Eloy decía ser el fanático número uno de Ernest Hemingway en toda Venezuela. Ser el admirador es muy distinto a ser experto, solía explicar en el cuarto de profesores, donde nos encerrábamos a fumar en las horas del recreo. Ser admirador es adorar, crear fetiches de cada objeto, leer con la meticulosidad del amante que relee una carta de su pareja, mas no desde la teoría o la academia. Eloy soñaba con visitar los parajes recónditos o exóticos por donde anduvo el gringo mítico, por ejemplo un hotel llamado Ambos Mundos en el centro de La Habana o The Compleat Angler en Las Bahamas, por decir sólo lo más cercano, pues las ganas de perderse en la geografía feroz de aquella África de Francis Macomber sonaban un poco inverosímiles para un profesor de educación media con sueldo mínimo. Solíamos ir a tomar algunas cervezas en un bar de chinos de la Casanova, el Tercer Mundo, que de alguna manera le recordaba a Eloy al Ambos Mundos de La Habana, probablemente sólo en la palabra común de los nombres, y le hacía, dos o tres tercios de cerveza de por medio, desplegar todo tipo de planes de ahorro para llegar a la suma necesaria para el pasaje a alguna de las dos islas del Caribe donde se encontraban los santuarios hemingweianos. Yo de literatura norteamericana no sabía nada y de Hemingway sólo conocía al iceberg y a Francis Macomber, pero me gustaba escuchar sus historias y teorías.
Una de esas noches en el Tercer Mundo apareció Esther, amiga de unos amigos de nuestros amigos. Llegó a nuestra mesa por esas casualidades diagonales que no suelen ser llamativas, sobre todo si de bares con cerveza barata se trata. Era muy joven y en esa época era estudiante de filosofía o geografía en la Universidad Central, o las dos cosas al mismo tiempo, aunque no estoy seguro de que en una universidad pública se puedan estudiar dos carreras a la vez. En las dos carreras le iba mal, o tal vez sea más lógico decir que le fue mal primero en una y luego en la otra, pues probablemente estudió una primero y otra después. Lo cierto es que luego de dos cervezas ya a nadie le interesó aclarar este punto, a nadie le importó Esther en general, que demás está decir era más bien apagada y deslucida. La recuerdo como una sombra en una esquina, acumulando colillas muertas en un cenicero abarrotado, mientras la mesa palpitaba a gritos y cervezas iban y venían.
Probablemente a la media noche Eloy comenzó a contar de sus ahorros para viajar en el 99 a Cuba o a Las Bahamas a celebrar los 100 años del padre del iceberg literario. Entonces, detrás de la montaña de colillas, ese otro iceberg, cenicienta habló con una voz que le quedaba grande. Para qué ir tan lejos, dijo, si en Cumaná hay un bar en el que se la pasaba Hemingway. ¿También Hemingway?, dijo uno de los amigos que la habían traído al Tercer Mundo, ¡yo pensé que era sólo Manuel Puig!, gritó y todos los amigos que la habían traído y los amigos de los amigos que la habían traído estallaron en risas. No entiendo, dijo Eloy, serio de pronto. Que Manuel Puig también recaló por Cumaná, según dicen los cumaneses, explicó el amigo de la cenicienta. A lo que ella respondió volviendo a su torre de colillas. Que no entiendo lo de Hemingway, aclaró Eloy y como un príncipe que se queda con la zapatilla de cristal en la mano, ansioso de colocarla en pie indicado, se acercó a Esther y le pidió detalles del asunto. Hablaron toda la noche, pero ya nadie los escuchó. A eso de las dos de la madrugada se largaron en un taxi.
Tenía mala suerte con las mujeres el pobre Eloy, pero con Esther parecía que al fin la buena estrella le sonreía. Eran sus palabras, a mi no me parecía afortunado el hecho de que saliera con una tipa tan gris. Se encontraban a la salida de clases (de ella en la universidad, de él en el liceo), caminaban por sitios inverosímiles que a ella no la asustaban por ser de la provincia y que a él no le importaban por ir sumergido en sus palabras. Alguna vez me mostró un grupo de fotos que se habían tomado en las escaleras de El Calvario y yo me asombré de que hubiesen salido con vida de allí. No sólo con vida, sino con la cámara y la cartera –decía enorgullecido Eloy. Se acostaban algunas veces, seguían viviendo separados. Mi propia historia me alejo de la historia de ellos, de las noches en el Tercer Mundo (aunque creo que tampoco ellos iban ya a ese bar), de la sala de profesores. Así, no supe en qué andaba Eloy hasta finales de ese mismo año, cuando salí un poco a flote y recordé entre otras cosas el centenario de Hemingway y los planes de mi amigo.
