuba también.

          Con mi segundo viaje a La Habana, en 1994, noté algunas mejorías… para el turista, y para el cubano con la suerte de poder formar parte de la industria hospitalaria. Pero el resto seguía igual: una ciudad apocalíptica, de sueños coartados y dictámenes anquilosados, igual de chocante que cuando la visité por primera vez.

         Para anestesiarme un poco ante el clima dantesco que lo empapaba todo, acepté la invitación de un amigo residente de la capital para ir a bailar al hotel de moda, el entonces recién estrenado Meliá Cohiba de La Habana.

          A mi amigo, quien se esmeraba con entretenerme dentro de sus posibilidades, le habían permitido acceder brevemente a la discoteca del hotel solo porque tenía a un «socio» adentro.

        Y así, al son de un remix del éxito del momento, Se fue, de la cantante italiana Laura Pausini, bailamos, nerviosos ante lo que pudiera pasar si alguien nos descubría. Por eso al poco tiempo nos fuimos, con los ánimos ahora silenciados.

            De día, este hotel de 22 pisos  —mole de concreto, vidrio y metal en Ave. Paseo entre 1ª y 3ª, sector del Vedado—  desencajaba con el paisaje urbano que le rodeaba en el área del famoso Malecón habanero, una esplanada de 8 km salpicada por las aguas del océano Atlántico, transitada por reliquias automovilísticas y recorrida por quienes buscan un respiro o algo más.

            Ese paisaje era uno conformado por vetustos edificios de poca altura, cuyos estilos arquitectónicos recordaban glorias pasadas, si bien el salitre, la negligencia y el desamparo los hacían añicos poco a poco. Donde la basura, las alimañas, las aguas negras y la desidia se amontonaban en las esquinas, mientras los cráteres de las calles y la desesperanza podían tragarse a uno. Pero paradójicamente, como todo en Cuba, de entre tanta podredumbre, afloraban belleza y encanto.

            Ya fuera caminando o en taxi, me decía a mí mismo que el día que finalmente Cuba se abriera a la libertad, las aplanadoras harían escombros de las fotogénicas ruinas en pie para dar paso a más torres de vidrio sin alma, restaurantes de comida chatarra y boutiques de lujo para el jet set. Triste contemplar la destrucción del patrimonio histórico, pensaba, pero ¿cómo culpar a quien no le interese eso cuando le duelen las tripas?

            Equivocado estaba. Ese proceso de demolición, sin democracia, daba señales de vida ya.

            Una comedia del teatro bufo de Miami llamada En los 90 Fidel revienta predicaba en esos años lo que muchos daban por sentado ante panorama tan rancio: que, con el derrumbe de la Unión Soviética y el final de los subsidios a Cuba, este experimento de despotismo tropical finalmente colapsaría.

            La obra se equivocó, como tantos de nosotros.

 

Los tontos útiles

        Crecí en Puerto Rico, isla hermana de Cuba, según nos recuerda en su obra la poetisa puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió. Compartí con amigos hijos de exiliados cubanos, o los tuve por vecinos, maestros, etc. A la vez, escuchaba los vítores a la revolución cubana por parte de un pequeño pero vociferante grupo de académicos, activistas, escritores y periodistas boricuas, la intelligentsia del país, que por convicción o por ignorancia les hacían el juego a los hermanos Castro, alabando siempre, 1) la salud, 2) la educación y 3) una supuesta igualdad social.

            Años después, me forjé profesionalmente como periodista en Miami, la capital del exilio cubano.

Entonces, ¿cómo no ir a Cuba para comprobar cuál era la realidad?

Por desgracia, el saldo de mis visitas sigue tan vigente hoy como en ese entonces.

1)      Salud.

Entro a una farmacia en Centro Habana en busca de antibiótico. Pido.

«No hay», me dice la dependiente.

«¿Cuándo viene?»

«Pues, no sé. Las medicinas se ordenaron hace meses a la empresa nacional, pero no han llegado».

2)       Educación + castrismo = adoctrinamiento.

