El escenario secreto de Miguel Bosé

En El hijo del Capitán Trueno, Miguel Bosé se sube a un escenario invisible, uno donde no hay luces ni aplausos, sino recuerdos, silencios, y una necesidad urgente de nombrar el pasado. El libro no es solo una autobiografía; es también un ajuste de cuentas con una historia familiar tan deslumbrante como dolorosa.

Desde la primera página, Bosé deja claro que la suya no fue una infancia común. Hijo del torero Luis Miguel Dominguín y de la actriz italiana Lucía Bosé, creció entre celebridades, cuadros de Picasso, jardines de Ava Gardner y cenas con Dalí. Pero el lujo y la fama eran el telón, no el guión. Detrás del oropel se escondía un niño tímido, que leía a escondidas y temía decepcionar a un padre que solo entendía el mundo en términos de fuerza, caza y virilidad.

Ese conflicto con la figura paterna recorre todo el libro como una cuerda tensa. Dominguín, mitificado por la prensa del franquismo, aparece aquí como un personaje autoritario, incapaz de lidiar con la sensibilidad de su hijo. Bosé, por su parte, no edulcora nada: relata los castigos, las humillaciones, la imposición de una masculinidad ajena. El título —un guiño al héroe de cómic Capitán Trueno, ideal de valentía viril— funciona como ironía y reivindicación. Porque este hijo, lejos de blandir una espada, escribe con la delicadeza de quien ha sobrevivido a un linaje y ha sabido inventarse a sí mismo.

Pero El hijo del Capitán Trueno no es solo un testimonio familiar. También es una memoria cultural del siglo XX. En sus páginas desfilan artistas, políticos, músicos, modistos. Bosé recuerda los años en Londres, la educación con Lindsay Kemp, las noches parisinas, los silencios de Roma. Es un testigo de excepción de una Europa que se desmoronaba y reinventaba, de una generación que vivió el arte como trinchera.

La escritura es elegante, precisa, a ratos lírica. No busca la cronología, sino el impacto emocional. Bosé escribe como quien canta: con ritmo, con imágenes, con pausas. No rehúye el dolor, pero tampoco se regodea en él. Hay pasajes de ternura, como los dedicados a su madre o a la Tata, la mujer que lo cuidó de niño. Y también hay confesiones duras, como su miedo constante a no ser suficiente, su batalla contra la homofobia, su obsesión por el control.

Lo más valioso de este libro es, quizás, su capacidad de mostrar las capas de una figura pública muchas veces malinterpretada. Bosé no busca redimirse ni justificarse. Quiere, más bien, narrarse desde adentro, desde lo no dicho, desde ese lugar donde se forma la voz. Y lo logra. Porque al final, El hijo del Capitán Trueno no es la historia de un cantante famoso. Es la historia de un niño que encontró en el arte una forma de salvarse.

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