Una mañana fresca de principios de diciembre, antes de las elecciones, entré otra vez a la sala de profesores y en medio del humo de los eternos cigarrillos de mis compañeros de trabajo, divisé a Eloy. Leía con fervor un librito pequeño que no llegué a distinguir. Me abrazó y me puso al tanto en cinco minutos de que vivía con Esther en un apartamento pequeño en las afueras de Caracas, que ella había abandonado la universidad (las dos carreras o una) y ahora vendía envases de topperware, que él acababa de decidir abandonar su trabajo en el liceo. Probablemente más horas para ti –dijo. Qué locura, le dije. No me importa –continuó–. Esther y yo tenemos un plan. Sonó el timbre que indicaba que debíamos retornar a los salones y en medio del barullo le grité: ¿Qué pasó con Hemingway?, pero él no tuvo tiempo de responder, con la mano me hizo una seña para que habláramos después.
Había un bar, en el puerto cumanés, en el que decían que había estado Hemingway. Esther nunca antes había entrado, a pesar de la costumbre tan arraigada en sus amigos, estudiantes de letras o de sociología, de entrar a los bares de mala muerte de la zona, o debo decir de la época. Antes de conocer aquel bar, ya me imaginaba la célebre firma en la pared como la que está en La Bodeguita del Medio y la dedicatoria: My mojito en la bodeguita. Una frase que se puede escuchar incluso, es imposible leerla sin sentir el acento de la lengua abigarrada y pesada del inglés, de ese hablar como sin abrir la boca que tienen los gringos. El bar estaba allí, al final de la avenida Mariño, en una prolongación que llega hasta el puerto y que no recuerdo –o nunca supe– si tiene otro nombre. Se llamaba “El dolar” y según la leyenda ese nombre se lo pusieron después de la visita de Hemingway. Otra leyenda dice que el nombre ya lo tenía antes de la visita y que el gringo se animó a entrar allí porque lo sintió casi como la patria. Ese nombre, ese dolar al que le faltaba una ele o un acento –según se mire–, era lo más cercano a su anterior vida, a su lengua. Entonces, llamado por el nombre, aquel hombre alto atravesó la puerta y se adentró en un espacio oscuro y lleno de mesas de metal carcomidas por el salitre. Me inclino más por la teoría de que tras la visita del gringo escandaloso que luego de unos cuantos daiquirís improvisados dijo ser escritor, rayó las paredes con frases inentendibles, pidió a los gritos que le trajeran una puta, pagó la cuenta con billetes extranjeros y se fue reventando la puerta, después de todo ese alboroto, el dueño decidiera llamar al bar españolizando el nombre de los billetes verdes que le había dejado el escritor sobre el hierro mil veces pintado del mostrador. Hay una tercera versión que dice que el verdadero nombre del bar era “El dolor”, pero un error de diseño lo convirtió en “El dolar” y bueno, Genaro Salazar, que así decía llamarse el dueño, heredó el bar ya con ese nombre y no le pareció tan mal. Después de todo, la gente venía a beber sus dolores y no a que se los recordaran. Mejor pensar en un dólar verde y poderoso, tan de moda en estos días –decía.