        Carteles y murales por doquier le recuerdan a uno 24/7 el culto a la personalidad de Fidel Castro, el Che Guevara, y los «logros» de su revolución. Un estribillo en un mural en particular se me queda grabado: «Somos felices aquí». Pero yo lo edito: «¿Somos felices aquí?»

  3)    Igualdad: la democratización de la pobreza, salvo para los del gobierno. Racionamiento y pauperización – ¡presentes! Y que viva Cuba, compañero.

            Una década después de estas travesías, me mudé a una Sudamérica en la que conocí a acérrimos defensores del régimen cubano que nunca habían pisado el suelo de las más grande de las Antillas. En su afán por despotricar contra «el imperio» (EE. UU.), perdonaban todo a los Castro.  Inaudito.

 

Tiempo agridulce

             Un momento inolvidable, pero en el buen sentido, se me dio gracias a un caballero médico padre de mi amiga de Miami, que me «coló» para entrevistar a su paciente, la primera dama de las letras cubanas, la poetisa Dulce María Loynaz, bajo una suerte de prisión domiciliaria en su ruinosa mansión dickensiana. Bajo los ojos de águila de su «cuidadora», escribí la voz de Loynaz en las palmas de mis manos, y luego la transcribí para una entrevista.

             Sus palabras antes de despedirme, mientras acariciaba un cepillo de dientes nuevo que le había llevado: «Que suerte tan triste la de este país. Le agradezco, estimado amigo, que haya venido a rescatarme del aburrimiento».

           Al año siguiente, 1995, y ya en mi último viaje, preparé para una revista de salud con ediciones bilingües en Estados Unidos un reportaje sobre las medidas draconianas que el gobierno de Cuba había instituido para contener la entonces creciente epidemia mundial del sida.

             Los «sidatorios» cubanos alcanzaron cierto éxito, pero siempre dudé de las cifras oficiales ante la prostitución rampante. Ansioso de exponer la realidad que había visto con mis propios ojos y escuchado en entrevistas, entregué mi nota al editor que me había dado el aval y… la mató. Me pagó, pero guardó silencio. Mucho después me enteraría que era admirador de la revolución cubana, a pesar de vivir y trabajar en el corazón capitalista del mundo, la ciudad de Nueva York.

             Durante esa visita final, experimenté algunos atisbos de empresa privada, como «paladares», o restaurantes caseros, que operaban nerviosamente bajo los caprichos delirantes de las autoridades.

Se había hecho un poquito más fácil encontrar comida. Y hasta había el especial del día. Con el estómago lleno, admirando el Malecón en un atardecer habanero, casi podía imaginar que todo iba a estar bien.

Imaginar es la palabra clave aquí. Al igual que en la disco del Meliá Cohiba.

¿Cómo se puede hacer apología de un desastre?

           El desastre de chicos y chicas prostituyéndose ante extranjeros porque no había de otra: jineteros y jineteras en el Malecón, o en el célebre bar y restaurante de la Calle Empedrado, La Bodeguita del Medio, devenido en madriguera para cazar turistas.

         El desastre de apartamentos dilapidados donde los cerdos corrían por pasillos oscuros y malolientes, y los pollos habitaban en las salas destartaladas para que la gente tuviera reservas de alimentos. Donde frente a un antiguamente esplendoroso edificio de residencias, el López Serrano, el aire apestaba a los remanentes de un perro asado a la barbacoa.

             El desastre de haber acribillado la ilusión de generaciones.

En esa Cuba de los 90, las distopias de la literatura no eran ficción.

           De vuelta en el aeropuerto de Rancho Boyeros, con la maleta vacía tras regalarlo casi todo  (lo menos que podía hacer) y el corazón cargado de angustia, se me salieron las lágrimas en la línea de inmigración.  Un agente joven con cara de palo me miró algo asombrado.  Preguntó qué me pasaba.

              Sin apetito para entrar en detalle, le expliqué que lloraba por su tierra.

Guardó silencio.

«Y yo también», me dijo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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