De fachada careada y reseca, la casa donde funcionaba el bar seguía en líneas generales la arquitectura y el estilo de las demás casas que la rodeaban: una condición colonial impostada, techos de zinc, etcétera. Sólo por el anuncio se sabía que era un bar y no una ferretería, que tantas había en la zona, o una venta de artículos marinos o para pescadores. La foto mostraba a Eloy y a Esther frente a aquella fachada, entrelazados, ella con sus eternos vestidos negros, él con ojos achinados por el sol. En rojo el nombre del bar sobresaltaba en medio de la cal brillante. El plan era subarrendar el bar y prepararlo para el 21 de julio de 1999. Hacer pública la historia de las visitas del escritor, abrir el santuario no sólo a quienes conocían la anécdota, los dos o tres cumaneses interesados en literatura norteamericana, sino también a los miles de admiradores que en el mundo se dedicaban a recorrer el Caribe siguiendo las huellas del autor de El viejo y el mar. El dueño estaba de acuerdo, aunque aseguraba que nunca ningún escritor norteamericano había traspasado esa puerta. ¿Y de dónde viene la historia de que Hemingway estuvo allí? –le pregunté a Eloy mientras revolvía el primer café de aquella tarde. Genaro no es la madre de la cultura –respondió–, no tiene por qué saber si entre sus clientes hay escritores y además era muy joven cuando eso pasó. Él no distingue a un gringo de otro, pero, eso sí, me dijo que muchos gringos estuvieron en los 50` por aquellos lados. Bueno, no muchos, pero sí unos cuantos. La historia viene por otro lado. Genaro era un niño, casi un adolescente y el bar era atendido por su padrino, uno de esos miles de españoles que llegaron a estas costas huyendo de Franco. El español, un tal Mohedano que tendría unos 50 años, venía solo y había sido marinero o pescador en algún pueblo ínfimo de la península. Traía plata de algún último embarco, pero había tomado la firme decisión de no volver al mar, probablemente había perdido amigos o a toda la familia, pero esto no lo sabía Genaro porque el español nunca lo dijo. Lo cierto es que montó aquel bar a finales de los años 40 cuando Genaro entraba en la adolescencia y se ganaba la vida, entre otras cosas, haciendo mandados a las viejas del barrio. Las pocas viejas “decentes” que quedaban en la zona estaban escandalizadas por la apertura de otro bar. Un día, fumando con el cigarrillo al revés, con “la-candela-pa-dentro” para que los maridos no las descubrieran, las viejas lo mandaron a llamar y reunidas como una cofradía masónica le encargaron averiguar quién era el catire recién llegado y sobre todo si pretendía poner un bar de putas, otro bar de putas en ese barrio de puerto. Pero no, el español pondría un bar de cervezas –en sus palabras– y eso era todo, porque putas no conocía o ya había muchas en la zona. Que después recalara alguna por su negocio, eso era otra cosa. Y es allí cuando Genaro cambió de patrón: de mandadero de viejas, pasó a ser mandadero y mesonero del español, quien con el tiempo le agarró cariño y se autodenominó su padrino.
La noche en que Hemingway llegó al bar Genaro estaba a cargo de la caja. El español confiaba más en un niño de doce años que en el otro mesonero, que era viejo y negrísimo, flaco como un gancho de ropa y con hambre atrasada de años. Esa noche Mohedano se sentó a beber en una de las mesas, solo. Era una de esas pocas noches en que el español abandonaba su gravedad, su responsabilidad frente a la caja registradora, su decoro, y se dedicaba, cerveza tras cerveza, a despotricar en voz alta en contra de miles de cosas, pero nadie lo escuchaba por la música o porque su voz era tragada por las otras voces más brillantes, más agudas. Algunas veces tenía algún interlocutor más interesado en las cervezas a cuenta de la casa que en las propias cuitas del dueño, pero aquella noche estaba solo. Bueno, hasta que llegó Hemingway con su barba y sus enormes zapatos. Como Genaro recién había aprendido a sumar y a restar frente a esa caja registradora de teclas enormes, no reparó en el gringo, concentrado en rehacer infinitamente las cuentas de lo consumido en cada mesa, revisar, repasar, examinar esos números por el temor a equivocarse. No lo vio entrar, tampoco supo en qué circunstancias ocurrió el encuentro de los dos extranjeros, ni cómo el gringo decidió sentarse con el español ni cuándo llegaron los primeros daiquiris improvisados. En algún momento de la noche despegó los ojos de los números y de las monedas y vio un hombre enorme sentado junto al español fumando tal vez una pipa, pero de eso no estaba seguro. Hablaban vivamente, pero no se entendía lo que hablaban. Bueno, al español poco se le entendía generalmente, con todos esos seseos de serpiente y esas palabras arcaicas con las que hablaba. El gringo probablemente hablaba en inglés, pero eso Genaro no lo sabía, porque no sabía si el español entendía otra cosa que no fuera su lengua materna. Seguramente hablaron de cosas que ambos conocían, tal vez de España, porque el dueño del bar estaba particularmente alegre, gritaba. Al final de aquella noche, en el inicio de la resaca y luego de que todos se habían ido, el dueño dijo que había estado hablando con un hombre importante, pero no dijo si se trataba de un escritor.
El gringo volvió varias veces más y otra vez los daiquiris desfilaron por su mesa, algunas veces en compañía de Mohedano, otras con alguna mujer, nunca la misma. Siempre pagaba con billetes extranjeros que el español, cada vez más enfermo, guardaba en una pequeña caja roja, metálica, que estaba debajo del mostrador y que tenía un complicado mecanismo de seguridad: una clave que sólo él conocía, pero que con el tiempo le fue revelada a Genaro. Los dólares los gastó Genaro luego en las reparaciones del bar, pero no fueron suficientes –según le contó a Eloy–, entonces tuvo que vender algunas cosas, pero eso fue mucho tiempo después, cuando el español ya había muerto de soledad y cáncer.
Mucho antes de morir, antes incluso de saber que estaba enfermo, el dueño del bar decidió poner sus pertenencias a nombre de “ese hijo que había encontrado en este puerto” –así solía referirse a Genaro–. Sus pertenencias eran esencialmente esa casucha a punto de caerse donde funcionaba el bar y en cuya parte trasera estaba su cuarto, su baño y la pequeña cocina. También la caja roja con los dólares que había ido recibiendo del gringo a finales de los 40 o principios de los 50. Ese hombre importante –le decía el español– que no se sabe de dónde viene ni cómo es que gusta tanto de este bar de mierda y de estas putas. Genaro había visto que el gringo llegaba en un barco pequeño, tal vez un yate, tripulado por negros extranjeros que hablaban español. Un español distinto, cantado, pero mucho más claro que el de su jefe, eso sí. El barco o el yate tenía una bandera extranjera, pero él nunca supo de dónde. Los negros solían ir a bares más cercanos al puerto, desde donde podían seguir viendo el mar (decían que eran hombres de mar, que si no lo veían cerca sentían como si no vieran el aire para respirar) Entonces el gringo venía siempre solo a “El dolar”, pero Genaro no se acordaba si para ese entonces el bar ya tenía ese nombre porque en esa época todavía no había aprendido a leer, aunque sí sabía sumar, restar y multiplicar perfectamente.
La historia de que ese gringo que frecuentaba “El dolar” era Hemingway no venía a través de Genaro, sino de un viejo profesor de literatura norteamericana que tuvo la oportunidad de conocer a Mohedano en sus últimos días. El profesor, que era joven en aquel tiempo, solía ir a tomar cerveza en los bares del puerto, camuflado con una gorra de béisbol y sin sus lentes. No quería ser reconocido por sus estudiantes, no por el desprestigio de que lo vieran en un bar de mala muerte, sino porque no quería brindar cervezas. Se decía que de sus años de estudios doctorales en Maryland había aprehendido la tacañería del alma anglosajona. La casualidad quiso que este profesor hablara con el español, que el español le relatara la historia –ya un poco vieja– del visitante ilustre de ese bar. Probablemente le dijo que él no era el primer literato que atravesaba esa puerta y allí se explayó a contar de las visitas de Hemingway. Eloy había entrado en contacto con ese profesor, ahora jubilado, apartado de la literatura –que era como decir apartado del mundo– pero sobre todo apartado de los bares del puerto. Vivía en una casa alejada del mar, mirando siempre hacia las montañas, con una mujer extremadamente joven y una hija demasiado niña para un viejo como él. Eloy adoró al profesor con sólo mirarlo. Era una reproducción tropical de Hemingway y la casa tenía un cierto parecido con la finca La Vigía, última residencia del gringo en Cuba. Techos altos de caña brava, pisos de cemento frío, rojo y pulido, matas de un verde casi negro, sombras de almendrones. En esa casa pasó largas horas escuchando al profesor, sentados en algún corredor rodeado de helechos, mientras la niña, demasiado niña, jugaba entre ellos. El profesor adoró a Eloy apenas lo escuchó: el plan era magnífico –en su opinión– y lo devolvía un poco a la vida, a su antigua vida. En seguida se autodenominó socio y como la vejez lo había vuelto un poco menos avaro, ofreció parte de sus ahorros para la restauración: una gran suma de dinero acumulada en años de tacañería. Ese fue el hecho que llevó a mi amigo a tomar la decisión: la plata que ofrecía el profesor triplicaba los escuetos ahorros de la vendedora de envases para conservar alimentos y del profesor de castellano y literatura.
El plan era arrendar el bar aquella navidad de 1998 y prepararlo para la gran reinauguración el 21 de julio de 1999, día del centenario de Hemingway. Mientras tanto, vivir de la venta de cervezas, rones y cafés a los clientes habituales, marineros borrachos a quienes poco les importaría el trabajo de remodelación que se llevaría a cabo al mismo tiempo. Para eso, Eloy y Esther abandonarían la vida citadina, armarían maletas y emprenderían el viaje hasta Cumaná. En esa ciudad de nombre agudo y frente al Caribe en pleno, pretendían instalarse, vivir en la parte trasera del bar, que Genaro les cedería gustoso, pues con la plata del arrendamiento pensaba irse a vivir con una hija en Margarita o en algún otro sitio más confortable. Una vez instalados, se dedicarían a la remodelación, redecoración y promoción del bar. Allí los esperaba el profesor con la plata, las anécdotas, las citas de Hemingway que escribirían en las paredes. Con las elecciones presidenciales y todo el barullo que se armó, perdí el rastro de mi amigo. No hablamos luego de aquellos varios cafés de principios de diciembre hasta una mañana de mayo del año del centenario en que encontré su mensaje en mi contestadora y la invitación a encontrarnos en un café cercano al liceo.
Para ese entonces yo ya no trabajaba en aquel liceo, sólo que Eloy no podía saberlo. El año del centenario de Hemingway fue el año en que todo cambió en mi vida. Último año del milenio, tal vez por eso la sucesión de hechos tan vertiginosa que condujo a que yo también tomara una decisión descabellada. Poeta, como lo era desde los 12 años, narciso moderno que solía mirarse en las aguas de las pocetas, me arrastraba tras una mujer que me pateaba de vez en cuando y me dejaba otra vez de cara a infinitas aguas negras. El peso de un trabajo mal pagado me agobiaba, tenía la sensación de estar desperdiciando el tiempo en el que podría mejor escribir mi obra. En lugar de la metáfora estaba la necedad de la adolescencia caraqueña campeando en mis mañanas, obligándome a fumar cada día más, a comer menos, a abandonar algunos cursos, a devolverme a la casa de mis padres a falta de plata para alquilar un cuchitril o pagar la hierba, etcétera. El año del centenario de Hemingway también fue el año en que todo cambió en Caracas, los cerros bajaron, su gente y luego su lava; un discurso nuevo, eterno, sustituyó la programación de los televisores de todos los bares y de pronto lo que era gracioso comenzó a sonar sospechoso. De pronto quise irme, abandonar esta ciudad que empezaba a mostrar sus tentáculos y dientes de monstruo, esta repentina realidad que me era adversa por desconocida, por poco asible. Eloy llegó para ofrecerme la posibilidad de la fuga.
Reconocí el bar aun sin mirar el nombre en rojo. Esther estaba sentada en una mesa cercana a la puerta, parecía esperarme. No era rubia ni morena, no era delgada ni gorda, sólo un rostro perfectamente olvidable, pero de pronto reconocible: sus vestidos siempre negros, sus cigarrillos, su iceberg. Una boca anónima que se abrió para dar paso al saludo de grave voz pero poco efusivo. Eloy está en el baño, informó y señaló la silla en la que yo debía sentarme. Tiré el morral enorme y pesado en el suelo, me senté, la miré de cerca por primera vez, tal vez ahora un poco más morena, pero igual todo en ella parecía impreciso. Nunca supe qué carrera estudiaba, ¿de verdad vendía envases para comida o pinturas de labio? Era como si llevara un luto previo a los acontecimientos, ahora que lo pienso. Siempre de negro y con una culebrita tatuada en la nuca. Hablamos del viaje, de las curvas de Santa Fe, de la belleza del mar visto desde la montaña, del frío del autobús y lo terrible del terminal de pasajeros. Cuando Eloy apareció, yo removía mi primer café de esa mañana y me preparaba para el calor que se anunciaba con los primeros rayos que se colaban por la ventana.
Nos abrazamos, como siempre. Eloy también estaba más moreno, el pelo era un desbarajuste, una barba de tres días le ensombrecía el rostro. Llevamos el morral a lo que sería mi cuarto: un pasillo entre el cuarto de ellos y el pequeño baño. Me habían comprado un ventilador y una especie de colchoneta militar que apenas cabían en aquel pasillo acostumbrado al paso de un solo hombre: primero Mohedano, luego Genaro. Dos hombres solos, pensé, casualmente los dos siempre estuvieron solos: Hombres sin mujeres. Ahora éramos tres, dos hombres y una mujer, viviendo en esa casucha, compartiendo un baño mínimo, oscuro y frío, pero sobre todo extremadamente oscuro.
Esos días pasaron muy rápido, entre la remodelación del bar y la lectura intermitente de Hemingway. Leerlo era lo mínimo que podía hacer si pretendía pasar el resto de mi vida atendiendo un bar en el que le rindiesen culto. El profesor, que comenzó a frecuentar el bar, me prestó una edición de dos tomos de la obra selecta del gringo: encuadernada en cuero rojo, con delgadísimas páginas bordeadas de oro. Algunos cuentos estaban subrayados o tenían breves notas escritas a mano con una caligrafía ininteligible. Creo que el profesor se había dedicado a comparar traducciones o había hecho su propia traducción y anotaba las discrepancias entre la traducción del libro y la propia, pero nunca tuve tiempo de preguntárselo aunque cada vez lo veía con mayor frecuencia.
El viejo venía todas las tardes, a eso de las cinco, y pedía una cerveza bien fría. El bar estaba casi vacío, tal vez algún pescador apergaminado en un rincón, uno de esos clientes fijos que no se asombraban con el cambio de dueños, siempre y cuando no hubiese cambio en los precios. Entonces el profesor llegaba, con libros y carpetas, se sentaba en una mesa cercana a la barra para poder hablar con Eloy, en caso de que éste no pudiese sentarse en su mesa y tuviese que hacer algo en la caja o en las neveras. Cosa que nunca sucedía, pues era yo el que quedaba encargado apenas el profesor pisaba la entrada. Entonces Eloy se sentaba junto a él, leían y conversaban alegremente, bebían una cerveza tras otra hasta que el profesor se embriagaba. Se emborrachaba cada vez con mayor frecuencia y Eloy haciendo gala de su aguante alcohólico siempre estaba como si nada. ¿O es que acaso no bebían al mismo ritmo? Eso no lo sé. Las cervezas las pagaba el viejo, eso sí, las de él y las de mi amigo. Una vez borracho, el profesor recostaba la cabeza sobre sus antebrazos y dormitaba un poco sobre la mesa húmeda hasta entrada la noche, cuando Esther le llevaba un poco de nuestra cena.
Genaro también comenzó a frecuentar el bar, su antiguo bar. Decía que le costaba mucho trabajo pasar el día fuera de esas paredes y nos pedía permiso para venir, sentarse un rato en una mesa, también cerca de la barra, antes de irse a Margarita. Allí, en esa isla, tenía una hija que casi no había visto, pero con quien quería pasar unos días. Tenía también nietos que no había podido conocer, encerrado siempre en las paredes de ese bar, que a veces era como una cárcel, en sus palabras. Ya verán –decía–, llegará el día en que les será cada vez más difícil abandonar estas paredes. Parecía una sentencia, un maleficio, una condena. Se sentaba entonces en aquella mesa, pero no bebía. Un dueño de bar no debe beber, decía mirando a Eloy con mala cara y recordando anécdotas escandalosas de las veces en que Mohedano había desoído esta regla de oro. Recuerdo que una vez Eloy le preguntó nuevamente por Hemingway y mientras Esther raspaba la cal de las paredes y yo comenzaba a restaurar algunas sillas, Genaro contó aquella historia del hombre de barba y grandes zapatos que ya nos sabíamos de memoria. ¿No dejó aquel hombre algún rastro de su estadía en este bar? –preguntaba Eloy–, ¿alguna firma?, ¿algún objeto? A lo que Genaro contestaba que no, que sólo los billetes, los dólares que él había tenido que gastar en las reparaciones. ¿De qué reparaciones habla? –preguntaba luego Esther, cuando Genaro ya se había ido–, si este bar se está cayendo. Tal vez lo reparó hace miles de años –decía Eloy excusando a Genaro. Eloy trataba a Genaro y al profesor con una pleitesía exagerada, como si ellos constituyesen en sí mismos los preciados objetos de Hemingway con los que lamentablemente no contábamos para demostrar el paso del gringo por este bar de mala muerte, por este puerto perdido. Nuestros futuros clientes pedirán ver las cosas que dejó el gringo mítico a su paso por estos lados –decía Eloy, entristecido y con olor a veinte cervezas– y no tendremos nada tangible más que las historias de estos dos viejos, uno de ellos lleno de dudas. Todos los santuarios de Hemingway están llenos de sus cosas, sus manoseados libros, las cabezas de los animales que había cazado en África o la disposición de los muebles según sus gustos, como en aquel cuarto-museo, la habitación 511 del hotel Ambos Mundos, donde vivió durante 6 años y dónde escribió los primeros capítulos de Por quien doblan las campanas. Pero ¿qué dejó Hemingway en este bar, en este puerto? ¿Acaso una firma como la de La Bodeguita del Medio? Esther había raspado todas las paredes, absolutamente todas las paredes, encontrando sólo otras capas de cal o de alguna pintura barata, mas no la rúbrica.
A finales de junio el bar estaba completamente remodelado. Reproducía de algún modo ese ambiente tropicaloide cubano de los años 50 como visto a través de la mirada de un gringo, con algo de Hollywood, que a Eloy se le ocurría debía haber en la finca La Vigía, pero sin las cabezas de animales africanos. Una colección de rones cubanos tapizaba la pared detrás de la barra, algunas palmeras delgadas crecían en las macetas de barro, las paredes absolutamente blancas con algunas fotos del escritor en diversas etapas de su vida que habíamos encontrado en Internet y que habíamos enmarcado en severa madera, el ventilador antiquísimo en dificultosas pero eternas vueltas sobre el cielo raso. El metal corroído de las mesas y las sillas fue refaccionado y pintado con una pintura de aceite que pretendía imitar el color de la caoba. A finales de junio la promoción de bar y de la celebración del centenario también estaba lista: habíamos mandado invitaciones a los adoradores nacionales del escritor norteamericano y habíamos entrado en contacto con los adoradores extranjeros. Para la noche del 21 de julio de 1999 el bar era un mar de gente, estudiantes de letras, profesores, artistas, gringos, Genaro y el profesor. Eloy, borracho, ahora dedicado a catar rones, con un vaho a Habana Club, barba y guayabera, estaba absolutamente feliz e incluso era entrevistado por algunos periodistas locales. Esther, detrás de la caja registradora, de negro y serpiente en la nuca, miraba poco efusiva, acumulaba colillas, parecía una de esas mujeres árabes que están a cargo de la contabilidad de la tienda de sus maridos. Parecía no importarle el hecho de no figurar en las fotos, ocupada como estaba en contar los billetes que no paraban de caer en sus manos. Yo no me daba basto, entre cervezas y daiquiris, cuentas y propinas. El profesor disertó, minutos antes de dedicarse a tocar el culo de las estudiantes, borracho, sobre su encuentro con aquel español legendario, Mohedano, y sobre la historia del paso de Hemingway por estas paredes. Con el brillo del ron que acumulaba entre pecho y espalda, habló del escritor cuya vida fue literaria y cuya literatura fue la vida misma. Aquellas palabras hicieron sentir su presencia en el bar, sus pasos, sus zapatos, hombre alto de barba blanca con bermudas y una pistola calibre 22 en la cintura paseándose entre fanáticos locales e importados. Los adoradores en éxtasis y tras estas palabras redoblaron sus pedidos. ¿Cuántos daiquiris habrá preparado Mauricio –el barman que habíamos contratado para la ocasión– aquella noche?
Fue un éxito el bar. Nos llenamos de dinero, tanto que sentíamos que nos había tocado el número de suerte del loto y pagamos a Genaro algunos meses por adelantado. Eloy casi lo obligó a cruzar el mar lo más pronto posible, no quería que nadie hablara con él, que nadie se enterara de que la única persona viva que podía dar cuenta de la presencia del escritor en esta zona tenía dudas de la identidad del mismo. Así, Genaro se montó en aquel barco expreso, cruzó el mar hasta Margarita y no lo volvimos a ver hasta que fue muy tarde. Bueno, el único que lo volvió a ver fui yo, pero eso fue tiempo después de la catástrofe.
El profesor también desapareció, para la desgracia de Eloy. Un mes luego de la gran celebración del centenario, dejó de venir. Nunca pude preguntarle nada sobre las notas escritas a mano en los libros que me había prestado, nunca pude devolvérselos. Tras una semana de ausencia, Eloy fue a buscarlo a su casa, en las montañas. Regresó aquella noche con la noticia de que el pobre viejo había entrado en una especie de coma etílico por no sé cuál complicación, que estaba hospitalizado, que la mujer nos acusaba por lo que le pasó y hasta nos quería demandar, que quería que le devolviésemos la plata con la que su marido había participado en la sociedad, que la niña no paraba de llorar ni un minuto, aferrada a las piernas de la madre, que la vida era una mierda, que estábamos huérfanos. Sin el profesor, sin sus palabras que invocaban la presencia del escritor con la destreza de un espiritista, el bar está perdido –dijo, mientras se servía otro ron seco y se sentaba en una mesa con ojos inundados de lágrimas. Y lo que primero sonó a exageración, se fue convirtiendo poco a poco en designio: enseguida los gringos dejaron de venir porque los gringos son idólatras de los objetos y en este bar había sólo una presencia intangible –atraída por los cuentos de un viejo borracho– que comenzaba a esfumarse en la medida en que la pintura se caía y dejaba reaparecer el metal corroído de unas sillas y unas mesas de falsa caoba. No había nada, ni una firma, ni una foto que probase que Hemingway estuvo aquí, nada para aplacar a los gringos y seguir sacándoles plata. Luego algún periodista ocioso escribió sobre los falsos santuarios y la moda de los bares temáticos. “El dolar” se convirtió en un chiste con la rapidez con la que se había puesto de moda. Muchos prefirieron seguir frecuentando bares más anónimos, en zonas menos peligrosas. Volvieron los dos o tres fanáticos de Hemingway –más para recordar al profesor que al escritor– y los pescadores apergaminados que nunca habían dejado de venir.
La enfermedad del profesor precipitó los acontecimientos. El santuario se esfumó en un mes, así como la cordura de Eloy y más tarde la oscuridad de Esther. Taimada, sentada siempre frente a la caja registradora, había comenzado a idear su propia fuga mientras apartaba algunos billetes para su uso personal. Es cierto, Eloy se había convertido en un monstruo borracho, adusto, tercamente empeñado en acabar con los rones que tapizaban la pared, muchas veces rompiendo algunas botellas si ella le reclamaba cualquier cosa. No sé de qué hablaban porque prefería hacerme a un lado en sus discusiones en las que sólo se escuchaban los gritos inconexos de Eloy, mientras que la voz de Esther, ronca y bajita, prácticamente no existía. Era como si Eloy peleara consigo mismo o con el fantasma del escritor que se negaba a reaparecer en este bar cada vez más solitario. Un día regresé del centro con algunas compras, seguramente latas de sardina para el almuerzo, y escuché los sollozos de Esther en las tinieblas del baño. Eloy dormía sobre alguna de las mesas sin inmutarse por el calorón del mediodía ni las moscas. La puerta abierta era una invitación y Esther, sentada sobre la poceta, parecía esperarme, sin embargo, entré con miedo, como quien viola el espacio de una mujer desconocida e intocable, con muchas ganas también. Turbación y hambre. Sus ojos brillaban en la oscuridad del baño como brillan los ojos de los gatos. No sé de qué color eran, sólo que me miraban ilimitadamente. Su boca permanecía sellada, pero sus manos tomaron mis manos y las llevaron a sus senos. No sé si eran grandes o pequeños, sólo redondos y se me ofrecían de pronto, imprevisiblemente. Nos besamos y estábamos ciegos. Nunca supe el color de su piel desnuda, de su sexo, sólo que era un homenaje y una venganza. En mí, se vengaba de Eloy y a la vez se castigaba. Sin prender la luz, sin hablar, se limpió de mí y se largó con todo el dinero que estaba en la caja y en ese otro lugar secreto donde lo escondía. Nunca más supe de ella.
A Eloy poco le importó la fuga de Esther ni el robo. Lo que lo llevó a escapar fue el fracaso del bar, la muerte del profesor, la lejanía de Hemingway. Una mañana de diciembre, preguntándome cómo era que todavía no nos habíamos ahogado totalmente en deudas y agradeciéndole automáticamente a los cuatro pescadores apergaminados –eternos clientes de esta pocilga descascarada– encontré la nota. Parecía la carta de despedida de un suicida, en ese estilo terrible que había adoptado Eloy en los últimos días, pero sólo refería una partida. ¿A Cuba? ¿Las Bahamas? ¿A otro santuario hemingweiano recién descubierto, cercano? Era sólo una carta de despedida sin las coordenadas del viaje que me dejaba a cargo de un bar moribundo. Solo, como los anteriores dueños. Ese mismo diciembre de 1999 el lodo del Ávila bajó en avalancha, borrando a miles de personas, a pueblos enteros. Yo miraba la tristeza en los televisores ajenos y no podía dejar de relacionarla con mi propia tristeza. Un bar agónico y todos los acontecimientos precipitándose como una avalancha, irremediablemente llevándonos al fracaso. Y yo solo, sin un lugar para volver, abandonado por todos, sumergido en una historia que no era la mía, narrador testigo que de pronto se convierte en protagonista. Ese mismo diciembre reapareció Genaro, después de un largo reencuentro familiar. Pensé: le devuelvo su bar y me voy de esta mierda, después de todo, a mi nunca me gustó Hemingway, ni siquiera terminé aquel libro rojo, ni tuve nada que ver con esta historia. Pero la revelación de Genaro me volvió a enganchar. Una larga estadía con esa hija perdida había hecho que un Genaro envejecido se ablandara y decidiera regalar a Eloy lo único valioso que había heredado de Mohedano: una caja roja metálica en la que descansaba un único dólar depositario del famoso autógrafo fechado el 17 de agosto de 1949 en Cumaná.